No olvides que eres mi amor eterno. No pierdas nunca la esperanza.
Te amo,
Lucas.
Ha sido un golpe brutal. Me siento mutilada. Es algo más incomprensible que la muerte. Lloro con rabia. Me estallan en la cabeza demasiadas preguntas: ¿dónde estará ahora, en este instante? ¿Quién dejó el sobre en el buzón? ¿Cómo ha tardado tanto en escribirme? ¿De qué huye? ¿Por qué me abandona? ¿Por qué sufriría más si se hubiera quedado conmigo? ¿Estará enfermo? ¿Todo es mentira y hay otra mujer? ¿Le está persiguiendo alguien? Tengo que ponerme inmediatamente a buscar algún lugar con un huerto.
Leo la carta media docena de veces para intentar encontrar alguna prueba que me indique dónde está, pero es inútil. Más allá del huerto, no sé hacia dónde dirigirme ni qué hacer. Rechazo la idea de que su decisión sea irreversible. Tiene que volver o, al menos, dejarme que le vea una vez más, aunque sólo sea unos instantes, para despedirme definitivamente, si eso es lo que quiere. Pero no puedo quedarme así. Se ha desprendido de mí como si fuera un lastre. Es un despropósito que desaparezca y me escriba al cabo de tanto tiempo de sufrimiento sin contarme la verdadera causa de su huida. Me gustaría odiarle o, al menos, no quererle tanto como le quiero. ¡Cuánto daño me hace!
Me meto en la bañera y continúo llorando, furiosa y desconsolada, durante mucho tiempo.
Capítulo 2. Benditos perdedores
Nació al cabo de una década del fin de la Guerra Civil y cada vez que se cumplían diez años se acercaba más a la verdad. En el septuagésimo aniversario de la Guerra Civil recupera, al fin, cartas, testimonios, pruebas y recuerdos que constituyen la memoria de sus antepasados.
1
Pasaron varios días hasta que empecé a pensar en la visita a San Marcos y la carta de mi abuelo. Es cierto que yo le había hablado muchas veces de la posibilidad de volver a León para seguir el rastro de esa historia que había destrozado la vida de mi madre, pero siempre quise hacerlo con él. Estaríamos los dos juntos unas semanas en San Marcos para recuperar mis recuerdos infantiles. Pero, sin Lucas, el viaje carecía de sentido. Sin embargo, si quería tener noticias suyas no me quedaba más remedio que seguir sus instrucciones. Estaba segura de que cumpliría su promesa. Me fui haciendo a la idea de que tendría que interrumpir mi trabajo en Madrid, dejar a Ruska en el campo, en casa de mi hermano, y emprender el viaje con la esperanza de recuperarle o, al menos, saber por qué o por quién me había abandonado. Aunque no sabía todavía cuánto tiempo tendría que quedarme en el hotel, reservé la habitación para quince días.
2
Busco entre los libros la historia a la que se refiere Lucas, porque sé que estaba escondida por aquí. Recuerdo que se la conté en una carta que le envié desde Bruselas cuando fui a ver a mi tío Fabricio. La encuentro, al fin, entre las páginas de Si la semilla no muere, de su adorado André Gide. Lo extraño es que ni siquiera se ha llevado a Gide. La carta está en una página donde aparece una frase subrayada: «Las cosas pertenecen a quien sabe gozar de ellas». No puede ser sólo fruto de la casualidad. Doy vueltas a su significado y, sobre todo, al hecho de que Lucas guardase mi carta, a modo de señal, junto a esta frase sobre la que meditó tanto. En estos días pierdo el hilo de mis pensamientos, me ofusco y tiendo a divagar obsesivamente. Todo me parece una señal, una puerta que se abre, una llamada de atención, un indicio, un rastro, una pista de cómo encontrarle dentro de este tortuoso laberinto.
Saco varias hojas del sobre amarillento y compruebo la fecha en el matasellos, 13 de agosto de 1974. Franco aún no había muerto. Me sorprende leer con dificultad mi propia letra. Escribí aquella carta de manera vehemente y apresurada.
Amor mío:
Parece mentira que, en pleno verano, llueva tanto en esta ciudad, pero doy largos paseos con mi tío, a pesar del diluvio, y salgo por las noches a tomar copas con mis primos y sus amigos. Conocen a exiliados de muchos países. Mi tío Fabricio está muy viejo, pero muy lúcido, y su único deseo es regresar a España cuando muera Franco. Me ha contado exactamente lo que quería escuchar.
A mi abuelo Román le fusilaron las tropas franquistas en el año 1936, después de pasar cinco meses en la cárcel de San Marcos de León, convertida en uno de los campos de concentración más siniestros de la guerra y la posguerra. Allí encarcelaron a unos siete mil hombres y trescientas mujeres. Se dice que en los sótanos (llamados la Carbonera) se torturaba a los presos. Le mataron tras un consejo de guerra (se supone que sin juez ni defensa) en noviembre del 36, en una ejecución masiva que tuvo lugar en el macabro polígono de tiro de Puente Castro, donde se fusilaban periódicamente a cuantos militaban en los partidos o sindicatos de izquierda, habían ocupado algún cargo, defendían la legalidad de la República o simplemente simpatizaban con ella. Me cuenta que la provincia de León fue una de las más castigadas por la represión franquista. Murieron más leoneses en la retaguardia que en los frentes de batalla.
A mi abuelo le fusilaron (tengo que averiguar el día) junto a varios alcaldes, el gobernador civil, el presidente del Frente Popular, dirigentes políticos comunistas, socialistas y anarquistas, catedráticos, profesores, maestros, ferroviarios… Sólo salvaron su vida quienes lograron huir, como su hermano Francisco y mi tío Fabricio. No se sabe si a mi abuelo le dieron el «paseo» a mitad de camino o si llegó con vida al polígono de tiro de Puente Castro, aunque, en el fondo, casi es lo mismo. Nadie supo los detalles, y esa incertidumbre torturó a mi madre durante toda su vida. Me dice que, horas antes del fusilamiento, mi abuelo escribió una carta a mi padre para pedirle que cuidara de las tres mujeres de su familia. No sé quién tendrá ese escrito.
Mi padre lo pasó muy mal; era demasiado bueno. No le fue fácil casarse con mi madre, tal como estaban las cosas recién terminada la guerra, porque él pertenecía a una conocida familia de derechas. Así que, como ves, por el lado de mi madre somos una familia de «rojos» diezmada por las muertes y el exilio. Todo lo contrario que la tuya, que ha salido siempre airosa de estos y otros trances. Supongo que mis ansias de ponderación son parte de mi herencia genética y responden a un esfuerzo inconsciente por encontrar cierto equilibrio entre los dos bandos de mis padres. Ya sabes que a mi madre le horrorizaba cualquier exceso político.
Cuando vuelva, me encantaría ir contigo a León y que me ayudes a averiguar más detalles. Necesito enterarme mejor de la historia de mi familia, pero no sé si seré capaz de hospedarme en San Marcos, teniendo en cuenta que fue el «escenario del crimen». Mi tío Fabricio, cuñado de mi abuelo, y mi tía Olvido, hermana de mi madre, son los únicos testigos supervivientes de aquella época de penuria. Me gustaría llegar a tiempo para hablar con ella de sus recuerdos…
Detesto hacer sola este esfuerzo. Tardé mucho tiempo en superar el horror que me producía San Marcos. Creo que aún no lo he superado del todo, a pesar de que Lucas me pidió que durmiéramos allí una noche muy especial. Y es cierto que fue una noche inolvidable. Las numerosas veces que iba a León, pasaba por delante del pórtico apresuradamente, sin apenas mirarlo, porque me recordaba las cosas que mi madre me contaba de mi abuelo Román y me invadía una melancolía insoportable. Pasé mi infancia desconcertada ante el sufrimiento de mi madre. La oía llorar a escondidas, sobre todo en determinadas fechas. Cuando le preguntaba, siempre me respondía lo mismo: