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– Ni siquiera estoy seguro de que ella fuera mi madre. Sólo sé que poco después de aquel encuentro con esa pobre niña llamaron a mi padre para decirle que ya había parido. Las Hermanas de la Caridad se hicieron cargo de mí. Tenía una semana cuando mis padres adoptivos fueron a recogerme al hospicio. A mi madre le contaron que era un niño abandonado y huérfano.

Nunca supo que era el hijo de una presa. Me dijo mi padre que me entregaron limpio, sano y bien aseado, que nací el 7 de agosto de 1940 y fui bautizado diez días después en San Isidoro de León con el nombre de Rodrigo. Cuando cumplí el mes, las propias monjas llamaron a mi padre para decirle que la presa había muerto a los pocos días de parir. No quiso saber nada más.

– ¿Por qué tienes dudas de que fuera tu madre?

– Pude ser hijo de una condenada a muerte o de cualquiera de las que fusilaban contra la tapia del cementerio o de las que morían en esa cárcel infecta. En aquel año hubo muchos partos y no sabían qué hacer con tantos recién nacidos. A muchos les enviaban a los hospicios. El caso es que no he encontrado rastro de esa niña de dieciséis años de la que me habló mi padre. Ignoro sus apellidos y ni siquiera sé si será cierto que se llamaba Raquel.

– ¿Crees que tienes alguna posibilidad de saber algo?

– Aunque sea absurdo, nunca he perdido del todo la esperanza. No me resigno a que la gente desaparezca sin dejar rastro. No recuerdo quién dijo que la inteligencia de un individuo se mide por la cantidad de incertidumbre que es capaz de soportar. Todavía no sé si soy un genio o un imbécil. ¿Tú crees que podemos hacer algo por los muertos? -me preguntó finalmente.

– Comunicarnos con ellos y pedirles que nos protejan -respondí con extraña convicción-. Si sabes rezar, reza, y si no, que el cielo te ampare, todo es cuestión de fe. ¿Cómo fue la relación con tu padre después de su confesión?

– A partir de entonces le miré con una piedad infinita. Nunca me sentí tan cerca de mi padre. Murió poco después de contarme la verdad. Sabía que estaba enfermo y no quiso llevarse el secreto a la tumba.

Después de una pausa, le pregunté a bocajarro:

– ¿Qué le hiciste a mi prima?

– ¿Por qué te interesa?

– Simple curiosidad.

– Nos equivocamos, eso es todo.

– ¿Tú o ella? -insistí.

– Los dos, quizá yo más que ella. Me ofusqué con su juventud.

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos?

No sé qué me impulsó a meterme de esa manera tan brusca en su intimidad. Era evidente que mi inesperado interrogatorio le incomodaba.

– Compartimos la misma casa durante muchos años, pero el amor se acabó enseguida -respondió de mala gana.

– ¿Hubo otras mujeres durante ese tiempo? -proseguí con mi tercer grado.

– Viajaba mucho. Tenía que comprar antigüedades… En fin, me engañaba más a mí mismo que a ella. Toda mi vida, como te estarás dando cuenta, ha sido un gran engaño. Estaba acostumbrado a convivir con la mentira. Creo que sólo en estos momentos empiezo a salir de mi incertidumbre.

La última frase parecía un aviso. Había sido yo la primera que había traspasado el límite de la intriga y, de manera inconsciente, me había metido de bruces en su intimidad.

– ¿Y tú? ¿Cuánto tiempo hace que estás sola?

Era evidente que pretendía poner fin a mi indiscreción. Yo no quería compartir con Rodrigo mi amargura.

– Si no te importa, prefiero no hablar de mis asuntos.

– Está bien. Sé que lo estás pasando mal. Hagamos un trato. No escarbemos más en nuestro pasado, al menos hasta el fin del viaje.

– Te prometo que será la última pregunta. ¿Tu padre supo el daño que causó con sus mentiras?

– No soy quién para juzgarle. Está muerto y le sigo queriendo. Sin él yo no habría sobrevivido.

– ¿Mi familia lo sabe? -Me atreví a dar un paso más.

– ¿Qué familia? ¿A qué te refieres?

– Si mi tía y mis primas saben la historia de tus padres adoptivos.

– Es un secreto que nunca he querido compartir con nadie. Eres la única persona que lo sabe en este mundo. Ya te lo he dicho.

Me abrumaba semejante complicidad. Después de tanta desolación, comprendí el misterio que me había arrastrado hasta el lugar donde me encontraba. ¿Cuál sería el hilo invisible que nos unía a Rodrigo y a mí? A los dos nos atormentaba la desaparición de nuestros seres queridos. Es probable que permaneciéramos juntos hasta que diésemos con su paradero.

Antes de dormir leí otro poema de Margarit:

Llega el tiempo de no esperar a nadie.

Pasa el amor, fugaz y silencioso

como en la lejanía un tren nocturno.

No queda nadie. Es hora de volver

al desolado reino del absurdo,

a sentirse culpable, al vulgar miedo

de perder lo que estaba, ya, perdido.

Al inútil y sórdido tiempo moral.

Es hora ya de darse por vencido

en el trabajo a solas, otro invierno.

¿Cuántos quedan aún, y qué sentido

tiene esta vida donde te he buscado,

si ya llegó la hora tan temida

de comprobar que nunca has existido?

No es la desolación lo que me tiene absorta, sino el misterioso encuentro de dos almas sin esperanza, propensas a la soledad, que necesitan sentirse conectadas, mirarse mutuamente para reflejar la parte más hermética, recóndita, inexplorada y oscura de sus vidas. Polos opuestos que se entrelazan. Un hombre y una mujer predestinados a encontrarse. Cuando una persona irrumpe con tanta fuerza en tu vida, te obliga a modificar la ruta de tu existencia. Quizá no iba por buen camino. Estoy convencida de que algunos sufrimientos se contagian por osmosis o a través de hilos invisibles que te conectan con seres distantes. ¿Por qué les consuela intercambiar secretos que dejan de serlo desde el instante en que son compartidos? ¿Quién teje la tela de araña que nos une con criaturas tan extrañas?

La historia de Rodrigo es aún más inquietante que la mía. Busca a una madre que nunca existió. Como en el poema de Margarit. Pienso en la cantidad de seres humanos que ignoran el nombre de quien les parió: huérfanos de recónditos orfelinatos rusos, de madres africanas diezmadas por el sida, de indígenas de Guatemala, de prostitutas sin identidad, de negras pobres de Nueva Orleans… Pienso en todos esos hijos sin raíces que vagan por el mundo.

2

Mi querida Francesca:

Estoy sacando mucho provecho a la lectura de San Juan de la Cruz que me recomendaste con tanta insistencia. Comprendo que su utilidad es intransferible, a cada cual le ayudará a su manera. A mí, concretamente, me hace sentir menos desamparada. Llevo muchas noches meditando con el Cántico espiritual sobre mi forzada soledad.

En soledad vivía, y en soledad ha puesto ya su nido, y en soledad la guía a solas su querido, también en soledad de amor herido.

En mi noche oscura del alma me consuela hasta el punto de que me gustaría cantar salmos, como San Juan de la Cruz, pero he perdido la voz. ¿Crees que deliro? Si lo piensas, dímelo abiertamente. Tal vez no soy consciente de que estoy enloqueciendo. No obstante, te daré una buena noticia. Empiezo a comprender mejor lo que me pasa. No es tan extraño que quiera distanciarme de los amigos de siempre. Quiero estar sola. Gracias a Rodrigo me doy cuenta de que somos muchos los que necesitamos afrontar la vida como yo lo estoy haciendo en estos momentos. No soy un caso raro ni excepcional, probablemente seamos una multitud de seres solitarios los que sufrimos por idénticos motivos. Es una contribución universal que nos facilita el entendimiento y la comprensión del dolor. Mucho me temo que sea una sensación efímera, pero creo que por primera vez tengo conciencia de que todo lo que he vivido tenía un sentido; por primera vez me siento responsable de mi vida y no espero que venga un ángel a resolver mi situación o mis problemas; por primera vez no tengo miedo a estar sola, a quedarme sin trabajo o a estar enferma; por primera vez me siento libre y más capaz que antes. Para lograrlo, en vez de evadirme, necesito profundizar en mi pena. Ojalá aprenda a vivir y alcance en algún momento la sabiduría y la serenidad de mi adorado Lucas.