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Capítulo 3. Olvida el paraíso

Cada noche de San Lorenzo subían juntos a la cima de la montaña para contemplar el fastuoso espectáculo del firmamento. Pedían deseos a una estrella fugaz. La última no fue una noche cualquiera. Cuando estaban mirando el cielo protector, vieron el asterisco del deseo, el más brillante de todos, donde el principito trataba de impedir que creciesen las semillas de los baobabs. Cuando se pone triste, mira hacia la bóveda celeste, porque no pierde la esperanza de encontrarlo resplandeciente en el séptimo cielo, en una de las siete estrellas errantes que dieron nombre a los días de la semana.

1

Tuve la pésima idea de ir a León en tren, hacer el mismo recorrido y pasar por las mismas estaciones de mi infancia. Y esa decisión me trastornaba el alma. Aquel tren de los años cincuenta salía siempre con retraso de la Estación del Norte y solía llegar a su destino, envuelto en una nube de vapor, varias horas después de lo previsto. Los andenes olían a carbón y los vagones a mugre. Todo estaba cochambroso: el reloj amarillento colgado de un esqueleto de hierro, la cantina inmunda donde sólo entraban hombres que olían a ropa sucia y a sudor, los duros asientos de madera, el hedor de los retretes, los pasajeros envueltos en mantas, las maletas de cartón atadas con cuerdas, los fardos de arpillera o de sábanas viejas, las gallinas vivas o muertas… Me estremecía el anochecer, cuando la ventana del vagón reflejaba los rostros de los que estábamos dentro y en el exterior no se podía ver más que una profunda negrura. Tampoco me gustaban los túneles, porque me atascaban la nariz y me tiznaban la frente de carbonilla, ni las incontables paradas en las estaciones, donde mi hermano bajaba a beber gaseosa fresca y cuando sonaba el silbato y no le veía, me entraba la angustia de haberle perdido para siempre en el andén.

Ya nada es lo mismo, excepto la nostalgia que me produce este itinerario. Cuando recuerdo aquellos viajes, me invade una profunda tristeza y, sin embargo, considero que mi infancia fue feliz, sobre todo porque la contemplo desde un presente lúgubre. La melancolía es una trampa para la memoria. Nadie es capaz de hacer un balance sincero y preciso, entre otras cosas porque no existen ni la realidad ni la bondad ni la maldad ni la felicidad ni la desdicha de una manera absoluta y permanente, se limitan a ser fragmentos de vida que nos confunden, según los vamos revisando. En ocasiones más bien fugaces somos felices; en otras, bondadosos, y en otras, estúpidos del todo. Pero nadie es permanentemente una cosa u otra.

El caso es que hace más de treinta años que murió mi madre y Lucas estaba conmigo aquel día y, desde entonces, nunca me dejó sola en ningún trance. Todos los pasé con él. Pasé de estar bajo la protección de mi madre a la suya. He vivido casi medio siglo entre uno y otro sin que haya existido un solo día de abandono. Mi madre se fue sabiendo que me dejaba en buenas manos. Por eso ahora me siento tan desvalida.

En este día horrendo en el que me da por echar la vista atrás, le recuerdo más todavía. Me asustan las marcas que va dejando la vida en mi cuerpo plagado de cicatrices. Pasaron más de tres años hasta que pude reponerme un poco de la muerte de mi madre. ¿Cuánto tiempo tardaré en recuperarme de esta ausencia? En nada he logrado ser una excepción, salvo en perder prematuramente a mis seres queridos. Supongamos que Lucas no vuelve, que se cumple la estadística y me queda todavía un cuarto de siglo de vida o más. ¿Voy a pasar otros veinticinco años lloriqueando por las esquinas? Creo que jamás me sentiré protegida. Desde el día en que se fue tengo los ojos enrojecidos. Nadie sabe cuánto dura el llanto. Me repito todos los días el lema que un viejo mandarín mandó grabar en un sello para ofrecérselo a un futuro príncipe: «También esto pasará». Le aconsejó que lo leyera en los momentos más difíciles y dolorosos, pero, sobre todo, que lo tuviera presente cuando la vida le sonriera, porque las mayores crisis surgen por lo que se tiene, más que por lo que se es, aunque con demasiada frecuencia se confunde el tener con el ser.

Mientras voy en el tren, miro las piedras que rellenan las traviesas de las vías y recuerdo que un día le pregunté qué sentido tenían esas piedras, y me explicó que las ponían allí para que drenasen el agua de las lluvias. Estas cosas ya no se las puedo preguntar a nadie, porque se supone que debería saberlas. Él me aclaraba todas las dudas. Tenía la costumbre de preguntárselas y la absoluta convicción de que me daría la respuesta precisa. Cuando se fue mi madre, al menos me dejó en sus manos y, sin embargo, él me ha dejado colgada en el vacío. Si me viera tan torpe, tan insegura, tan triste…, ¿volvería? Me consuela imaginar que me protege desde donde se encuentra. Pero no logro creérmelo del todo, porque ni le siento ni le intuyo. Podría manifestarse de una manera más eficaz. Sólo llevo la carta en la que me indica un itinerario que en este preciso instante estoy siguiendo con docilidad. Espero encontrarle al final del camino.

2

Llego a León y mis ojos se detienen en el reloj de la estación. Parece el mismo que he mirado tantas veces con impaciencia, cuando desaparecía mi hermano y se oía el silbato del tren anunciando la salida. Marca las cuatro y dos minutos de la tarde en el preciso instante en que desciendo por la escalera cargada con la maleta. Me quedo esperando a que pase un minuto más para comprobar si la aguja larga hace un movimiento brusco. En efecto, todos los relojes hacían lo mismo y siguen funcionando como entonces, cuando mi tío Macario nos recibía en el andén para ayudarnos a transportar el voluminoso equipaje que necesitábamos para los tres meses de verano. Era la primera escala del viaje, pasábamos una noche en su casa y, al día siguiente, cogíamos otro tren de vía estrecha hasta Pola de Luna, el lugar de mis sueños, donde conservo los mejores recuerdos de mi infancia. Allí dejé para siempre la tumba de mi perro, el cine de verano, las rosquillas de anís, los tarros de farmacia, los revolcones en el prado, los carros de bueyes, los cangrejos de río, la tienda de Aniceto, los pecados del primer amor.

Atravieso la sala de espera y me quedo a la intemperie, sin darme cuenta de que la lluvia me está empapando. Nadie me espera en la estación. A nadie le preocupa si mitren llega con retraso. A nadie le importa que tarde unas horas más o menos, o unos días más o menos. He avisado a mi tía Olvido que iré a visitarla, pero no quise precisar la fecha por si me arrepentía. A su edad, las visitas resultan inquietantes porque interrumpen sus costumbres. Es decepcionante comprobar que mi vida cotidiana no le importa absolutamente a nadie; que, en el fondo, estorbo con mis previsiones, que molesto con mi solicitud de compañía. La lluvia me empapa la cara y nadie nota que estoy llorando. Tonterías. ¿Quién iba a notarlo?

En el tiempo transcurrido desde que tomé la decisión de recuperar la historia de mi abuelo he tenido falsas percepciones. El otro día, al salir de casa, me paré para darle un recado al portero y, de pronto, me pareció que Lucas hablaba con él como si no hubiera pasado nada. Le decía algo así como que la comunidad, además de arreglarnos la gotera de la pared, tenía que restaurar un cuadro de su padre enmohecido por la humedad. Escuché, con absoluta nitidez, que el portero le daba la razón y se despedía.

– No se preocupe, don Lucas, yo me encargo de decírselo al administrador.

No pude verle, pero juro que lo viví tal como lo cuento. A la mañana siguiente tenía una llamada perdida en mi móvil con su número de teléfono. Le llamé cien veces, pero no dio señal alguna.

Y es que, hasta este momento, había mantenido la esperanza de que hiciera conmigo el viaje. Ahora me veo atravesando el puente de San Marcos, camino del hostal, y tengo la certeza de que no me acompaña. Quizá esté allí, esperándome en el hall, para darme la sorpresa.