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– ¡Fantástico…! Eres maravillosa.

La frase me sonó en los oídos como un disparo. Me situó de golpe en el espacio que me corresponde en este mundo tan alejado de las ensoñaciones y del tiempo perdido entre la tortilla y la magdalena. ¿Por qué cometió el error de decirme con tanta dulzura que era maravillosa? Me hubiera gustado escuchar ese cumplido sólo de una persona, y no era Rodrigo precisamente. Sentí que estaba traicionando a Lucas. El viaje era un tremendo error. No bajé la guardia hasta que entramos en Boñar, y entonces, en unos instantes, logré apartar de mis pensamientos la desolación cuando el paisaje me devolvió el sabor a felicidad de la infancia.

Tanto Boñar como Pola de Luna siempre han sido para mí recuerdos perdurables, como las hojas del magnolio, los dulces de mi madre, las castañas asadas en la lumbre, las abarcas de madera que nos calzábamos en las tardes de lluvia, las empinadas camas de caoba con las sábanas frías, las fiestas de gigantes y cabezudos en la ermita de San Roque, los cangrejos del Porma y las truchas del Esla que iba a pescar con mi padre y mi tío Macario, las pipas de calabaza, el cine de verano, los cromos de Ben Hur, los tebeos encuadernados del Capitán Trueno, los bailes de disfraces, las excursiones a la montaña con mi bicicleta y el perro de caza del padre de Emma, la fuente de los romanos donde bebíamos junto a las vacas, el juego del escondite entre los carros de la era…

– ¿Te acuerdas del árbol que había en medio de la plaza? -me preguntó Rodrigo saboreando su evocador pastel de hojaldre.

– Claro que me acuerdo, tengo una foto delante de ese árbol.

– Pues hace años que murió. Bueno, en realidad, lo mataron. El caso es que le llegó su hora y sólo dejaron un esqueleto como símbolo del pueblo. Estaba convencido de que era eterno y siempre permanecería en el mismo sitio, en medio de la plaza, junto a la iglesia y el reloj de la torre con el Maragato.

Me quedé absorta contemplando la insólita escultura que formaba el retorcido tronco del árbol muerto.

– ¿Tú crees que Proust y Pavlov se conocieron? Se me ocurre que incluso podían estar al corriente de sus respectivas ideas. -Volvió a la carga, con la intención de prolongar la teoría de que la nostalgia no era más que un reflejo condicionado.

– No tengo ni idea -le respondí con voz cansada.

– Creo que eran contemporáneos, sólo que Pavlov fue muy longevo y Proust se murió sin llegar a viejo.

– Si lo sabes, ¿por qué me lo preguntas? -le recriminé.

– Para evitar que te duermas.

– ¿Iba dormida?

– Te faltaba poco.

– ¿Te molesta que me duerma?

– No, en absoluto, pero me da pena que te pierdas el paisaje. Hace un día tan luminoso…

– No dormía, estaba pensando en cuántos años vivió el gigantesco árbol de la plaza.

– Años no, siglos. Ya existía en el siglo XVI. Así que vivió cuatro siglos como poco.

– ¿Por qué dices que lo mataron?

– Le atacó la grafiosis y no lo pudieron curar. ¿Y tú por qué vuelves otra vez al tema del árbol?

– Porque la foto que tengo delante de él me recuerda demasiadas cosas. Mi hermano y mi padre iban a Boñar a jugar a los bolos.

– ¿De qué más te acuerdas? -me preguntó interesado.

Ahora me dirá que las cosas no eran como yo las recuerdo, que la fuente no tenía nada que ver con los romanos, que eso era el puente; que no había magnolios, sino álamos, robles y chopos; que confundo unos pueblos con otros. Pero es cierto que conservo esa foto en el gran árbol. No sé cuántos años tendría. Era muy niña, llevaba un traje de baño con tirantes y un enorme lazo blanco en el pelo.

6La suculenta tortilla de patata me hizo olvidar, una vez más, el objetivo de mi viaje. No obstante, ni los cangrejos del Porma ni las truchas del Esla ni el perro de caza de Emma forman parte de la memoria que vine a recobrar. La dulzura de Rodrigo me condujo instintivamente a los recuerdos liberadores. Caí en la trampa que yo misma me tendí. Me propuse salir lo antes posible. «¿Qué haces aquí? ¿Por qué has venido con este hombre? ¿Qué pretendes recuperar si arrasaron con todo? Olvídate de las casas, las tierras, la herencia a la que tu padre renunció hace cuarenta años; nadie te lo va a devolver. A estas alturas de tu vida, ni siquiera te importa», me repetía a mí misma.

Cuando sufría ataques de melancolía recordando a Natalie Wood y a Warren Beatty en Esplendor en la hierba, Lucas me recitaba el maravilloso poema de William Wordsworth:

Aunque mis ojos

ya no puedan ver ese puro destello

que me deslumbraba.

Aunque ya nada pueda devolver la hora

del esplendor en la hierba,

de la gloria en las flores,

no hay que afligirse.

Porque la belleza

siempre subsiste en el recuerdo.

– Mira, Paula. Esta placa la pusimos hace un par de años.

Rodrigo tenía la habilidad de frenar en seco mis añoranzas. Me sacudía siempre que estaba al borde de un abismo emocional. Una vez más, logró rescatarme de la tercera dimensión y me puso delante de elementos tangibles: el hojaldre, el vino, el empedrado de la plaza, el árbol muerto, la iglesia del siglo XVII, el reloj de la torre y el pequeño monumento construido a unos pasos del pilón. Todos los objetos se podían señalar con el dedo. Ninguna abstracción, nada que fuera impalpable. Era una de las cosas que me sorprendían de Rodrigo, que había encontrado su sitio exacto en la naturaleza y, a pesar de su tortuosa existencia, parecía estar en paz con el universo. En su vida cotidiana quedaban desterrados los sentimientos de culpa del pasado y las incertidumbres del futuro. Sus trabajos en el Foro por la Memoria de León eran sólo pura actividad presente, sin ánimo de venganza, rencor o remordimiento.

– Se la dedicamos a los quince republicanos que fueron asesinados en 1937 en la tapia del cementerio.

– ¿Qué es esto de la Agrupación Pozo Grajero? -pregunté mientras leía la placa.

– Un colectivo que se ha creado para recuperar la memoria de los republicanos que fueron arrojados al pozo Grajero. Fuimos al cementerio y pusimos la lápida con el nombre de los asesinados en los pueblos cercanos y un poema de Celaya:

Viajero que en mi tumba

por azar te has detenido,

anota mi nombre y mi apellido,

anota mi ciudad;

di a mis amigos

que aquí estoy enterrado,

pues me extraña

que si lo saben,

ninguno haya venido.

– ¿De Celaya?

– Sí, de Celaya. Veo que no te interesa demasiado.

– No está mal… -le respondí-. ¿Sabes una cosa, Rodrigo?

– Dime.

– Me gustaría volver.

– ¿No quieres ir a Pola?

– Mejor lo dejamos para otro día.

– Como quieras. ¿He dicho algo que te haya molestado?

– No, por favor, no eres tú… Es que estoy cansada y no quiero acostarme muy tarde. Mañana nos queda lo peor.

Me sugirió que me hiciera una foto en el esqueleto del árbol para guardarla junto a la de mi niñez. Le agradecí la idea y, tras unas cuantas tomas, nos dirigimos sin más dilación al coche para emprender el regreso.

Al abrir el maletero para dejar la cazadora, sacó un paquete y me lo entregó ceremoniosamente.

– Por cierto, se me olvidaba darte un regalo.

– ¿Qué es?