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El cura, don Marcelo, era el que se llevaba la peor parte del cuento. Se le aparecían los fantasmas más que a nadie y le pegaban unos sustos de muerte, porque el deseo unánime de la gente era que desapareciese de una vez. Se había ganado a pulso el desprecio silencioso del pueblo. Era un cura vociferante que, cuando íbamos a las bodas y a los bautizos, porque a misa en ese pueblo no iba casi nadie, nos amenazaba con las llamas del infierno.

Su muerte fue horrible y aún me sigue dando que pensar. El aborrecible cura era un maltratador de animales y para proteger sus aposentos tenía un enorme mastín famélico, pero muy fiero. Cada vez que ladraba le pegaba latigazos con una soga y al pobre animal se le quedaban las heridas abiertas y llenas de moscas. No nos atrevíamos a acercarnos ni siquiera para echarle un poco de comida. Nadie sabe cómo logró romper las cadenas de hierro la noche que ocurrió el accidente. Cuentan que el mastín se fue derecho a la habitación del cura, abrió la puerta y se lanzó sobre su yugular. Tampoco se logró averiguar por qué el cura estaba en posesión de un arma. Al parecer, dormía con una pistola debajo de la almohada porque tenía algunas cuentas pendientes. El caso es que logró sobrevivir tras dispararle al perro todas las balas de la pistola. Fue tal el estruendo que se despertó todo el pueblo, desde el alcalde hasta el último habitante. Cuando llegaron armados con palos y azadas hasta la iglesia, llamaron al cura y, como no respondía, fueron hasta su alcoba y allí se encontraron con el cuerpo del cura ensangrentado, las paredes salpicadas de vísceras y los restos del perro desparramados a los pies de la cama. Le taponaron la herida y salvó la vida en ese momento, pero quedó sentenciado, porque el perro le contagió la rabia y un par de meses después, bien entrado el otoño, nos contaron que murió de muy mala manera. Se rumoreaba entre los vecinos que algún enemigo del cura tuvo que soltar al perro las cadenas, porque a ese pobre animal no le quedaban fuerzas ni para ladrar. Sin embargo, no fue eso lo que me dio que pensar, sino el acto de justicia o de venganza del animal. Creer que al final todo se paga en esta vida es una vulgaridad de pensamiento y, para colmo, no es cierto.

No recuerdo muerte más violenta que la de aquel cura, aunque hubo otras: la de los mellizos que tenían mi edad y se abrasaron en el incendio de su casa. Todos los amigos fueron a verlos, menos yo. Ir a ver cadáveres era una de las diversiones del verano. Yo nunca metía la cabeza en los féretros como el resto de los niños del pueblo, porque me daba tanto miedo que si veía un muerto, no podía evitar las pesadillas y me quedaba en vela toda la noche. Una vez se me fue la vista y miré a una muerta que estaba en un catafalco, tenía un pañuelo negro alrededor de la cara y un enorme rosario entre las manos. Fue una visión demasiado fugaz como para presumir de haber visto un muerto, pero me perturbó durante un tiempo.

El primer cadáver que vi realmente fue el de un primo de mi padre, que murió en una clínica de la capital y, como querían enterrarlo en su pueblo, le sacaron en ambulancia haciéndole pasar por vivo, supongo que para ahorrarse el dinero del traslado o los trámites burocráticos. Quién sabe por qué lo hicieron. Yo sólo tenía trece años e iba al lado del conductor, que el canalla fue soplándome procacidades a la oreja durante todo el viaje. Le dije: «Cuando se lo cuente a mi padre, te la vas a cargar», pero le importaba un rábano. Hasta intentó meterme mano, pero no dije ni una palabra, porque bastantes problemas teníamos con hacer pasar al muerto por un vivo. En contra de la voluntad de mi madre, me empeñé en acompañar a mi padre en ese trance. Él iba en la parte trasera con el cadáver y la viuda. Mi madre y mi hermano no querían prestarse al fraude ni asistir al entierro. Yo, sin embargo, estaba orgullosa de mi actitud, de solidarizarme con mi padre y de mirar por primera vez a un muerto a la cara sin hacer aspavientos. Me enfadé después, cuando llegamos a la casa familiar, donde quedó instalado el velatorio y todo el pueblo desfiló ante el cadáver expuesto. Me puse furiosa porque no me dejaron permanecer junto a mi padre; él estaba con los hombres, y yo, como era una niña, se supone que tenía que encerrarme en la habitación del muerto con unas plañideras que pegaban enormes alaridos mientras rezaban el rosario. Negarme a participar en esa ceremonia ancestral fue mi primer acto público de rebeldía, creo que a partir de entonces entré de lleno en la adolescencia. Le debí de coger gusto a la subversión porque a raíz de aquella violenta negativa me convertí en una hija indómita, para desgracia de mis adorados padres. Creo recordar que entré en razón cumplidos los veintidós años y no me he sosegado realmente hasta pasados los cuarenta.

– ¿Te gustan las tortillas de Remellan? -me preguntó de repente Rodrigo.

– ¿De dónde? -respondí sin salir de mi ensimismamiento.

– ¡No me digas que no has probado las mejores tortillas de patata del mundo!

– Ah… Las tortillas… Sí, me encantan.

– Pues, vamos a ello. Tendremos que hacer un pequeño desvío, pero merece la pena.

Era una suerte haber encontrado una compañía tan complaciente.

– No te quiero mentir -añadió Rodrigo en un alarde de sinceridad un tanto pueril-. Lo que quiero es pasar por Boñar y comprar unos nicanores. Son mi «magdalena de Proust».

– Me motiva más la tortilla -comenté.

– Es menos delicado.

– A mí no me lo parece -le respondí.

– Bueno, admite que el hojaldre es más proustiano que las patatas -insistió Rodrigo.

– No te creas. Para mí, una buena tortilla es tan evocadora como los saltamontes, las lagartijas y las ranas que perseguíamos cuando éramos pequeños.

– Ahora que lo dices, cuando era niño a mí también me fascinaban los saltamontes -dijo para seguirme la corriente-. Comparto tu placer por la tortilla, pero me recuerda más al perro de Pavlov que a la magdalena de Proust.

– Mira, no…, por ahí no paso -le respondí.

– Es que es lo mismo -afirmó de manera tajante-. En realidad, sólo son dos reflejos condicionados.

– Es posible -insistí-, pero hay una gran diferencia: uno te despierta los sueños y el otro las ganas de comer.

Esta última frase me salió tan rotunda que sirvió para zanjar la absurda discusión.

– ¿Nos desviamos o no? -me consultó amablemente antes de tomar una decisión.

– Está bien, pasamos por Boñar, compramos los nicanores y nos los comemos de postre, después de la tortilla de Remellan y, en Pola, para rematar la ruta gastronómica, nos tomamos, si nos cabe, un poco de cecina y morcilla con vino de la tierra. ¿Cómo lo ves? -le pregunté muy ufana.