Выбрать главу

Era inevitable que mi mirada recorriese la habitación en busca de cualquier detalle que pudiera sorprenderme y, sobre todo, que diera pie a hilar una conversación sobre el pasado. No obstante, desistí enseguida.

– ¿Prefieres que me quede o que me vaya? Dímelo con absoluta confianza.

– Quédate un rato. ¿Dónde vas a ir?

– A la casa de la calle Astorga -le respondí.

– ¡Qué perra has cogido con esa casa! -replicó malhumorada-. Por más que mires no te enterarás de nada. Ya está todo dicho.

En ese momento sacó a relucir su proverbial mal carácter. Era evidente que mis preguntas le alteraban el ánimo, o tal vez no quería recordar el dolor de aquellos tiempos, de los que aparentemente hablaba sin emoción.

En la casa de la calle Astorga vivieron mis abuelos, nacieron sus hijas, Camino y Olvido, y fueron felices hasta aquel aciago 7 de agosto en el que unos bárbaros destrozaron la vida de una familia alegre y humilde.

– No me gusta que te vean por ahí con Rodrigo -me soltó de pronto.

En ese momento supe que mis conversaciones con Rodrigo eran el motivo de su malestar. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Me había olvidado de lo chismosa que es la gente en las ciudades pequeñas. Era evidente que mi presencia en San Marcos llamaba la atención y estaban al corriente de mis entradas y salidas.

– Lo siento, tía, pero me está ayudando mucho y…

Me interrumpió con brusquedad y con una energía impropia de una persona dolorida.

– Me parece que no me entiendes. En primer lugar, ese hombre era mi yerno. Abandonó a mi hija. Y en segundo lugar, su padre era un canalla. Pregunta a tus amigos, a los de la Memoria Histórica, o a quien te dé la gana. Todo el mundo le conoce en León y guardan de esa familia un triste recuerdo, porque saben el daño que hicieron en la guerra.

– De todos modos, ¡qué culpa tendrá el hijo de lo que hiciera su padre! -me atreví a replicar.

– El hijo es otro sinvergüenza.

– Está bien, tía Olvido -dije para zanjar la discusión-. No creo que le vuelva a ver.

– Que te cuente tu prima… Y ahora me gustaría descansar. La conversación me da más dolor de cabeza. No te acompaño a la puerta. No me puedo ni mover.

– No te preocupes, tía. Ya me voy.

Le di un par de besos en las mejillas con toda mi ternura. Le dije que comprendía su rechazo y que me perdonara las tonterías que había dicho. Me agarró la mano con fuerza y con cariño y me dijo que echase las cortinas porque prefería estar a oscuras. Y así la dejé; me fui llena de tristeza y de remordimientos por haber irrumpido en su vida y haberla obligado a recordar contra su voluntad.

De regreso a San Marcos entré en una floristería. Encargué para ella una docena de rosas de té y le puse en la tarjeta: «Gracias por tu generosidad, por estar tan viva y tan lúcida. Te quiero. Tu sobrina Paula».

4

El tiempo se agota. En la recepción del hotel me recuerdan que al día siguiente acaba la reserva, aunque no tienen inconveniente en prolongarla. Pregunto con ansiedad si no han dejado algún mensaje y, como es habitual, me dicen que no.

¿A qué espera para llamarme? ¿Cuántos días más tendré que permanecer en el hotel? ¿Cuándo recobraré el ánimo para escribir de nuevo? ¿Por dónde debo comenzar el relato de una historia incompleta, fragmentada y llena de cabos sueltos?

Amplío la reserva otros quince días. Tengo prisa por entrar en mi habitación, tumbarme en la cama y llorar. Ya sólo lloro una vez al día y sin tanta desesperación como al principio. Antes, al ver que Lucas no estaba a mi lado, me dormía y me despertaba llorando desesperadamente. Nunca me había imaginado que pudiera derramar tantas lágrimas en tan poco tiempo. Dicen que el llanto es liberador, pero va dejando huella. También dicen que los disgustos, las penas y los malos ratos aceleran el envejecimiento. Me desnudo ante el espejo y veo que las arrugas me han llegado de golpe, apenas noto el perfil del labio superior, se me han caído los párpados, los ojos están casi cerrados, diminutos, las pestañas quemadas y la piel cuarteada. El cuerpo, deforme y flácido. Soy una ruina. A Lucas no le gustaría verme en un estado tan deplorable. No soporta la desidia.

La noche anterior soñé que mi hermano me ayudaba a buscarle y, al fin, dio con él, pero en el sueño me advertía: «No se te ocurra llamar a Lucas porque no volverá. Déjale. Está muy bien donde está. Nunca podrás convencerle de que vuelva contigo». La pesadilla había sido tan concreta y precisa que me hizo daño.

Hasta el momento no he tenido ánimos para ponerme a escribir. Estoy dolorida todo el día, incluso cuando duermo. Tengo una pena que me deja sin respiración y sin aliento, tan aguda como los dolores de un parto. No se calma con nada. Es inútil pretender superarla con rapidez, porque lleva su tiempo y no hay manera de eludirla. Es una angustia lenta y pertinaz que me debilita inexorablemente.

La noche siguiente tuve otro sueño horrendo. Te me apareciste cuando me iba a morir para acompañarme en ese trance, tal y como me habías prometido. La forma visible de ayudarme era dando una vuelta a la manzana de nuestra casa mientras intentabas convencerme de que morir no es un acto doloroso o traumático, sino más bien placentero. El único requisito es dejarse llevar, no oponer resistencia. Pese a todo, yo me negaba a morir.

¿Por qué nadie se quiere morir?, te preguntaba.

«Yo he muerto plácidamente y estoy feliz -me respondías-. Qué lástima no ser capaz de transmitirte mi experiencia. ¿Cómo sería la vida sin que las nuevas generaciones aprendieran lo que nosotros sabemos? Sería una vida extraña… Te sigo queriendo más que a nadie en este mundo». ¿En qué mundo?, te preguntaba, pero ya habías desaparecido.

Paso el triste día completamente sola. Ceno en el restaurante del hotel y me arrepiento. Me deprime rodearme de personas extrañas. En realidad nadie me gusta, sus frases ni sus voces. Las conversaciones son reiterativas. Me aburren.

Regreso a la habitación, contemplo la inmensa cama solitaria y me acuerdo desesperadamente de ti. Es posible que te preocupes por mí de algún modo, pero no lo noto. Me siento desamparada. Mi aparente fortaleza era efímera.

5

Cuando mi madre se puso enferma, le prometí que nos quedaríamos con la casa solariega de Pola de Luna. He querido volver al pueblo donde pasé los veranos de mi infancia para pedirle perdón por la imposibilidad de cumplir mi promesa. La enorme casona de piedra fue la única herencia que pudimos rescatar de la familia de mi padre, pero la volvimos a perder años después. Estaba situada en las afueras del pueblo, en la ladera de la montaña, y se entraba por un camino de tierra enmarcado, según creo recordar, por álamos centenarios. Eran tan altos que vistos desde abajo daba vértigo mirarlos.

Antes de seguir añorando el lugar de mis sueños, debo confesar que me asaltó otra vez el terror a la soledad, a la vergüenza de sentirme observada por gente a la que probablemente le doy pena. Como el primer día que fui sola al cine y se me vino el mundo encima. Con la desventaja de que algún habitante de Pola me preguntaría por mi familia y tendría que dar la respuesta que menos soporto, que no me queda nadie, que me han condenado a esta maldita soledad.

Por eso me arriesgué a pedir a Rodrigo que me acompañara, a pesar de que nuestra presencia en el pueblo no pasaría inadvertida, lo cual era una imprudencia, porque si llegaba a oídos de mi tía Olvido, se pondría furiosa y renegaría de su sobrina para toda la vida. Sin embargo, no tuve más remedio que correr ese riesgo, porque sola no hubiera sido capaz de hacerlo. Rodrigo, generosamente, me respondió que no se le ocurría nada más apetecible que hacer conmigo el viaje. Emprendimos la marcha muy temprano, con el viento helado, a pesar de que el sol empezaba a asomar entre las montañas.

No recuerdo desde cuándo no regreso al edén, pero jamás se borrarán de mi memoria las sensaciones físicas de aquellos tiempos. Colores, aromas y sabores. El verde de las llanuras, el dorado del maíz maduro, las espigas movidas por el viento, cómo iba cambiando el paisaje a medida que transcurrían los meses del año. Nunca he inhalado un perfume más evocador que el olor a estiércol y a ternero de los establos, y el aroma de las natillas con canela, calientes todavía, recién salidas de la lumbre, ni manjar más dulce que las moras de los arbustos de la vera y los arándanos, las frambuesas y las ciruelas que robábamos en la huerta de la loca de Pola, de cuyo nombre no me acuerdo. Lástima que se pierdan en la memoria estos detalles. Tampoco olvido los gritos de los guajes y el ruido de los carros de bueyes sobre el empedrado de las calles, porque eran los únicos sonidos que rompían el silencio de las mañanas. Algunas noches tenía miedo del aullido de los lobos y de las formas que adquirían los troncos chamuscados entre las llamas de la chimenea. En torno a ella había cuatro sillones de mimbre donde nos sentábamos los primos cuando no estaban los padres, y frente al fuego contábamos historias terroríficas, a veces tan ciertas como las de los muertos. Todo giraba en torno a las apariciones nocturnas de las almas que abandonan las tumbas del cementerio y vagan en pena por el pueblo, reprochando los malos tratos de sus antiguos vecinos. Hay muchos casos de personas a las que entierran vivas y sacan desesperadas la mano del féretro. Las noches de plenilunio se escuchan sus gritos desgarradores.