– ¿Por qué sabían ellas lo del retrato de Pablo Iglesias?
– Porque lo vieron por la ventana. Siempre estaban muy pendientes de nosotros. Como no pisábamos la iglesia… Tu tía y yo íbamos al colegio de las monjas; no había otro donde ir. Y a mí me tenían martirizada con el dobladillo del uniforme. Me lo descosían porque, según ellas, llevaba la falda demasiado corta y era pecado enseñar las pantorrillas. Cuando llegaba a casa, mi madre me lo cosía otra vez a la misma altura. Al día siguiente, las monjas me lo volvían a descoser, pero a mi madre no le daba la gana que llevase la falda por los tobillos y todos los días tenía la santa paciencia de subirme el bajo hasta la rodilla. A mí me daba vergüenza someterme a la burla de las monjas, pero ella insistía: «No hay que dejarse avasallar, hija mía».
– ¿Y tú crees que le acusaron sólo por eso?
– Sí, hija mía, muchas veces lo he pensado. Más que por las ideas de tu abuelo, quizá nos delataran por eso, porque no soportaban la rebeldía de tu abuela. Los falangistas habían preguntado por sus antecedentes en el almacén y, como tenía fama de rojo, mandaron a buscarle a casa. Uno de ellos, por lo visto, testificó que le había visto en un mitin saludar a Durruti.
Me contó mi madre que, al margen de las huelgas, lo más arriesgado que hizo en su vida fue saludar a Buenaventura Durruti cuando dio un mitin en la Plaza de Toros de León, al que asistieron muchos gerifaltes locales de la República. Allí estaban todos en primera fila. Ellos fueron testigos del abrazo que le costó tan caro a mi abuelo, porque los delatores aprovechaban cualquier circunstancia para acusar a personas inocentes. Mi abuelo nunca fue revolucionario ni anarquista, como Durruti, sino un moderado defensor de la legalidad republicana.
No era extraño que mi abuelo le saludase. La familia Durruti era muy conocida en León y, sobre todo, entre los ferroviarios, porque vivían junto a la estación. El que menos andaba por allí era Buenaventura, pero se había convertido en un héroe popular desde que se había ido a Cataluña a liderar el sindicato anarquista. Decía mi madre que se trataban con los Durruti porque eran vecinos, y Buenaventura, concretamente, era muy afectuoso, aunque a primera vista imponía, porque era un hombre grandón con una mirada penetrante que asustaba un poco. Mi abuelo, por motivos laborales, tenía también trato con algunos mineros asturianos y del Bierzo. Otra causa negativa para sumar a su expediente. La mayoría eran revolucionarios y abanderaban las luchas obreras. Los más jóvenes, los que lograron sobrevivir a la guerra, se hicieron del maquis, como El Asturiano, que era comunista y comandó la guerrilla en los montes leoneses de La Cabrera. Era un niño cuando las tropas franquistas entraron en Asturias, pero algunos miembros de su familia llevaban a cabo sabotajes en las líneas férreas entre Asturias y León. Por eso los conocía mi abuelo.
Parece que es verdad, que las monjas fueron las que le acusaron, las principales responsables de la desgracia de mi familia. Desde que mi madre me lo contó, y durante mucho tiempo después, estuve convencida de que todas las monjas eran como aquéllas, capaces de dormir plácidamente mientras escuchaban el ruido de los disparos de los fusilamientos.
– Ellas tan tranquilas, en el convento -musitaba mi madre-, y tu abuela trastornada cada vez que escuchaba los tiros.
Mi abuela Ángela padecía unas jaquecas brutales. Cuando le empezaba a estallar la cabeza, se metía en la cama, a oscuras y en absoluto silencio. Aquellos meses tuvieron que ser una auténtica tortura para mi abuela. Se ponía enferma cada vez que oía los disparos, porque pensaba que alguno iba destinado a su marido. Cada mañana se presentaba en la puerta de San Marcos y preguntaba si seguía vivo.
– Tu padre, ya entonces éramos novios, no logró enterarse de la fecha del fusilamiento, porque ni ellos mismos lo tenían previsto.
Cuando mi abuela supo que la condena a muerte era firme, se volvió loca de dolor. Esa noche, al parecer, se acostó con el pelo negro y a la mañana siguiente apareció con un enorme mechón de canas que le cubría la mitad de la cabeza. Murió de un tumor cerebral un par de años después de que fusilasen a su marido.
– Una mañana nos dijeron que ya le habían fusilado y ni siquiera nos dejaron ver el cadáver… No supimos dónde se lo llevaron. No pudimos consolarle, ni despedirnos de él…
Fue incapaz de seguir con el relato. Rompió a llorar. Por primera vez acuné a mi madre entre mis brazos y traté de consolarla. Le dije lo orgullosa que me sentía de ella y de la dignidad de mi abuelo. Que parecía un hombre admirable y que yo defendería siempre sus ideas.
– No, hija mía -me respondió mi madre aterrada-, ni se te ocurra; ya hemos tenido suficientes desgracias. No quiero que tú también te metas en problemas. No me des más disgustos.
Mi madre, por desgracia, no tuvo ocasión de comprobar si aquellas muertes fueron inútiles. Yo aún no sabía, como sé ahora, que la vida es asquerosamente injusta. Nunca llegaremos a entender por qué hay personas absolutamente bondadosas que sufren infinitas desgracias y mueren jóvenes, sin tiempo para recuperarse de tantos padecimientos y, sin embargo, hay muchos malvados que son longevos y parecen felices. Claro, que cada uno tiene un concepto distinto de la felicidad. He comprobado que para muchos la muerte supone una liberación cuando viven un infierno, pero es difícil conocer el grado de felicidad ajena.
La pena es que mi madre murió antes que Franco, como mi tío Fabricio, que falleció al poco tiempo de que yo fuera a visitarle a Bruselas. Me sentí prematuramente huérfana. Seguramente a mi madre le hubiera gustado saber que su hija, al cabo de los años, pretende culminar una obsesión y desentrañar lo que ocurrió.
A raíz de aquella conversación pude averiguar los aspectos más recónditos de la vida de mi familia, pero este conocimiento no fue suficiente para borrar el dolor soterrado de mis padres, ni un ápice de sus angustias ni de las mías. Me sorprende no mantener el desprecio por aquellas monjas fanáticas que cometieron la vileza de delatar a mi abuelo.
No vale la pena seguir escarbando en suplicios de un pasado tan lejano. Me sobrepasaba mi orfandad, pero aún me asfixia más el presente. A estas alturas de la vida, la teoría apenas esbozada en la carta que le envié a Lucas desde Bruselas sobre mi personalidad me parece muy sensata. Es cierto, probablemente, que mis ansias de moderación, la persecución obsesiva de la armonía y el intento de comprender los dos extremos de cualquier conducta se deba a un reparto equitativo de mis progenitores. No es que me parezca mal, todo lo contrario, pero esa búsqueda obstinada de contrapesos es responsable de mi carácter dual, de mis vacilaciones, de estar siempre a caballo entre dos vidas, sin decidir jamás cuál de las dos se adapta mejor a mi modo de ser.
Dudo entre la quietud y el movimiento, entre la vida y la muerte… Siempre tengo la cabeza en un lugar distinto al que me encuentro. Quiero ser bondadosa, pero necesito transgredir de vez en cuando; trato de cuidarme, pero me autodestruyo con frecuencia. Pienso en lo que debo hacer más que en lo que estoy haciendo, y esa vacilación continua es una rémora para ahondar en asuntos o en personas que aparentemente me interesan. Cuando parece que estoy a punto de lograrlo, los seres más queridos con los que establezco relaciones profundas me abandonan y ya no tengo ánimos para volver a empezar.
Me gusta moverme por la superficie de las cosas. Estoy convencida de que la piel acusa más los golpes que las entrañas. Desde luego, en mi caso, es donde se reflejan los estados de ánimo. Necesito la paciencia que no tengo para llegar al final de esta historia y darla por concluida. Cada vez con más frecuencia tengo la tentación de claudicar y decir: «Está bien, me rindo». Tengo una edad en la que me podría dar por vencida, pero ya no merece la pena.