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En pleno caos bélico nadie se tomó la molestia de comprobar si él había sido realmente el protagonista de la hazaña. Se informaron, eso sí, de la quema de la iglesia y de la muerte del cura, y también de que la familia Ordóñez se había encargado personalmente de la posterior represión contra los rojos y de la reconstrucción del templo. Era suficiente. En esa matanza se cargaron a mil quinientos republicanos, casi la tercera parte de sus habitantes.

– No sé si te das cuenta -calcula Rodrigo-. Una hazaña en la que proporcionalmente hubo más muertos que en Paracuellos. Creo que fue el mayor mérito que se atribuyó.

– ¿Cómo no hubo ningún testigo que lo desmintiera? -le pregunté.

– En el pueblo nunca supieron que había utilizado el apellido familiar para rellenar su brillante hoja de servicios. Es una pesadilla espantosa, pero hubiera sido peor aún de ser cierta. Te lo cuento tal y como mi padre me lo contó. Así que respondo a tu inquietud: no creo que tuviera nada que ver con San Marcos…

– Es un espanto -dije verdaderamente atónita.

– Mi madre, la pobre, tuvo que rebajar sus expectativas, y la niña bien, en vista de que sus novios fueron derrotados, decidió quedarse con el héroe. Se casaron cuando aún no había terminado la guerra, en diciembre del 38.

Realmente es una historia penosa y deplorable. ¡Qué tristeza! ¡Cuánta ofuscación provoca la violencia! ¿Qué delirio colectivo conduce a un inocente a atribuirse crímenes que no cometió y que semejante hazaña se considere heroísmo? Habrá pocos casos como el suyo. No me hubiera gustado vivir en su piel. ¿Sabría su madre la verdad o también la engañaría a ella? Por lo que insinúa su hijo, esa mujer debía de ser indiferente y fría como un témpano de hielo.

Rodrigo había logrado intrigarme y estaba impaciente por saber cuándo entraba él en escena. Me resultaba incomprensible su admiración desmedida hacia un padre tan atormentado. A mí sólo me producía escalofríos. Temí que fuera capaz de adivinar mis pensamientos y los interrumpí para continuar escuchándole.

– Trataré de abreviar para no hacer interminable mi penosa historia -dijo humildemente-. Mi padre, antes de casarse, ya sabía que una enfermedad que había padecido en su adolescencia le había dejado estéril, aunque se guardó mucho de contárselo a su amada antes de la boda. Ésa fue otra de las confesiones que me hizo aquella noche. De haberlo sabido, mi madre le hubiera rechazado como marido. De modo que dejó pasar el tiempo hasta que su mujer mostró impaciencia. Sucedió enseguida, pues ella quería quedarse embarazada a toda costa antes de rebasar lo que se consideraba entonces la edad adecuada para ser primeriza. Pronto descubrió que mi padre era el culpable de su desolación y comenzaron los conflictos. Y así fue como se le ocurrió la posibilidad de adoptar un hijo para recuperar la ilusión de su esposa.

– ¿Cuándo te adoptaron? -pregunté impaciente.

– En el otoño de 1939, bien asentado ya el régimen de Franco, mi padre convenció a mi madre de que sería bueno que simulara estar embarazada y a los nueve meses tener un hijo como si realmente lo hubiera parido. Ella accedió, quizá porque no podía soportar la humillación de contar la verdad a sus amigas. Nunca habría reconocido que tenía un hijo adoptado porque su marido era incapaz de darle uno de su propia sangre. Y así lo hizo. Los primeros meses fue muy fácil, incluso aprendió a manifestar los síntomas de un embarazo problemático. En las reuniones sociales se mareaba y sentía náuseas, de modo que todos creyeron que su gestación progresaba molesta pero felizmente. Cuando se aproximó el séptimo mes, mi madre dijo que se iba a Salinas, donde mucha gente bien había decidido pasar los tres meses de verano. Y así lo hizo. Permaneció unos días en Salinas, donde se dejó ver con trajes sueltos y una falsa tripa abultada, y para no esforzarse tanto con el fingimiento se fue con mi padre a Madrid, donde pasarían inadvertidos. Dijeron que regresaba de Salinas para tener al niño en su casa de León, de modo que el tiempo del embarazo cuadraba con la imprecisión debida. Nadie iba a contar los meses y los días.

– ¿Entonces te adoptaron? -insistí otra vez.

– Espera, quiero contarte algo más. Fue todo tan real que, al cabo de los años, mi padre llegó a creer que su mujer había tenido un auténtico embarazo psicológico. Mientras avanzaba la gestación ficticia, él se dedicó intensamente a la búsqueda de la criatura. No era fácil conseguir un crío en aquellos tiempos, pero mi padre sabía que muchas rojas embarazadas, repito la expresión que él empleaba, cuando lograban huir por la frontera, se refugiaban en los campos de internamiento que los franceses habían preparado para los vencidos. En aquellos penosos campos de concentración las madres estaban hambrientas, derrotadas física y moralmente, y parían a la intemperie, en condiciones muy precarias. Los franceses las trataron mal. Los bebés que superaban el parto se morían de hambre o de frío a los pocos días. Lograron sobrevivir menos del diez por ciento de aquellos niños.

– ¿Y tú eres uno de esos supervivientes? -volví a interrumpirle.

– No, te lo cuento porque ése podría haber sido mi destino. He intentado averiguar el paradero de alguno de los que tenían más o menos mi edad. Mi caso fue distinto. Mi padre quería un varón que, desde luego, nadie pudiera reclamar. Se fue a ver al Jefe Nacional de Prisiones, que, al parecer, le debía algún favor, y le pidió los datos que tuviera sobre las mujeres presas en la cárcel de Ventas, donde había, al parecer, más de dos mil de toda procedencia y condición. No tuvieron piedad con los vencidos y menos aún con los que consideraban carne de presidio, aunque fueran mujeres y niños.

– ¿Eso pensaba tu padre? -le pregunté asombrada.

– No, eso es lo que pienso yo -respondió Rodrigo-. Dentro de la cárcel, algunas chivatas, a cambio de mejor trato o de vagas promesas de libertad, pasaban información a las funcionarías sobre los contactos y las actividades de las presas. Así se enteró mi padre de que una de las que se encontraban en avanzado estado de gestación estaba completamente sola en este mundo. Cuando le faltaba poco para el parto, la sacaron de la galería de menores para que mi padre la viera. Me contó que se llamaba Raquel, era larguirucha, tenía la cabeza rapada, la cara redonda, los ojos muy grandes y muy negros, llevaba las piernas vendadas por la sarna, todas tenían sarna y piojos, por eso iban rapadas, pero, al margen de la apariencia, le aseguraron que era de las más sanas. Había cumplido los dieciséis años. Le preguntó quién era el padre y dijo que el chico que la había dejado preñada no era su novio, que sólo era un compañero de las Juventudes, que lo habían matado y que por eso habían ido a detenerla a ella, porque antes de morir dio una serie de nombres, entre otros, el suyo. Parecía muy asustada. No había tenido noticias de su familia desde que estaba en la cárcel y le preocupaba qué iba a ser de aquel niño, porque no tenía a nadie con quien dejarlo y se moriría en ese infierno.

– ¿Así que ella era tu verdadera madre? ¿Se llamaba Raquel? ¿Sabes algo más de ella? -Realmente me había conmovido.