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En el cementerio de León aparecen registradas 1.409 víctimas por aplicación de juicios sumarísimos o de asesinatos aún más irregulares, es decir, los llamados paseos, la mayoría procedentes de San Marcos, el lugar donde me encuentro en estos momentos y que me acelera los latidos del corazón. Si continúo leyendo el periódico, tendré que tomarme otro whisky. La asociación reclama que la cárcel de San Marcos y el resto de los campos de concentración -está bien que los llamen por su nombre- y espacios públicos construidos por presos republicanos se recuerden con placas o monumentos.

Han tenido que transcurrir setenta años para recuperar estos fragmentos de memoria. Me queda poco que añadir, excepto que la guerra, como bien dicen, la ganaron los que no tuvieron piedad. Los que carecemos de deseos de venganza tenemos más necesidad de justicia y, sin embargo, sería incapaz de cambiar una sola piedra de cualquier lugar si ese acto simbólico encendiera aún más los ánimos de los necios sectarios o de los desaprensivos que quieren hurgar en la herida. Las ánimas de nuestros abuelos, fusilados o desaparecidos, no nos perdonarían la imprudencia de echar más leña al fuego por una placa de más o una lápida de menos. Es mentira que las palabras se las lleve el viento. La razón es como la bondad: sólo existe cuando alguien la ejerce.

¡Pobre Rodrigo! No debería responsabilizarle de mi confusión. Espero que me acompañe en el último tramo del camino. Mañana, si me despierto, le pediré disculpas una vez más.

8

En la habitación número 117 de la clínica me encontré a un pobre anciano en fase terminal al que le salían tubos de diversas partes del cuerpo.

– ¡Valeriano! -le grité.

Tenía los ojos cerrados y no se inmutó cuando pronuncié su nombre.

– ¡Vámonos! -me ordenó Rodrigo, que, generosamente, no había querido dejarme sola con el exorcismo.

– Espera. Quiero que abra los ojos.

– ¿No te das cuenta de que está agonizando? -insistió Rodrigo, tirándome del brazo para alejarme de allí.

– Tengo que decirle algo.

– No seas terca, Paula, se está muriendo.

– Quiero preguntarle por qué lo hizo, qué le impulsó a llevar al paredón a un hombre inocente como mi abuelo. Quiero saber si ha sentido remordimientos durante su larga y maldita vida.

– Ten un poco de piedad -me pidió Rodrigo-. A estas alturas no te va a dar motivos que justifiquen tu rencor.

– ¡Claro que siento piedad por este despreciable sujeto! Sólo me gustaría que se arrepintiera del daño que ha hecho a tantas familias como la mía. No le guardo rencor, Rodrigo, te aseguro que no le odio, pero tengo derecho a saber.

– Razona -dijo con energía-. ¡Vámonos!

Nunca he soportado la longevidad de esos nonagenarios egoístas que se aterran como garrapatas a este mundo sin que nadie se lo pida, mientras otros, los mejores o los más necesarios, mueren prematuramente. Estos viejos desalmados viven sin necesidad cuando ya nadie les echa en falta en este mundo, cuando es preciso que dejen un hueco a quienes se lo merecen más. Pero ahí siguen, delatores, asesinos, verdugos, tiranos y dictadores ególatras, como si la enfermedad no fuera con ellos. La vida no está hecha para entenderla, me recordaba siempre Lucas, sino para asumirla. Quién sabe si, a veces, es mejor irse a tiempo de este mundo.

Cuando vi a aquel pobre residuo humano postrado en la cama del hospital, con la cabeza llena de cables, me vino a la mente la patética imagen de Franco. Poco después de firmar sus últimas sentencias de muerte -recuerdo bien los rostros de los fusilados en Hoyo de Manzanares- murió de una manera más cruel y deshonrosa que sus víctimas, rodeado de la indiferencia de su propia familia, uno de cuyos miembros cometió la infamia de fotografiar su atormentada agonía y vender el material en exclusiva a una revista por una mediocre cantidad de dinero.

Para las víctimas colaterales de su dictadura, aunque seamos víctimas de tercera generación como es mi caso, es un sortilegio reparador repasar el oprobio de ciertos episodios. ¡Cuántas vilezas cometieron para trepar a la cima de la montaña de estiércol en la que se convirtió su paso por la historia! Las personas de su catadura moral no tuvieron ocasión de transmitir un fugaz resplandor en cualquier instante de esa vida rodeada de una corte de personajes sórdidos, amedrentados, pusilánimes, trepas y traidores.

Es difícil ser ecuánime cuando me viene a la memoria la amargura de mi madre cada vez que algo le recordaba su padecimiento; un himno de guerra, la cruz de hierro, la voz aflautada de aquel hombre bajito, repleto de medallas, a quien consideraba culpable de su desdicha. No se puede mirar a un tirano con la distancia de un entomólogo. Sin embargo, celebro que los prejuicios y la parcialidad no me hayan dejado el poso amargo del resentimiento más allá de estos breves instantes de dolor.

Dictar sentencias de muerte sin que a uno le tiemble el pulso, con la impasibilidad que relatan algunos testigos, es un acto más inhumano que un crimen. ¡Qué tristeza de vida! Así como un buen final es probable que purifique parte de un pasado turbio, una vida que acaba pavorosamente es un completo fracaso.

Ese pobre hombre, el delator o el asesino de mi abuelo, tuvo una muerte horrenda cuyos detalles no quiero describir. No obstante, me dio lástima. Tampoco celebré con un brindis la muerte de Franco. Me estremeció ser testigo de la desaparición del hombre que causó tanto daño, hasta que, al cabo del tiempo, comprobé que con él no se extinguía la maldad de este mundo. Y entonces comprendí el mensaje de mi abuelo y de mi madre: la venganza sólo sirve para prolongar la injusticia. El mal ya está hecho, que nadie lo multiplique ni lo extienda.

Admito lo fácil que es confundir la falta de prejuicios con la falta de escrúpulos, la generosidad con la ligereza, la comprensión con la indiferencia, pero más penoso aún es tolerar la venganza. Es aterrador contemplar a un ser humano, por muy malvado que haya sido en la plenitud de su vida, cuando se encuentra completamente solo y aniquilado por la enfermedad. Un malhechor debe reparar el mal, pero si no tuvo un juicio justo, quizá lo tenga en otro lugar, si es que existe un lugar donde se haga justicia. ¿Qué sentido tiene torturar a un despojo humano? ¿Añadir más dolor a su agonía cuando ya no representa ningún riesgo para la humanidad? Los que creen en la venganza como escarmiento son los mismos que defienden la pena de muerte.

¿De qué sirve alimentar el odio? No merece la pena mostrarle la sentencia de muerte de Román Valseca que él mismo firmó.

«Mira, desgraciado -le diría-, mira lo que hiciste con mi abuelo… Mira lo que sufrió mi madre por tu culpa, mira mi propio sufrimiento. Eres un asesino. A pesar de que no dejaste vivir a los demás, muérete en paz con tu soledad y tus malos recuerdos».

De nada sirve multiplicar su dolor. Tengo los mismos pensamientos recurrentes que cuando se murió el cura del pueblo contagiado por la rabia del perro al que maltrató. Ni siquiera es cierto que los errores terminen por pagarse en esta vida.

Rodrigo interrumpió mis cavilaciones y me sacó de allí. Más tarde me contaron que la terrible agonía del viejo duró once días más. Murió en la más absoluta soledad y nadie se interesó por el cadáver. A nadie le deseo una partida tan cruel, ni siquiera al verdugo de mi abuelo.

– Necesito tomar algo, por favor, acompáñame -me suplicó Rodrigo en la puerta de la clínica.

Un poco de alcohol no me vendría mal, sobre todo si era capaz de diluir el pésimo efecto provocado por la tétrica imagen del viejo moribundo. A Rodrigo le había trastornado el alma y a mí me había desgarrado las entrañas. Nos metimos en el lugar más cercano, una de esas cafeterías provincianas donde los clientes fijan su mirada en todo aquel que atraviesa la puerta y especialmente si se trata, como en este caso, de una forastera. ¿Seguirán empleando esa expresión? Nos observaron escrupulosamente, de la cabeza a los pies, y noté en la nuca un gesto de reprobación. No tiene nada de particular, pues lo suelo notar siempre que entro a disgusto en un lugar tan desapacible como en el que nos encontrábamos. Cuando íbamos por la tercera caña y la tercera tapa de canapés rancios y revenidos, a Rodrigo le entró una locuacidad inusitada.