El dedal de mi madre lleva veinte años en el costurero removiendo mis entrañas cada vez que lo veo. Aún conservo alguno de sus trajes y sus frascos de perfume vacíos, como si fueran monumentos funerarios de los cuales no me atrevo a prescindir. En varias ocasiones he querido romper el disco de Kiri Te Kanawa que nos regaló Rita cuando celebramos todos juntos, por última vez, nuestra fiesta de aniversario. Ya no lo escucho, sigue muerto en la misma estantería.
Me apena escribir con los lapiceros que tan primorosamente afilaste y con los rotuladores que no me dejabas utilizar porque decías que los apretaba sobre el papel con demasiada fuerza. El uniball eye fine de Mitsubishi, de color morado, con el que más te gustaba escribir, ya está seco. Parece mentira que después de tantas pérdidas esta insignificancia me resulte dolorosa. Pero cada vez que doy por finalizado «algo más», monto un drama solitario. Quedan unos cuantos marcadores azules, rojos y verdes sobre tu mesa de trabajo y ni siquiera me atrevo a moverlos un milímetro más allá de donde tú los dejaste.
Por no hablar de los espejos en los que tantas veces he creído volver a verte. Estás siempre al otro lado, allí donde me es imposible llegar.
Es injusto que esos objetos, tan perecederos en apariencia, sobrevivan a las personas que quiero. En el fondo, me alegro cuando se acaban o se rompen sin que intervenga mi voluntad, porque me duele que tengan más vida de la que merecen. ¡Qué sentido tan cabal de la existencia tenían los egipcios cuando enterraban en las pirámides a sus muertos junto con sus objetos personales! Aunque si te digo la verdad, comprendo mejor a los hindúes y sus piras funerarias. A veces estoy tentada a quemarlo todo. Sin embargo, dudo que sirviera para purificar mis negros pensamientos.
Me amarga esta indigna sensación de libertad no deseada. No puedo dar explicaciones de mis actos, porque nadie me las pide y a nadie le interesa lo que hago. Repito los hábitos que tenía cuando estabas conmigo, porque los pequeños gestos cotidianos me dan un poco de calma. Rompo de vez en cuando alguna rutina. Ahora desbarato los periódicos y rasgo las hojas con rabia porque ya no los comparto contigo. Esa acción de romperlos con libertad, sin pensar en el que venga después, lejos de complacerme, me disgusta, porque pone en evidencia mi soledad.
Me entristece que no participes de mis quejas, de mis lecturas, de mis escrituras y de los comentarios que escucho a los vecinos. Estoy acostumbrada a tenerte como testigo constante de mi vida. Siempre estuviste pendiente de mis actos. Todo lo hacía, lo bueno y lo malo, con la certidumbre de que me estarías observando. Me acostumbré a actuar en función de ti. Cada acto de mi vida se justificaba por el efecto que te provocaba. Si me decías que algo estaba bien, estaba bien y no había que darle más vueltas. Si considerabas que estaba mal, lo mismo, estaba mal. Eras mi único referente moral.
Hasta las acciones más insignificantes tenían su reacción inmediata, casi siempre positiva.
Me acuerdo de cuando limpiaba los ojos a Ruska y, al instante, la perra se plantaba delante de ti para obtener tu aprobación. Quería escuchar: «Ruska, ¡qué guapa estás! ¡Qué limpia te ha dejado Paula!». En cierto modo, me acostumbré a actuar sólo para tu mirada, y ahora he perdido mis referencias. Casi todo te parecía bien y, si no, me lo hacías notar sutilmente, con tal sensibilidad que no me ofendías jamás. No he conocido a nadie con tantos miramientos. Ahora hago las cosas sin saber si están bien o mal. En realidad, hago poco que merezca ser elogiado o reprobado.
Imagino atrocidades y tengo deseos crueles porque sé que no saldrán de mi pensamiento. Antes intentaba evitarlos porque temía que hurgaras en mi cerebro y los descubrieras. Más aún, estaba convencida de que mis ideas escapaban de mi cabeza, flotaban en el aire y te llegaban con absoluta precisión, tal y como las había razonado. Por eso te conté todos mis asuntos inconfesables, porque sabía que acabarías por descubrirlos y nunca podría engañarte, Hasta que te fuiste, no era consciente de que te miraba como a un dios. Estoy asustada. Deberías ayudarme a superar mis temores.
Te necesito todavía más cuando se hace de noche. Tengo miedo. Me sobrecogen los espacios abiertos. No sabría describir el ataque de pánico que me entró la última vez que crucé la calle un poco más allá del semáforo. Me encontré sola en medio de la calzada: veía a los peatones a través de un cristal, me faltaba el aire, me sudaban las manos, me quedé sin saliva, sentía escalofríos, me creía incapaz de llegar al otro lado y estuve a punto de perder el conocimiento, desplomarme y que me atropellaran los coches que cruzaban en ambas direcciones.
Cuando se lo conté a Francesca, me dijo que eran síntomas inequívocos de agorafobia y que, al ser tan incipientes, la única manera de combatirlos era enfrentándome lo antes posible a estas situaciones de pánico. «Cuanto más te expongas al miedo, antes lo superarás, de modo que sal de casa, cruza la calle, ve a comprar sola a unos grandes almacenes, cuanto más grandes mejor, viaja en metro y prueba a ir sola al cine. En cuestión de un par de semanas lo habrás vencido».
3
Nunca había ido sola al cine. Nos gustaban las mismas películas o, para ser más precisa, me gustaban sólo las que tú decías que eran buenas. Si iba con otras personas, lo primero que pensaba era: ¿qué dirá Lucas? Y me contestaba inconscientemente lo mismo que hubieras respondido tú. Muchas veces salíamos arrebatados de la sala oscura, sin poder hablar, convencidos de que era innecesario comentar que nos habíamos fijado en las mismas cosas. Nos sucedió con la estremecedora agonía de John Malkovich y la amorosa dedicación en ese trance de Debra Winger en El cielo protector, cuya banda sonora, de Ryuichi Sakamoto, se convirtió durante varios años en la música de fondo de nuestros viajes a la casa de la playa. También nos dejaron esa impresión melancólica, taciturna y sublime ciertas escenas de Dublineses, Fat City, El pianista y, más recientemente, Las horas.
Ahora entiendo mejor los motivos. Son historias de perdedores y, de algún modo, nos reconocimos en el desasosiego de esos personajes decepcionados y llenos de fatal sabiduría. Uno de ellos, que en este momento no identifico, decía que la muerte siempre está en el camino, pero el hecho de que no sepamos cuándo llega parece suprimir la finitud de la vida.
Recuerdo especialmente algunas secuencias de Las horas. Me secaste las lágrimas con tu pañuelo al final de la proyección, antes de que se encendieran las luces. ¿Dónde estará, por cierto, ese pañuelo? Cuando Virginia, la señora Woolf, escribe la carta de despedida a su marido, lo hace con las mismas palabras que tengo escritas en la pared, delante de mis ojos. Es una frase subrayada por ti: «El gesto más radical del amor es la capacidad de perdonar. Cuando no hay conflictos, es imposible saber cuánto está dispuesta a entregarse una pareja. Nosotros hemos tenido multitud de conflictos, todos felizmente superados, menos el último. Por eso, nada me impide repetir la trivialidad de que las grandes historias, como la nuestra, siempre acaban mal». Y a continuación Richard le pregunta a Clarissa: «¿Te enfadarías si muriera?». Eso es lo que me preguntaste a mí pocos días antes de desaparecer. ¡Cuántas veces me dijiste: «Tengo miedo a decirte que me encuentro mal por si te enfadas. En realidad, sigo vivo sólo para satisfacerte»! ¡Claro que hacía bien en enfadarme! Eso es lo que hacemos todos: estar vivos por los demás. Alguien tiene que morir para que los que nos quedamos aprendamos a valorar la vida.