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Perdona que te escriba en este tono, pero me tomo esta libertad porque eres la única persona con la que puedo hablar, escribir o comunicarme con absoluta sinceridad y sin sentido del ridículo. Soy afortunada por tenerte. Pero también te digo que me molestaría mucho abrumarte con mis confidencias espirituales. Si es así, si te abrumo, respóndeme como me merezco. Deja pasar unas horas, si lo necesitas, o incluso un día entero, pero no más, te lo ruego.

Un beso,

Paula.

P.D. ¿Te he dicho que hablar con él me calma los nervios?

Apenas en cinco minutos recibo respuesta de Francesca. Su demostración instantánea de afecto me conmueve. Es un maravilloso privilegio saber que al menos cuento con el talento de una persona sólida y cabal.

Paula, mi niña, lo sabía antes de que tú me lo contaras. Ese hombre te lo ha enviado el cielo, o si lo prefieres, tu encuentro con él ha sido providencial. Llámalo como quieras. No dispongo de todo el tiempo que quisiera para responderte, pero tampoco te puedo dejar con la menor intriga. De modo que entro en el fondo de la cuestión. No tienes que disculparte por el tono. No hay tal tono, y ni siquiera es triste, sino serio. Y aunque fuera triste, tampoco me abrumarías, porque quiero ser esa persona en la que puedas confiar plenamente. No te preocupes por mí. A veces escuchar tus lamentos me resulta doloroso, pero hacen que me sienta útil y digna. Así que no lo dudes jamás, aquí estoy para escucharte. Me honras con tus confidencias porque aprendo de ellas. Nada mejor en tu situación que la soledad y la lucha interior; la evasión y la frivolidad reforzarían el drama. No hagas caso a quien te diga que te distraigas con cualquier cosa. Eres fuerte y doy gracias al cielo (sale otra vez a relucir la divinidad) porque veo que empiezas a remontar el vuelo. Estás creciendo con la desdicha y eso significa que saldrás fortalecida. Es el cántico espiritual que más me gusta escuchar en estos momentos. Como te conozco, te diré que evites la tentación de maltratar a tu enviado celestial.

Tengo que dejarte inmediatamente. En el hospital me espera un enfermo que me necesita con más urgencia que tú.

Te abrazo muy fuerte,

Francesca.

3

La gente iba deprisa, forrada con abrigos de pieles, botas, guantes, bufandas y gorros. Hacía mucho frío esa mañana en la ciudad. Tenía las piernas congeladas, desde la rodilla al tobillo. Al salir de San Marcos dudaba siempre qué itinerario seguir. Prefería caminar junto al río, atravesar los jardines de la Condesa de Sagasta, cruzar Guzmán el Bueno, llegar a Papalaguinda y atajar por Lancia hasta San Francisco. Era el camino más sensato para ir a casa de mi tía Olvido, y aunque el viento era gélido a orillas del río, di marcha atrás con la idea de coger un taxi, y no me arrepentí, porque al caminar deprisa entré en calor.

Mi itinerario preferido me obligaba a dar un enorme rodeo para llegar a San Marcelo y pasar por delante de la Casa de Botines, de Gaudí, donde vivió mi padre cuando era soltero. Me hubiera gustado entrar, pero nunca lo he hecho, porque siempre que he venido a León he tenido un estricto orden de prioridades y nunca he dispuesto del tiempo necesario para llevar a cabo mis planes.

Mi padre guardaba excelentes recuerdos de los tiempos previos a la guerra y presumía de haber vivido en dos lugares emblemáticos: la Casa de Botines, en León, y la Casa de las Flores, del arquitecto Secundino Zuazo, en Madrid, donde debió de correrse las mayores juergas de su vida de tanto como le brillaba la mirada a la hora de relatar sus hazañas. Quizá no fuera exactamente la verdad, porque mi padre fue un gran fabulador, pero nos contaba que en esa casa, antes de la guerra, trató a Pablo Neruda cuando era cónsul de Chile, y también a Federico García Lorca y a Rafael Alberti, porque iban mucho a verle. Me ponía los dientes largos con la interminable lista de famosos ilustres que conoció en sus tiempos de soltero y, probablemente, sea cierto que en alguna ocasión se cruzó con Galdós o los Baroja, tío y sobrino, porque vivían en Arguelles. Es probable que incluso compartieran alguna charla en cualquiera de las tabernas del barrio.

Mi padre, al que sigo adorando, tenía una memoria de elefante y enriquecía mucho su pasado con datos ajenos de enorme interés. Cuando yo era niña, creía, como casi todas las niñas, que mi padre era el hombre más sabio del mundo. Contaba con recursos para resolver cualquier problema: desde fabricar en un segundo cucuruchos de papel para beber agua de la fuente de Lozoya hasta traducir una frase al latín o al alemán. Yo creía que era políglota, porque sabía frases en todos los idiomas, y se lo decía a mis compañeras de clase, que si necesitaban saber cómo se decía cualquier palabra en cualquier idioma yo se lo podía decir, porque en mi casa había diccionarios de todas las lenguas y mi padre los manejaba a la perfección. En aquella época, sin Internet y con una vida cultural mediatizada y una bibliografía diezmada por la censura, el acceso a la información era un lujo de gente privilegiada. Pocos tenían la facilidad de mi padre para saber lo que era necesario en cada instante. Durante mucho tiempo, esa clase de habilidades le convirtieron en un dios ante mis ojos. Cuando descubrí que no era un sabio, le seguí queriendo, con un amor menos reverencial, pero más cercano y más tierno. A medida que cumplo años, me sale por cada poro de la piel su herencia genética y me sorprendo actuando a su imagen y semejanza, como una maniática obsesiva. Confieso que a mi pesar, porque hubiera preferido parecerme a mi madre, que era más equilibrada y, sobre todo, mucho más guapa.

Me gusta caminar anárquicamente por esta ciudad, porque cada rincón aviva mis recuerdos. No hay nada más eficaz que el olor de las calles para recuperar la memoria y situar cada sentimiento en el lugar que le corresponde. Ya sé que recuperar la memoria tiene en estos días muchos detractores, pero es un acto imprescindible para declararnos definitivamente la paz, con los otros y, sobre todo, con nosotros mismos. Todavía me acuerdo del olor a estiércol que empapaba las eras de Pola de Luna. Me gustaría ir con mi tía Olvido, para que me ayude a llamar a cada cosa por su nombre.

Tenía las manos enrojecidas del frío. No sabía dónde ni cuándo había perdido los guantes. A la una en punto llegué a casa de mi tía, llamé al timbre y subí en el ascensor pensando en la manera más persuasiva de pedirle que me acompañara. Apenas me abrió la puerta regresó al sillón situado junto al mirador, donde le gustaba sentarse en los veranos luminosos. Estaba envuelta en una toquilla de lana muy tosca. No tenía buen aspecto, a pesar de que iba, como siempre, pulcramente vestida y peinada.

– ¿Estabas durmiendo? -pregunté.

– No, sólo estaba amodorrada. Me he levantado con jaqueca y no tengo ganas de nada.

Era imposible que me acompañase a ningún sitio. Ni siquiera se me ocurrió plantearle el viaje en semejante estado.

– ¿Quieres que te traiga algo de la calle?

– ¿Qué me vas a traer?

– No sé, tía Olvido, cualquier cosa que necesites o algún capricho que te apetezca.

– Ya no tengo caprichos, hija mía.