Выбрать главу

– Si quieres ver cómo se ríe Dios, cuéntale tus planes -sentenció de pronto-. ¡Quién me iba a decir a mí que reviviría contigo mis peores pesadillas! Nunca se sabe lo que a uno le va a caer en suerte o en desgracia. Llevamos una pequeña bomba de relojería dentro y, de repente, nos hace saltar por los aires.

No esperaba respuestas. Sólo pretendía seguir hablando de los motivos por los cuales ponía tanto empeño en reconstruir los hechos y la memoria antes de perderla definitivamente. No quería morir sin acabar su modesto objetivo en esta vida. No recuerdo cuál me dijo que era, pero tenía algo que ver con el mío. Más que encontrar a nuestros desaparecidos, nuestra misión era hacernos dignos de ellos. Y acto seguido se dedicó a maldecir aquella guerra bárbara y miserable, como todas las guerras, peor aún al convertirse en tan atroz enfrentamiento civil.

– Porque las cosas fueron tal y como se han contado en ambos bandos, no creas, Paula, que las víctimas eran sólo los tuyos o los nuestros o como quieras llamarlos. Yo también conozco a mucha gente resentida que delataba para resarcirse de pequeños agravios, por celos de una mujer, una deuda de juego o cualquier rencilla vecinal. Lo sé. Así se cargaron a un montón de inocentes de uno y otro bando. Poco hemos progresado si a estas alturas no tenemos un método más eficaz y, sobre todo, más justo, para acabar con los tiranos. Pronto hará setenta años que comenzó el espanto por el que aún estamos penando. ¿Crees que algún hijo de los iraquíes reventados en las calles de Bagdad perdonará a los verdugos de su padre? Es muy distinto que lo mate un enemigo desconocido que un vecino cercano. Nada hay más execrable que una guerra civil como la nuestra. Ya sé que no la vivimos, pero la llevo grabada en mi cerebro, por eso no soporto las películas sobre la posguerra y, menos aún, las que aciertan a recrear el ambiente mezquino alumbrado por las lámparas de carburo, el gasógeno, los tranvías abarrotados, la roña del estraperlo y los estraperlistas, la sarna, los piojos, las toses de los desarrapados, las medias de cristal con costura de las meretrices, los huéspedes, las pensiones, el brasero bajo la mesa camilla, los seriales de la radio, la copla, el olor a guiso rancio… Detesto esa colección de imágenes color ceniza. Cuanto más realista es una película, más me duele, aunque nosotros no tuviéramos cartilla de racionamiento ni hayamos probado jamás el pan negro. Estamos juntos, aquí, en este preciso momento, porque ninguno de los dos hemos querido olvidar. Necesitamos saber cuál es nuestro destino y el de aquellos que nos precedieron, y tenemos el deber de respetar la palabra dada a nuestros muertos.

Probablemente estaba hablando en un tono demasiado alto, porque la gente de las otras mesas no dejaba de mirarnos. No le conocía lo bastante como para saber si le daban con frecuencia estos arrebatos. Durante su vehemente monólogo me limité a hacer gestos de asentimiento con la cabeza, pero él no me miraba y hubiera seguido hablando más tiempo de no haberle interrumpido.

– Hay mucho ruido en este sitio.

– ¿Nos vamos a otro? -me preguntó.

– Te lo agradezco, pero estoy agotada. Quiero irme al hoteclass="underline" ha sido un día demasiado vertiginoso.

El camarero tardaba en cobrarnos. Me sentía cada vez más impaciente. Quería de nuevo huir de él. Necesitaba comprender por qué me estaba desviando tanto del camino trazado cuando llegué a León con el único propósito de recuperar las cartas y esperar la llamada prometida. ¿Qué hacía en ese horrible lugar con un desconocido empeñado en soltarme aquella soflama antibélica? Era un buen hombre, no lo niego, pero no quería estar allí. Lástima que no me atreviera a salir corriendo, era lo único que me apetecía.

Cuando, al fin, me dejó en el hotel, subí a mi habitación sin detenerme a preguntar si me habían dejado algún recado. La luz roja del teléfono estaba encendida. Tenía un mensaje. Me precipité a escucharlo conteniendo la respiración. «Paula, llámame cuando vuelvas de Pola». Una vez más me había equivocado. Era la voz de mi tía Olvido, y malditas las ganas que tenía de llamarla. Seguro que algún alma caritativa le había informado puntualmente de mis salidas y entradas en el hotel. No quería darle más explicaciones.

Me quité las botas y me tumbé en la cama con el mando a distancia. Hice un barrido rápido por todas las cadenas de televisión y me quedé atrapada en el anuncio del calvo silencioso de la Lotería de Navidad. Las mejores campañas publicitarias que recuerdo suelen ser invernales, cuando nos llenan de mensajes bienintencionados que transmiten ilusión y esperanza. «Que la suerte te acompañe», dice la voz en off. «No sabes la falta que me hace», respondí al calvo. Menos mal que la camarera de la habitación me reponía puntualmente las pequeñas botellas de whisky, pero esa noche había decidido darle al champán y me disponía a sacar el corcho cuando llamaron a la puerta. No entiendo la condenada costumbre que tienen en los hoteles de no poner mirillas en las puertas y obligarte a gritar.

– ¿Quién es? -grité malhumorada mientras giraba el picaporte.

– Ábreme, Paula, por favor, soy Rodrigo.

Idiota de mí, primero le abrí la puerta y luego le pregunté qué quería.

– Perdona este asalto, pero necesito hablar contigo un momento.

Estaba desconcertada. No supe decirle que no y le invité a pasar.

– ¿Puedo sentarme?

Sin salir de mi sorpresa, le dije que sí.

– ¿Esperas a alguien?

Me descolocó aún más la pregunta.

– ¿Por qué?

– Porque veo que acabas de abrir una botella de champán…

– ¿Qué quieres, Rodrigo? -le pregunté de nuevo.

– Quiero hablarte del hombre que acabamos de ver. ¿Sabes que era amigo de mi padre?

– Sí, ya me lo has dicho.

– Quería pedirte perdón.

– ¿Por qué?

– Porque en cierto modo tenías razón: mi padre sí tuvo algo que ver con el fusilamiento de tu abuelo.

Le brillaban los ojos y tenía las pupilas dilatadas. Estaba visiblemente alterado. Es probable que antes de decidirse a llamarme hubiera bebido más whisky.

– ¿En qué sentido? -pregunté con el corazón encogido, dispuesta a escuchar una atrocidad.

– Mi padre fue testigo en ese juicio -me respondió con severidad.

Noté cómo la sangre me golpeaba en la cabeza. Estaba enfurecida con él, no por ser hijo adoptivo de ese nefasto padre, sino por hacer de su confesión un lamento interminable.

– Prefiero hablar de este asunto otro día. Esta historia me supera. No tengo ánimos para seguir hablando de la guerra.

– Necesito que me perdones.

– No tengo nada que perdonarte -le repliqué-. Los hijos no somos responsables del comportamiento de nuestros padres y ellos tampoco del nuestro.

– Te lo suplico, perdóname.

– ¡No me pidas perdón! -le grité-. Ahora entiendo por qué mi tía Olvido te detesta.

– Nunca me quiso -me respondió sollozando-. Tu tía Olvido se llevó una inmensa alegría cuando tu prima y yo nos separamos.

– Las madres tienen un sexto sentido para saber lo que no les conviene a sus hijas -repliqué con crueldad.

Avanzó unos pasos hasta la ventana y ocultó la cara entre los visillos para secarse disimuladamente las lágrimas. Conmovida, me acerqué con la intención de calmarle.