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– No te preocupes, sólo es este maldito dolor de cabeza. Se me pasará pronto.

Yo sabía que había algo más. Me imaginaba que mi hermano le había dado algún disgusto o que había tenido una discusión con mi padre por problemas de dinero. Pero estaba convencida de que el dolor físico no le hacía llorar de ese modo, porque mi madre era fuerte.

En cierta ocasión llegué de improviso y escuché detrás de la puerta de su habitación un llanto desconsolado. Cuando salió, no fue capaz de disimular.

– Es 28 de febrero, el santo de tu abuelo Román. Hoy cumpliría 87 años -dijo con solemnidad.

– Pero, mamá, ¿cuánto hace que murió el abuelo?

– Hace más de treinta años que le asesinaron -confesó con la misma severidad, pero aún más alterada-. Le fusilaron unos desalmados al comenzar la guerra.

Cuando era adolescente, por motivos ajenos a este secreto brutalmente revelado, yo detestaba a Franco y a cualquier cosa que oliera a franquismo. En mi casa no se hablaba de política, pero se apagaba la radio cada vez que emitía el sonsonete que anunciaba el parte, las noticias de Radio Nacional, o cuando Franco pronunciaba un discurso con esa insufrible voz aflautada. Si mis padres me llevaban al cine, llegábamos siempre después del nodo, otro deleznable informativo propagandístico. Sabía, por tanto, que no eran devotos del «régimen», hasta el punto de que a mi hermano y a mí nos llevaron al único colegio que había en Madrid con profesores republicanos represaliados. No había en las aulas ni un solo símbolo franquista, como en el resto de los colegios, ni el yugo y las flechas ni una foto del caudillo ni del fundador de la Falange ni se cantaba el Cara al sol o Montañas nevadas. Niñas y niños compartíamos muchas actividades, pero cuando venía el inspector del ministerio, tocaban a rebato, nos separábamos y borrábamos las huellas de aquella promiscuidad prohibida. En mi colegio tampoco se hablaba de política ni de religión. Era un remanso de paz en medio de tanta desolación.

Cuando mi madre se calmó, me dijo que quería hablar conmigo, que la acompañase a la cocina porque tenía que dejar hecha la masa de las croquetas para la cena. Y así me lo contó por primera vez, mientras mezclaba en la sartén la harina y la mantequilla.

– Creo que ya es hora de que lo sepas. Tu abuelo era una buena persona, y el único delito que cometió en su vida fue tener un retrato dedicado de Pablo Iglesias en el comedor de su casa. Por eso le fusilaron.

El punto de partida no era demasiado preciso y tampoco el desenlace. Mi madre estaba todavía un poco alterada.

– Vete más despacio, madre, quiero saberlo todo.

– Así fue, en resumidas cuentas. Tu abuelo trabajaba en la estación de trenes que estaba junto a nuestra casa. Le tenían marcado desde que participó en la huelga de 1917. A raíz de aquello le echaron de la compañía de ferrocarriles, que entonces se llamaba Caminos de Hierro del Norte de España, porque decían que era un agente izquierdista, y después de tenerle castigado no recuerdo cuánto tiempo, le volvieron a readmitir como repartidor del almacén, y desde entonces…

– ¿Y era cierto? -la interrumpí.

– ¿A qué te refieres, hija?

– Que si el abuelo era un agente izquierdista…

– Tenía el carnet de la UGT, era socialista y admiraba mucho a Pablo Iglesias. Pero nunca fue agente de nadie.

– ¿Cuándo le detuvieron? -seguí preguntando a mi madre.

– Cuando se proclamó la República le rehabilitaron, pero eso duró pocos años, hasta el maldito Alzamiento. A los pocos días, en pleno verano, no se me olvidará aquel 7 de agosto, fueron a detenerle unos miserables que llevaban la camisa azul de la Falange. Fue horrible el momento en que aporrearon la puerta y la brutalidad con la que entraron en casa. Le bajaron a empujones por las escaleras.

– ¿De qué le acusaron?

– De nada en concreto. Sólo le preguntaron que si era él. Pronunciaron su nombre mientras le apuntaban con las pistolas, le agarraron entre dos y le dijeron que se lo llevaban por rebelión militar y traición a la patria. Recuerdo que tu abuelo respondió: «Yo jamás he traicionado a nada ni a nadie».

«Tiene delito -dijo uno de ellos-, éste es amigo de Durruti. Yo lo sé».

Mi abuela intentó convencerles de que era un error. Trató de apartarles, la empujaron y se cayó al suelo. Mi tía y mi madre la ayudaron a levantarse. Gritaron, pidieron socorro, pero ningún vecino salió en su ayuda.

Estaban todos muertos de miedo. No pudieron hacer nada. Se fueron las tres llorando detrás de la comitiva. El abuelo Román gritaba: «¡Volved a casa! ¡Volved a casa!». Pero ellas continuaron hasta cruzar el río y, al otro lado del puente, le subieron a un camión con el resto de los detenidos. Se unieron a las mujeres de los otros y siguieron corriendo por la calle de Ordoño II hasta que perdieron el rastro del camión. Ya no le pudieron ver más que de lejos. Nunca volvieron a hablar con él.

– ¿Se lo llevaron a San Marcos?

– No, primero le encerraron en la parte vieja, en la Cárcel del Arco, donde la muralla; la llamaban la Carcelona de Puerta Castillo. Hasta allí llegamos las tres, desfallecidas y muertas de angustia. Sólo nos encontramos con las mujeres de los otros presos. Todas lloraban. Nos dijeron que si no había hecho nada, lo soltarían, y nos echaron de allí, pero mi madre estaba segura de que ya no le veríamos jamás, porque no soltaban a nadie. Todos los días aparecía algún cadáver en el río…

– ¿Por qué no me lo has contado hasta ahora, mamá?

– Porque tenía miedo. Tu padre no quiere que os hable de estas cosas. Detesta a los fanáticos de uno y otro bando. Quiere que seáis gente equilibrada y tranquila, que no tengáis odio ni rencor. Y, por otro lado, cuanta menos gente sepa que soy hija de un fusilado por Franco, mejor para todos. En el ministerio pueden tomar represalias contra tu padre.

– No sufras, mamá. Ya seguirás contándomelo otro día…

Sólo trataba de evitar su angustia. Interrumpir el tormento que suponía rememorar aquel siniestro itinerario.

No soltó una sola lágrima, pero estaba abatida, exhausta al recordar las penas acumuladas durante tantos años. Continuaba dándole vueltas a la masa de las croquetas y hablaba en voz baja, como si tuviera miedo de que se enterasen los vecinos; miedo a que algún otro delator pudiera arruinar aún más su vida. Pero el secreto le estallaba en el pecho y quería liberarse, compartirlo conmigo aunque fuera en voz baja; su deseo oculto era que su hija tomase partido contra aquella infamia.

– ¡Lástima que no huyera! -seguía mi madre-. Y eso que se lo advirtieron todos: «Lárgate antes de que las cosas se pongan feas -le avisó su cuñado Francisco-, que si te cogen te liquidan». Ya ves, hija mía, Fabricio se escondió en los montes y salió unos días después por la frontera y eso le salvó la vida. Pasó un tiempo en París, pero cuando entraron los nazis tuvo que huir otra vez, por eso se instaló en Bruselas, pero, mira, todavía está vivo. Tu abuelo, sin embargo, dijo que él se quedaba porque no tenía nada que ocultar.

– Y era cierto, mamá, tenía la conciencia tranquila.

– Vaya si la tenía… La conciencia, sí, pero el retrato fue su perdición. Ese retrato fue la disculpa para denunciarle.

– ¿Sabes quién le denunció?

– Las monjas del convento de enfrente. Fueron ellas las que lo acusaron: «Ése es rojo… que tiene a Pablo Iglesias presidiendo el comedor de su casa».