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Me estaba muriendo de ansiedad. No podía soportar ni un segundo más tanto misterio.

– Yo le dije a mi padre, al cual, a pesar de todo, siempre consideré mi padre: «Cuéntame lo que me tengas que contar». «No es fácil decirte, hijo mío, que yo no he matado a nadie, aunque me atribuí los fusilamientos para hacer méritos. Me sentía un pobre hombre a los ojos de tu madre y no encontré otro modo de hacerme valer y llamar su atención. ¡Y vaya si fueron eficaces mis mentiras! Me proporcionaron honores y medallas, la esposa que quería y el hijo que, de otro modo, me hubiera sido imposible tener».

– ¿Eres hijo único? -pregunté a Rodrigo.

– Creo que sí.

– ¿Cómo que lo crees? ¿No sabes si tienes más hermanos o eres hijo único?

– Déjame terminar…

Asistía atónita a una penosa confesión que no estaba segura de querer escuchar. Pero Rodrigo era imparable.

– Necesito tomar algo caliente -le dije para rebajar la tensión.

– Sí, claro, lo había olvidado.

– Algo como… un dry martini -se me antojó de pronto.

– No es una bebida precisamente caliente.

– No me importa. Quiero un dry martini. ¿Qué tal lo harán aquí? -le pregunté.

– Supongo que bien.

Hacía años que no me tomaba un cóctel, y menos con el estómago vacío. Mientras Rodrigo se levantó para llamar a un camarero, le observé caminar, encorvado, arrastrando los pies, como si hubiera envejecido un lustro desde que había iniciado su confesión. Se echó de nuevo una mano a la nuca. Su emoción iba en aumento. Estaba realizando un gran esfuerzo para contarme aquella historia devastadora. Era evidente que algún hilo invisible nos unía; de lo contrario no me hubiera elegido como su confidente. Tal vez por eso la intuición me había llevado a preguntarle si su padre había tenido algo que ver con la cárcel de San Marcos y con la muerte de mi abuelo. A nada me había respondido rotundamente. «No, por suerte para mí, creo que no…». ¿A qué se referiría? En realidad, mi abuelo era el padre de su suegra, algo tenía que ver con su ex mujer y, sobre todo, con sus hijos. Cuando hablaba de la suerte, creo que se refería sólo a mí. Si hubiera sido el delator de mi abuelo, el que dictó la sentencia de muerte, el que disparó el tiro de gracia -si es que lo hubo, porque a algunos les dejaron con vida después del fusilamiento-, en definitiva, el verdugo de mi abuelo Román, creo que no le hablaría nunca más. Sé que no tiene la culpa, que ninguno de nosotros somos culpables de aquella masacre. Pobre Rodrigo, parecía un buen hombre, aunque herido por la historia de un padre atormentado.

Había logrado abstraerme hasta tal punto que, por primera vez, olvidé el motivo inicial de mi estancia en San Marcos. Tuve que recordármelo a mí misma. Estoy aquí sólo porque espero que Lucas se ponga en contacto conmigo y, en segundo término, he venido a recuperar cartas y documentos. Me queda por cumplir la tercera misión: escribir la historia de mi abuelo, que no sé cómo empezar. Lo extraño es que Rodrigo no me preguntase por Lucas, aunque es probable que alguien le hubiera informado de su desaparición. De todos modos, me hubiera disgustado hablar con él de este asunto.

Cuando regresó de pedir las copas en la barra del bar, parecía menos viejo.

– He pedido dos dry martini y unos nicanores de Boñar. Supongo que no es mezcla muy ortodoxa, pero no sé…, se me ocurrió que nos vendrían bien para empapar el alcohol.

– Supones mal -le dije-, me parece una combinación maravillosa.

Le resultaba difícil recuperar el tono de la confesión. No sabía cómo continuar, así que le eché una mano.

– Te pido disculpas por ser tan brusca, pero necesito saber en qué grado participó tu padre en la represión franquista.

– Aunque quisiera, no podría responderte. Ten en cuenta que yo tampoco sé toda la verdad. Es cierto que mi padre, desde el primer día del golpe militar, se puso a las órdenes de las tropas de Franco. Pero estoy seguro de que lo hizo por mi madre, por no enfrentarse con la familia de mi madre. Luego hablaré de eso…

– ¿De qué? -le interrumpí tontamente.

– De la historia de mi adopción…

Miró alrededor para comprobar que nadie le estaba escuchando, y continuó el monólogo, bajando aún más el tono de voz, como si se estuviera confesando con un cura.

– Antes, déjame explicarte que mi padre nunca se comportó como era realmente él, sino como los demás querían que fuera. Necesito que comprendas la tragedia de un hombre que intentó siempre cambiar su destino. Mi padre quería ser de otra manera, se fue de su casa y renunció a una fortuna para convertirse en alguien mejor, se enamoró de una mujer que nunca le quiso como él quería, y por culpa de ese amor se convirtió en algo que no le gustaba… Era una persona bondadosa a quien las circunstancias de la vida le obligaron a comportarse como si no lo fuera…

– No creo que haya personas inequívocamente buenas o malas -le dije con mi mejor intención.

– Estás en lo cierto. La bondad y la maldad sólo existen cuando alguien las ejerce. Todos podemos comportarnos de una u otra manera varias veces a lo largo de la vida, del mismo modo que podemos reír y llorar simultáneamente.

No pudo responder a mi pregunta, aunque me dijo que probablemente su padre no participó en las matanzas, porque era muy religioso y, además, le repugnaba la violencia. Parecía convencido de que no había colaborado directamente en el fusilamiento de ningún enemigo. Ganaron los suyos, pero en el fondo él se sintió un derrotado más de aquella maldita guerra.

Lo que le confesó a su hijo Rodrigo el día que enterraron a su mujer es que en aquella época él era muy joven, se sentía un hombre demasiado gris y la guerra le dio la oportunidad de apuntarse una serie de méritos que, de otro modo, no hubiera podido alcanzar. Contra toda lógica decidió atribuirse penosas hazañas que jamás había llevado a cabo.

Le contó que le habían aterrorizado las matanzas que los franquistas habían perpetrado durante los dos primeros meses de la guerra. Cundía el pánico, pues cada día aparecían varios cuerpos flotando en el Bernesga y zanjas llenas de cadáveres en los descampados. Ni siquiera se molestaban en enterrar a los fusilados. También supo que el 25 de julio, una semana después de la sublevación militar, los republicanos quemaron la iglesia de su pueblo con el cura dentro y ocuparon las tierras y la casa de su hermano, al que habían condenado a muerte bajo la acusación de ser «un explotador de la clase obrera».

Remigio Ordóñez intentó ir a ver a su hermano, pero ni siquiera le dio tiempo a ponerse en camino, porque dos días más tarde de tan sangrienta explosión revolucionaria el pueblo cayó en manos de los franquistas, que sacaron de prisión a su hermano y volvieron a dejar las cosas como estaban antes del 18 de julio, excepto la iglesia en ruinas, el cura, que murió en el incendio, y los rojos del pueblo, de los cuales no quedó vivo ni uno. El caso es que Remigio, que no creía ni en unos ni en otros, se presentó en Capitanía General y se atribuyó el dudoso mérito de haber liberado su pueblo y de dar las órdenes oportunas para organizar la matanza de rojos que, previamente, habían encarcelado a su hermano y quemado la iglesia con el párroco dentro. Dijo, al parecer, que se presentaba ante la autoridad competente porque quería que aquel pobre sacerdote fuese declarado mártir de la revolución marxista y que su familia estaba dispuesta a aportar el dinero necesario para la reconstrucción de la iglesia. Eso le valió la primera condecoración por méritos de guerra y su decisivo apoyo a la cruzada.