Выбрать главу

– ¿Puedo saber qué significa eso exactamente? -suplico entre lágrimas.

– Prometiste no llorar…

– Lo intento, padre, lo intento.

– Está bien… No te puedo decir lo que significa exactamente, porque sólo Dios lo sabe. Lo único que te garantizo es que le ayudaremos a morir como nos ha pedido, sin dolores insoportables, sin sufrimiento, sin degradación, sin obstinación terapéutica, sin prolongar su vida de manera indebida.

– ¿Cómo van a evitarlo? ¿Hay médicos que le atiendan?

– Naturalmente, dos de nuestros hermanos son médicos y uno de ellos le lleva atendiendo desde que llegó. En cuanto a los métodos, él sabrá lo que debe hacer.

– ¿Pero la Iglesia no está en contra de todo esto? -pregunto indebidamente.

– Te estoy hablando de la buena muerte. Ayudar a morir a un enfermo terminal es una obra de misericordia. Cuando llegue el momento, le ofreceremos todos los cuidados paliativos que necesite. No hay mucho más que decir. Vuelve con él y dale todo el amor posible; un amor gratuito, desinteresado y generoso, sin melancolía y con la gratitud que se merece. Tu presencia es la mejor ayuda que se le puede ofrecer.

– ¿Cuándo llegará el momento?

– Lo más probable es que llegue pronto. En pocos días… Es lo que la ciencia parece indicar.

Sólo después fui consciente del sentido que entrañaba todo lo que me estaba explicando el generoso protector de Lucas. Volví a la celda con el ánimo por los suelos, pero dispuesta a compartir los últimos días de sufrimiento de Lucas. A mí, sin embargo, me quedaría el resto de la vida para seguir padeciendo.

El día está a punto de concluir y apenas podemos hablar. Es la hora de dormir y Lucas no debe retrasar su dosis de somníferos, porque quiere levantarse temprano. Durante las primeras horas del día se encuentra con fuerza para incorporarse en la cama y disfrutar del paisaje a través de la ventana.

Temo despertarle con mis ronquidos y paso la noche en duermevela. Intuyo los rasgos de su cara en la oscuridad, pero no me atrevo a acariciarle. Se despierta muy pronto y yo estoy esperándole.

– Buenos días, vida mía. ¿Has dormido bien?

– Espléndidamente. He tenido un sueño maravilloso. Estábamos los dos en una isla muy pequeña rodeados de niños que saltaban al agua. ¿Te acuerdas de la isla de Goré?

– ¿Cómo iba a olvidarlo? -le respondo emocionada-. ¿Y qué pasó?

– Nada, no sucedía nada especial. Tomábamos el sol y nos salpicábamos la cara con un frasco de agua de azahar. Entonces tú me preguntabas cómo se llamaba el árbol que quedaba a nuestra izquierda. «Es un baobab -te decía yo-, el árbol que se quejaba de la humedad de la selva y del frío de las montañas y por eso Dios lo plantó al revés». «¡Qué raro! -me respondías-. En esta isla no había baobabs, la prueba es que sólo queda éste. Parece el árbol de El principito». Ya no recuerdo más. Me he debido despertar en ese momento. Te he visto y me he llevado una alegría inmensa.

– Yo también estoy contenta -le miento-. Y es cierto, en la isla de Goré no hay baobabs.

– ¿Te conté que desde mi ventana veía un huerto y unos árboles maravillosos? Mira, asómate.

– Sí, es cierto, y en primavera reventarán de flores.

Al pronunciar la frase soy consciente de mi torpeza, pues ya no veremos juntos más primaveras ni aquí ni en ningún lugar. Intento sobreponerme nuevamente, pero no puedo evitar que se dé cuenta de mi tristeza.

– No estés triste, te lo ruego.

– Lo siento, perdóname, pero es difícil afrontar con alegría esta situación.

– Para mí no lo es. Mi padre tuvo un final feliz y yo mantengo esa esperanza.

– ¡Es tan injusto, maldita sea, es tan injusto…! -protesto.

– El tiempo nos engaña. ¿Cuánto más podría vivir y en qué condiciones? ¿Qué edad tenemos? Tú y yo hemos alcanzado la plenitud. Es como si espiritualmente tuviéramos un centenar de años.

– Necesito todavía más.

– ¿Para qué?

– No sé, para vivirlos contigo.

– Aun hoy tenemos suerte. En algunos momentos de nuestra vida hemos tocado el cielo con la mano. Hay personas que no tienen el privilegio de vivir un amor tan sublime como el nuestro. Es tan difícil desnudarse ante el otro por dentro. Te agradeceré eternamente todo lo que has hecho por mí.

– Dime qué puedo hacer en estos momentos.

– Estar a mi lado. «Conócete, acéptate, supérate», decía San Agustín. Ya sé que te pido mucho, pero es lo único que quiero en esta vida. Te aseguro que es una satisfacción inmensa consumirme junto a ti y encontrar sentido al sufrimiento. Debemos estar alegres por lo mucho que hemos tenido.

Pasamos el resto del tiempo escuchando música gregoriana y evocando recuerdos antiguos. El día que nos conocimos en el aeropuerto cuando, sin ponernos de acuerdo, fuimos a esperar a una amiga común. La temporada que nos dio por cocinar y mantener interminables charlas frente al fuego de la cocina, vigilando las tres horas que tardaba en cocerse el dulce de leche. Nuestra obsesión compartida por El Cairo, cuando me perdía comprando morralla en el mercado de Jan al Jalili mientras él me esperaba sentado en un velador del café Fishawy, donde mantenía la ilusión de coincidir con Mahfuz, tomarse un té con menta y pedirle una dedicatoria. Por si acaso llevaba siempre encima la edición de bolsillo de Hijos de nuestro barrio. A Lucas no le molestaba que volviera cargada de kilos de baratijas, sino el olor a fritanga de cordero que se quedaba incrustado en mi ropa. Surgían a borbotones multitud de preguntas insustanciales.

– ¿Te acuerdas del nombre del guía que nos llevó a ver la pirámide escalonada de Saqqara?

– Sí, claro que me acuerdo: Gamal -le respondo-. ¿Cómo se llamaba aquel actor que se parecía tanto a ti?

– No sé de quién me hablas…

– Sí, el de Verano y humo.

– ¡Ah, qué tontería! ¡No se parecía a mí!

– Pero ¿cómo se llamaba? Espera…

«¡Laurence Harvey!», decimos al mismo tiempo.

– Pero, según tú, me parecía más a otro…

– ¿A quién?

– Sí, al actor francés… de La Piscina y A pleno sol.

– Alain Delon.

– No, mujer, no. Al otro… al de El fuego fatuo, la de Louis Malle.

– Ah, ya… Maurice Ronet. ¡Qué personaje tan inquietante!

– Me entusiasmó aquella película. -A mí me pareció deprimente.

Después permanecemos en silencio largo rato, cogidos de la mano, mirando hacia el mismo árbol.

Al anochecer, el cielo está estrellado y nos asomamos a la ventana para ver la Osa Mayor. Me pide que le acerque la Ilíada, uno de los pocos libros que tiene junto a la cama, y que le alumbre con una lámpara. Me lee en voz alta: «Allí puso la tierra, el cielo, el mar, el sol infatigable y la luna llena; allí las estrellas que el cielo coronan, las Pléyades, las Híades, el robusto Orion y la Osa, llamada por sobrenombre el Carro, la cual gira siempre en el mismo sitio, mira a Orion y es la única que deja de bañarse en el océano».

– ¿Ves la Osa Mayor? -me pregunta.

– Sí, claro que la veo.

– Ya en tiempos de Homero servía de guía a los navegantes. ¿Y ves Casiopea?

– No, no la veo.

– Es la que tiene forma de W. La Osa Mayor y Casiopea ocupan los lados opuestos de la Estrella Polar. ¿Y ves Andrómeda?

– Tampoco -le respondo.

– No es fácil, a pesar de que el cielo está oscuro y se puede distinguir. Yo la veo. Me alegro de conservar todavía tan buena la vista. En esa constelación hay una gran galaxia, nuestra vecina más cercana en el universo.