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Me cuenta sucintamente cómo se conocieron. Coincidió con Lucas durante la enfermedad de su padre, cuando iba a visitarle al hospital encomendado por la tía Julita, hermana de mi suegro. Parece ser que se intercambiaron sus lecturas preferidas: la obra de Mahfuz por las Confesiones de San Agustín. Cada uno se quedó prendado del autor del otro. A pesar de sus alejadas referencias culturales, ambos compartían una espiritualidad muy elevada y buscaban sus respectivas verdades absolutas y sus certezas por encima de cualquier duda. Creían en la doctrina filosófico-teológica de la predestinación. Empiezo a recordar que Lucas me comentó lo mucho que le había impresionado la autobiografía del santo y la curiosidad que sentía por la figura de su madre, Santa Mónica. En los últimos meses citaba con frecuencia anécdotas y frases de San Agustín.

El padre Joaquín, de la orden de los Agustinos Recoletos, tenía gran predicamento entre el personal sanitario del hospital, de modo que, gracias a su mediación, mi suegro tuvo una muerte tranquila y Lucas se lo agradeció eternamente. No recuerdo haberle visto por allí, pero él sí me vio junto a Lucas en el entierro y el funeral de mi suegro. La verdad es que nunca había reparado en el padre Joaquín, ni siquiera sabía de su existencia y mucho menos de la amistad que se estableció entre ambos a cuenta de sus discusiones místicas. Ni siquiera interrumpieron sus charlas cuando el cura se marchó a la provincia de León para coordinar la restauración de un pequeño monasterio rodeado de ruinas cistercienses.

Al parecer, hace cosa de un año, Lucas fue a visitarle al monasterio. Le contó que le habían detectado una grave enfermedad y que la única posibilidad que tenía de sobrevivir era sometiéndose a un delicado trasplante de hígado. Pero los médicos tampoco le daban la mínima garantía de que la operación le prolongase la vida durante mucho tiempo. El propósito de la visita fue pedirle su inestimable ayuda para que cuando estuviera más avanzada la enfermedad, en cuestión de meses, le ayudase a morir como había hecho con mi suegro. El padre Joaquín le ofreció quedarse en el monasterio. Consultó con sus hermanos de la orden y, tras obtener su beneplácito, le garantizó su protección y su hospitalidad. El día aciago llegó antes de lo que habían previsto los médicos y Lucas decidió que lo mejor era salir precipitadamente de mi vida, porque ya no le daba tiempo a llevar a cabo más preparativos. Quería evitarme el sufrimiento de presenciar su decadencia y, además, tenía miedo a contagiarme la enfermedad.

2

A medida que me acerco a mi destino me falta el aire, se acentúa la opresión en el pecho y el dolor punzante va cambiando de lugar. Nos desviamos un par de kilómetros de la carretera y al final del camino de tierra aparece el monasterio.

– Sólo nos falta por reconstruir parte de esas ruinas mozárabes del siglo x -me explica el cura-, las que están junto al pórtico de vanos de herradura y la torre románica adosada donde tenemos la capilla.

El lugar es de una belleza sobrecogedora. En el lado opuesto al pórtico hay una serie de celdas con vistas a una pequeña huerta con árboles frutales. A punto de entrar en la celda de Lucas, el padre Joaquín me sujeta del brazo y repasa en voz alta las instrucciones.

– Debes comportarte con naturalidad. Evita la cara de sorpresa o de dolor. Nada de llorar ni de reproches por insignificantes que te parezcan. Dale toda la paz que busca y piensa sólo en él, no en tu futura soledad.

– No lo resistiré… -musito.

– Claro que sí. Su momento es más trascendente que el de cualquiera de nosotros. Él ha hecho su trabajo, ahora tú tienes que hacer el tuyo.

– No podré soportarlo.

– ¡Ánimo! Sé fuerte y digna de él. Es una bendición que te brinde la oportunidad de devolverle todo el amor y los cuidados que él te dio en vida.

Me siento débil, pero estoy dispuesta a sacar todas mis fuerzas. Ya en la puerta, me empolvo la cara para disimular los ojos enrojecidos y la irritación de la nariz. Después respiro profundamente y cuando considero que estoy dispuesta, abro y le veo tumbado en un camastro.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Lucas de mi vida…!

No puedo contenerme y le abrazo sollozando.

– ¡Mi niña! ¡Mi adorada Paula! ¡Niña mía! Ya estamos juntos -dice mientras me acuna en sus brazos.

– No sabes cuánto he esperado este momento, amor mío. ¡Qué ganas tenía de verte! Gracias, gracias por dejarme venir.

Le cubro la cara de besos y le aprieto una de sus huesudas manos hasta hacernos daño. La otra está inmovilizada con un gotero. Ha adelgazado mucho y tiene un color extraño, pero estoy con él, tal como había soñado volver a verle tantas veces, y estamos juntos todavía en este mundo. Sueño con llevármelo de allí, sano y salvo, a nuestra casa.

– Yo te cuidaré, verás cómo te recuperas -digo vulnerando las normas.

– No, mi amor, vamos a dejar las cosas claras desde el principio. Ya sé que es duro, pero no iré a mejor por mucho que me cuides, sino a peor. Nos queda muy poco tiempo y no debemos perderlo.

– ¿Cuánto tiempo? -pregunto aterrada.

– Nadie lo sabe… Una semana, días, quizá horas…

– ¡Eso es imposible! -Vuelvo a transgredir las reglas-. ¡Estás bien! No te veo enfermo. Algo se podrá hacer para curarte.

– ¡Mi adorada Paula…! No se puede hacer nada. Por eso te he llamado. Sólo quiero despedirme de ti. No digo que sea un acto alegre, porque es imposible despedirse con alegría de la persona amada, pero sí me gustaría que fuera una despedida tranquila, serena y plácida.

– Lo será, te juro que lo será -le prometo.

– Eres maravillosa. Siempre lo has sido.

Vuelvo a cubrirle la cara de besos mientras le abrazo con más delicadeza. Me doy cuenta de que está escuálido y tengo miedo a hacerle daño cuando aprieto ligeramente su pecho contra el mío. Mi dolor punzante ha desaparecido y ya puedo respirar hasta el fondo de los pulmones, pero me entran unas irresistibles ganas de gritar lo que gritaría todo el mundo en mi situación: ¿por qué me tiene que pasar esto a mí? ¿Por qué, Dios mío? ¡Qué injusticia tan grande!

Está previsto que yo ocupe una de las habitaciones situadas al final del corredor, pero ya no puedo separarme ni un solo momento de Lucas y le suplico que me deje dormir junto a él. Al principio se niega, pero mi insistencia es rotunda y acceden a poner un jergón al lado de su cama, en el suelo de la diminuta celda. Tengo que ir al cuarto de baño y el padre Joaquín aprovecha para darme las últimas indicaciones.

– Al margen de la grave insuficiencia hepática, sufre una septicemia: una infección generalizada que está a punto de provocarle un fracaso multiorgánico.

Así son las cosas, hija mía. Perdona que te hable con tanta crudeza, pero de nada sirve que emplee otras palabras.

– ¿No se puede detener la infección? ¿No se le pueden dar antibióticos o hacer algo? -replico desesperada.

– Es inútil. El suero es para que esté hidratado y ya lleva la dosis suficiente de antibiótico para que le baje la fiebre. Es imposible hacer más, especialmente cuando él tampoco permite que se haga.

– Pero yo quiero que viva, padre. Necesito estar con él. Tengo derecho a opinar, a tomar alguna decisión.

– Eso es precisamente lo que tu marido ha querido evitar, que tu sufrimiento te impidiese aceptar su voluntad, y por eso se refugió entre nosotros. Debes respetarle, hija mía. Nos hemos comprometido a cumplir sus deseos. No ha querido someterse a tratamientos inútiles, ni a sufrir más degradación de la debida y así consta en el testamento vital que, desde el principio, nos confió. Quiere morir en paz, como su padre.