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Abro los ojos y miro la hora en el teléfono móvil. Son las diez y media de la mañana. Es tarde para bajar al restaurante y detesto que aparezca en la puerta el camarero con la bandeja, así que me quedo sin desayunar. Tengo la sensación de que anoche tampoco cené. Estoy medio vestida, descalza, con unas medias negras y la camisa desabrochada. Tengo frío. ¿Cuánto tiempo habré dormido? Hay una botella de champán en el suelo con el líquido derramado sobre la moqueta. Abro las cortinas y contemplo el triste paisaje al que empiezo a acostumbrarme. Las nubes han desaparecido y el vendaval de los pasados días ha purificado el aire. Los bordes de las hojas de los árboles se dibujan con absoluta nitidez sobre el fondo de las aguas del río. A lo lejos se contemplan los picos de las montañas coronadas por la nieve. Debe de hacer varios grados bajo cero, pero no me atrevo a abrir la ventana para comprobarlo. Tampoco me animo a vestirme, ni a peinarme, ni a lavarme los dientes, a pesar del mal sabor de boca que tengo. No quiero abandonar la habitación porque temo encontrarme a Rodrigo agazapado en alguna esquina, dispuesto a asaltarme para pedirme de nuevo perdón y reanudar una conversación que me hastía. También tengo miedo a escuchar los reproches de mi tía Olvido, probablemente enterada ya de mis andanzas con su enemigo. Le habrán exagerado las circunstancias y creerá incluso que me he liado con él. No pienso desmentir, ni asentir, ni darle la menor explicación. No me interesa lo que piense nadie. Estoy saturada de mi propio dolor. Me he vuelto absolutamente incrédula, desalmada, diría, en el sentido de que carezco de alma. No tengo dolores ajenos. No me conmueve el sufrimiento de los demás. No presto atención a los otros. Es una sensación cruel que me produce un vacío doloroso. ¡Oh, Dios, cómo me gustaría que todo esto fuera transitorio y recuperar mi energía! Me asombra no haber perdido la esperanza de que aún me sorprenda la vida.

A pesar de que estoy despierta, me vuelvo a tumbar en la cama, porque no sé qué hacer durante el resto del día. Escucho ligeros ruidos externos, el ir y venir de las camareras con el carrito de las toallas y de los utensilios del baño. No recuerdo si colgué el cartel de «no molestar». Sería incómodo que alguien abriese la puerta, así que decido levantarme y comprobarlo. Después de asegurarme que lo he puesto, me tranquilizo y a los pocos segundos vuelvo a tumbarme en la cama y me viene de golpe el recuerdo de la violenta despedida de la noche anterior. Quizá logre interrumpir mis negros pensamientos si salgo a la terraza, tomo un poco de aire fresco y, de paso, se renueva la pesada atmósfera de la habitación. Me incorporo con esfuerzo y abro la ventana, pero enseguida percibo que el aire no es fresco, sino gélido. Cierro y miro de nuevo la hora. Son las doce menos cuarto. Suena el teléfono.

– Buenos días, señora, hay una persona que pregunta por usted.

No me atrevo a responder, convencida de que Rodrigo ha tramado una nueva ofensiva.

– He dicho que no me molesten -contesto con voz alterada.

– Disculpe, señora, pero el señor me ha pedido que insista, que es algo importante.

– ¿Quién es el señor? -pregunto.

– Dice que es el padre Joaquín, agustino, y que le urge hablar con usted.

– Dígale que me espere unos minutos, por favor, que ahora mismo bajo.

Súbitamente levanto el ánimo y mi corazón empieza a latir desbocado. Me atuso el pelo, me pongo los zapatos, los pantalones y una chaqueta sobre la camisa arrugada y salgo corriendo en busca de la noticia más esperada. Echo un vistazo, pero no reconozco al posible mensajero. Me lanzo jadeante sobre el conserje.

– ¿Dónde está? -le pregunto.

– ¿Perdón?

– ¿Dónde está el hombre que preguntaba por mí?

– Ha dicho que la esperaba tomando un café.

– ¿Dónde? -insisto.

– Ya le he dicho, señora, en la cafetería.

Le distingo rápidamente, está sentado en la barra, y me abalanzo frenética sobre él.

– Soy Paula. ¿Viene de parte de Lucas?

– Buenos días, Paula. Sí, en efecto.

– ¿Dónde está? ¿Por qué le envía a usted? ¿Por qué no viene él?

– Tranquilízate, hija mía.

No puedo esperar ni un segundo más. ¿Cómo voy a tranquilizarme después de tanto tiempo? Estoy jadeando y respiro fatigosamente. De pronto, caigo en la cuenta de que algo va mal. ¡Oh, Dios mío! Este hombre viene a contarme una tragedia…

– ¿Qué le pasa? ¿Es grave? -pregunto mientras aprieto los puños y cierro los ojos.

– Está muy enfermo y quiere verte.

Estoy a punto de desplomarme. Abro los ojos, aflojo los brazos, me sujeto fuertemente al taburete con ambas manos y en este instante sé que todos mis presagios se han cumplido. Lloro en silencio, pero las lágrimas me abrasan los ojos y siento una punzada muy dolorosa en el esternón. El hombre intenta calmarme, pero apenas escucho sus explicaciones.

– No llores, hija mía, él está bien.

¡Cómo va a estar bien si me está contando que le queda poco de vida y que por eso quiere verme!

– Él lo acepta -insiste el hombre-. Está tranquilo. No temas, no sufre.

¡Maldita sea, no estoy preparada para soportar tanto dolor!

Me pide que haga tranquilamente el equipaje, que volverá un poco más tarde a buscarme para llevarme al lugar donde se encuentra Lucas. Le suplico que no se vaya, que me espere allí mismo, que en menos de cinco minutos estoy preparada para salir. Voy a la habitación a recoger un abrigo y una bufanda y regreso al zaguán del hotel donde me espera el padre Joaquín, con el que pronto me reconcilio a pesar de ser el portador de la esperada y fatídica noticia.

Capítulo 7. El árbol de la vida

Hace dos mil quinientos años, el pequeño príncipe Siddharta dio siete pasos hacia cada uno de los cuatro puntos cardinales y tras las huellas de sus pies brotaron flores de loto. Años después se despidió silenciosamente de su familia cuando todos estaban dormidos, escapó del palacio, se despojó de sus lujosas vestiduras y se fue a meditar en soledad hasta que alcanzó la iluminación divina. Sólo así pudo conocer la verdadera naturaleza del mundo. Dicen los hindúes que cuando damos un paso hacia Dios, él da siete pasos hacia nosotros. Los veintiocho pasos de Buda son el número de estrellas de la constelación de Capricornio. Él se fue el séptimo día de la semana bajo el signo de Capricornio.

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El padre Joaquín me explica durante el viaje que Lucas quiere despedirse de este mundo consciente y lúcido, y que está preparado para aceptar la muerte con la esperanza de que sea lo más dulce posible. Es un trabajo espiritual que requiere absoluta soledad y por eso se fue de mi lado. Ahora me corresponde el papel de acompañarle en ese trance.

– Tienes que ser fuerte y estar a su altura. Lucas ha hecho de su vida una obra de arte. Su manera de enfrentarse a la enfermedad ha sido una proeza.

El cielo está blanco y comienza a nevar. No identifico la marca del coche, pero el cura conduce muy despacio, la calefacción no funciona a pleno rendimiento y el asiento no es demasiado confortable. Mi dolor punzante en el esternón se extiende hacia el costado derecho. Tengo los músculos agarrotados y el miedo me impide relajarme. Estoy aterrada ante la idea de enfrentarme con la fatalidad. Soy incapaz de ponerme a la altura de la tragedia, de verle tan enfermo hasta el extremo de no reconocerle. El padre Joaquín no me asegura que permanezca del todo lúcido.

Hay ratos en los que dejo de escucharle, porque me resulta demasiado doloroso admitir ciertos detalles. Me entrego a la contemplación del paisaje, observo cómo va cuajando la nieve en las ramas de los árboles y en los tejados rojos de las casas. Las cumbres de los montes están completamente blancas. Cierro los ojos para soñar que es Lucas quien conduce el coche e imagino que hablamos de nuestras preferencias por el sur: nos gusta más la sobriedad de las dunas del desierto que el esplendoroso verdor de las montañas. Nuestras respectivas infancias transcurrieron entre los frondosos bosques del norte y, sin embargo, un día decidimos de mutuo acuerdo instalarnos en plena aridez meridional. Me basta abrir los ojos para darme cuenta de que Lucas no está a mi lado, sino el paciente Joaquín, que sigue haciendo denodados esfuerzos para animarme.