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– Ábrelo.

Era un libro: Vida y muerte de la República española, de Henry Buckley. Se me saltaron las lágrimas. Giré la cara para que no me viera llorar. Apenas pude darle las gracias.

– Es una pequeña joya historiográfica que aparece en las citas de todos los hispanistas británicos. Veo que esta vez he acertado -me dijo, sorprendido por mi emoción.

Me lo quitó de las manos para darme una serie de explicaciones innecesarias.

– Se acaba de reeditar -continuó-. En realidad, lo explica mejor Preston en el prólogo. Buckley era un corresponsal británico que aprendió en las trincheras. Vino a España poco antes de la guerra y fue un periodista de una honestidad inusual en tiempos de violencia, lo cual no le impidió contar la indignación que sintió contra la sublevación de Franco en el 36 y la indiferencia del Gobierno británico, el suyo, ante el sufrimiento del pueblo español. Tanto le dolió aquella injusticia que pensó en alistarse en las Brigadas Internacionales. Era amigo de todos sus colegas: Matthews, Allen, Hemingway… A este último le pone en el lugar que le corresponde, y mira que es difícil situar a un mito en su sitio. Dice Hugh Thomas que se inspiró en él para escribir su obra más famosa sobre la Guerra Civil española. A Buckley le nombraron director de la Agencia Reuters y se quedó para siempre a vivir en España, porque se enamoró de una catalana. Creo que murió en Sitges. Léelo, es un libro magnífico. Escribe muy bien y da una visión sorprendente de algunos personajes históricos. Ojalá todos los periodistas fueran tan poco sectarios como él…

– Conozco bien a Buckley -le interrumpí-. Soy amiga de uno de sus hijos.

Tampoco esta coincidencia me pareció fortuita. Los Buckley eran íntimos amigos de Lucas. Este hombre se estaba empezando a convertir en un elemento perturbador.

– ¿Por qué no me has dicho que lo conocías?

– Te lo estoy diciendo ahora.

– ¿Por qué me has dejado darte tantas explicaciones?

– No lo sé, pero me gusta cómo has hablado de él.

– ¡Vámonos!

Era su primer enfado. Subió al coche y dejó el libro en el asiento trasero.

– No tengo ningún ejemplar de este libro, de verdad, te agradezco mucho el regalo -dije, estirando el brazo hacia atrás para recuperarlo.

Durante un largo trecho enmudeció. El silencio era tan violento que me impedía disfrutar del paisaje.

– ¿Puedo poner música? -pregunté, esperando una respuesta seca.

– Sí, nos vendrá bien… ¿Te importa poner esto? -me dijo, mostrándome una carátula de Madeleine Peyroux.

– ¡Me encanta! ¿La conoces?

– Sí, la vi en el festival de jazz de Vitoria.

– ¡Cómo es posible! -exclamé asombrada-. ¡Yo también la vi allí!

– Hemos coincidido en algún lugar del pasado, como coincidimos en este momento -musitó-, y quizá estemos destinados a coincidir en el futuro.

Me inquietaban tantas coincidencias. En alguna parte del cerebro almacenamos conocimientos propios o experiencias vitales ajenas que permanecen en letargo para dejar hueco a lo inmediato. Esos saberes ocultos salen a flote cuando menos te lo esperas. Los compromisos emocionales que establecemos con otras personas se transforman en energía acumulada dentro del cerebro. Por eso hay instantes en los que un sueño, una frase, una imagen, en definitiva, el sabor de la magdalena, nos produce una emoción indefinible o, como en esta ocasión, dolorosa y punzante. Es como el chispazo de una bombilla que se funde y lo ilumina todo, pero la luz se desvanece cuando intentamos retenerla.

Una vez más, quise huir de Rodrigo. Entonamos las canciones de Madeleine Peyroux para sentirnos acompañados el resto del camino. Aún nos quedaba un asunto pendiente: Rodrigo había prometido llevarme al hospital donde estaba el verdugo de mi abuelo.

7

Fue difícil convencer a Rodrigo de que no se bajara del coche y me dejase, sin más, en la puerta del hotel.

Quería librarme de él lo antes posible. Había sido un viaje demasiado intenso, lleno de insinuantes señales corporales y extrañas coincidencias. Sentía sus ojos permanentemente clavados en mi cara, invadiendo mi territorio, interfiriendo mi espacio físico. Exhausta de la tensión que había mantenido durante todo el trayecto, tenía la nuca y los hombros completamente rígidos. Había interrumpido sus planes. Es cierto que por mi culpa el itinerario quedó incompleto, pero necesitaba perderle de vista para pensar a solas.

Los alrededores de San Marcos estaban llenos de policías, guardaespaldas y coches oficiales que se detenían ante la puerta para depositar a los ilustres huéspedes. La inesperada aglomeración iba a facilitar mi deseo. Dejaron pasar el coche de Rodrigo cuando dijo que estábamos alojados en el hotel, pero le impidieron que se detuviera más de treinta segundos, así que aproveche la ocasión para bajarme rápidamente y despedirme con prisas.

– Mañana hablamos, Rodrigo. Gracias por todo.

Entré en el hotel sin volver la cabeza. Al fin, libre, me dirigí a recepción con más esperanza que en otras ocasiones.

– ¿Han dejado algún sobre a mi nombre? -pregunté con ansiedad.

– No, señora, no tiene nada -me respondieron con la monotonía de siempre.

– ¿Por qué hay tanta seguridad? -pregunté.

– Han venido varios ministros del Gobierno.

– ¿Me puede conseguir los periódicos de hoy?

– Sí, señora.

En la portada del Diario de León aparecía el siguiente titular: «La ARMH exigirá que se reconozca la cárcel franquista de San Marcos. Las reivindicaciones incluyen un verdadero compromiso con los represaliados». Periódico en mano, subí corriendo hacia mi habitación, consciente del peligro que me acechaba. Rodrigo podía aparecer en cualquier momento, es más, probablemente asistiría a alguna de esas reuniones. Formaba parte de la Comisión de la Memoria Histórica y si no había participado en el encuentro, había sido sólo por acompañarme en el viaje. Su generosidad hacía que me sintiera peor todavía, pero no quería verle. Cuando por fin acerté a abrir la puerta de la habitación, descargué sobre la cama todo lo que llevaba encima y me lancé hacia el teléfono.

– Anulen todas las llamadas, por favor. Que nadie me moleste.

Enseguida me di cuenta del error. ¿Y si me llamaba Lucas? ¿Y si precisamente elegía ese momento para ponerse en contacto conmigo? No, no podía tener tan mala suerte. Debía arriesgarme, porque no podía soportar escuchar a Rodrigo diciendo que no le había dado tiempo a despedirse y que estaba en el bar tomando una copa, que si quería acompañarle un rato, que tenía una reunión allí mismo con alguien de la comisión, que… La copa me la tomaría yo sola, antes del baño de agua caliente, con el Orfidal, el sonido de fondo de la televisión y la lectura del periódico, que venía cargado de información de la ARMH, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica: exhumación de los cadáveres de los fusilados, la comisión encargada de repararlos agravios cometidos con los republicanos que fueron encarcelados, fusilados y represaliados por la dictadura…

Todo me concernía. Era cierto lo que me había contado Rodrigo. Estaban preparando una relación de víctimas para elaborar un informe sobre la situación actual de los supervivientes de la represión para rehabilitar moral y jurídicamente a los afectados. Iban a reunirse al día siguiente con organizaciones de familiares de desaparecidos, ex presos políticos y guerrilleros, para conocer las ayudas recibidas hasta el momento, inexistentes en la mayoría de los casos, y presentar al Gobierno actual sus reclamaciones. Me enteré de que éramos cerca de veinte mil los descendientes de leoneses que fueron sometidos a juicios sumarísimos y que pretendían escuchar a todos con el fin de que participaran en los trabajos. Se intentaban anular, a estas alturas, los procesos abiertos por los tribunales militares y los que surgieron posteriormente al aplicar la Ley de Responsabilidades Políticas contra los detractores del régimen de Franco. Ahí estaba el nombre de mi abuelo, juzgado por agente izquierdista y mala conducta por negar su adhesión al Movimiento Nacional, en el expediente del Delegado para la Depuración, del Jefe de Servicio de Acopios y de todos aquellos malditos directivos de la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España. Otra aberración jurídica.