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Atravieso las puertas de cristal con el corazón a punto de estallar, miro a las personas que están sentadas en los sillones de la derecha, a otro grupo que sube la escalera, salgo de nuevo y echo otro vistazo a la explanada, pero no le encuentro. Voy al mostrador y pregunto al recepcionista si han dejado alguna nota para mí.

– No, señora, no hay nada.

Mientras relleno los datos de la reserva, busco el móvil, llamo y me pongo enferma cuando oigo la voz estúpida de siempre: «El servicio de contestador de Telefónica le informa de que no tiene mensajes».

– Su habitación es la 207, señora, espero que sea de su agrado. Feliz estancia.

¡Qué falta de sensibilidad! ¡Qué poca intuición la de este tipo! Estaré aquí quince tristes días. No soy consciente del tiempo, de las próximas semanas, de los meses, del año, de la vida que me queda por delante. Vivo sin pensar. Hago lo que creo que debo hacer y nada más. Lo cierto es que no ha venido. Sigo sin aceptar que no está. No quiero rendirme.

Mi habitación es espaciosa, da a una luminosa galería exterior y tiene una cama inmensa. Mientras busco el mando a distancia para apagar la televisión, miro las llaves y pienso si el número 207 encierra algún mensaje cabalístico. Siempre me sale el siete. Hago toda clase de combinaciones sin sentido. Me asomo al balcón y veo tras los árboles el río Bernesga, donde arrojaban los cadáveres de los republicanos al comienzo de la guerra. No quisiera empezar ya con esta monserga, pero a eso he venido, de modo que no perderé más el tiempo. Marco el número de teléfono de mi tía Olvido.

– Hola, tía, soy Paula. ¿Cómo te encuentras?

– Muy bien, hija, muy bien. ¿Dónde estás?

– En San Marcos, recién llegada.

– ¡Qué sorpresa! No te esperaba hasta el fin de semana.

Me asombra que mi tía Olvido conserve una voz juvenil a los ochenta y siete años. Me sorprende su energía, su salud, su fortaleza y, en el fondo, me desazona que sea la única superviviente de mi familia.

– ¿Quieres venir a comer mañana?

– No, tía, me apetece comer aquí.

– ¿En el hostal?

– Sí, me han dicho que se come muy bien.

– Sí, hija, pero es carísimo.

– No importa, tía. Ya comeremos en tu casa otro día.

Macario, el marido de mi tía, el que iba a buscarnos todos los veranos a la estación, murió hace diecisiete años, y desde entonces, Olvido vive felizmente sola. Al menos, eso dice, que no necesita compañía. Quizá dentro de diecisiete años yo pueda decir lo mismo y sea capaz de vivir sola y tan tranquila como ella.

Encuentro la habitación demasiado rústica. Las paredes enteladas, la colcha rígida, la madera oscura, los cuadros vulgares, el baño antiguo, las lámparas amarillentas, la luz tenue… Nada contribuye a aplacar mis ánimos. Me siento en la butaca de hierro de la terraza a contemplar el paisaje mientras decido qué hacer hasta la hora de dormir. El clima no acompaña a dar un paseo por la ciudad. Sigue diluviando. Tendré que deshacer el equipaje, ordenar los papeles, darme un baño, pensar o simplemente esperar a que se acabe el día.

Intento recordar el número de la habitación que ocupamos Lucas y yo en los días felices. No era ésta, desde luego, pero no lo recuerdo. ¿Y si voy a buscarla? No, mejor no haré esa locura. ¿Y si me tomo una copa en el bar? ¡Qué espanto! Siempre me ha parecido penoso ver a un tipo solo en la barra de un bar con una copa en la mano; peor aún si se trata de una tipa solitaria. ¡Qué pensamientos tan estúpidos! ¿De modo que considero menos triste la soledad de un hombre que la de una mujer? ¿Tanto he cambiado? Sí, debo admitirlo. Hasta me da miedo salir del hotel.

Ni siquiera sé por dónde empezar la conversación con mi tía Olvido. «Me han pedido que escriba una historia sobre la Guerra Civil, o mejor, sobre los desaparecidos». ¡Qué estupidez! ¿Cuántos centenares de libros se han escrito sobre ese mismo tema? Cincuenta mil, trescientos mil… ¿Cuántos kilómetros de estanterías ocupan? Mejor le digo que he venido a buscar la carta del abuelo. ¿Y si me dice que no existe tal carta? ¿Y si no se acuerda de nada? Lo mejor será que deshaga el equipaje, ordene los papeles y me dé un baño con agua caliente. ¿Y después…? Son sólo las seis de la tarde. No me voy a meter en la cama…

3

Lleno la bañera y cuando me voy a desnudar, me apetece salir del hotel, quizá con la esperanza de acortar el tiempo y caer rendida en la cama. Pido un paraguas en recepción y atravieso la explanada, voy paseando por la orilla del río hasta la glorieta de Guzmán el Bueno y atravieso la calle de Ordoño II, las plazas de Santo Domingo y de San Marcelo y la calle Ancha. Sin saber cómo, llego a la catedral, aterida de frío, con los pies empapados y una humedad que me cala hasta los huesos. Todavía no han encendido las luces interiores que iluminan las vidrieras. Hay viejos sentados en los bancos del exterior, como en las fotos amarillentas de mi tío Macario. Seres que parecen haber muerto centenares de veces y regresan para sentarse en el mismo lugar. Les resulta indiferente mi presencia. Son fantasmas que coinciden conmigo en este momento. Todos están muertos menos yo. La iónica que sobrevive a lo largo de los siglos es la catedral que nos contempla. La misma que vio a mi abuelo Román antes de que le fusilaran a poca distancia de aquí.

Ya ha anochecido. Franqueo la puerta y me atemorizan las sombras oscilantes del templo, alumbrado tan sólo con la luz trémula de las velas. De pronto, todo se ilumina como el estallido de una antorcha. En esa orgía de luz, elevo los ojos hacia los rosetones góticos de las vidrieras, que parecen gigantescos soles. Siento una especie de armonía cósmica, el profundo estremecimiento de la eternidad, y hablo con Dios.

– Dios mío, no tengo ganas de morirme, en absoluto, pero carezco de ilusión por la vida -susurro para mí misma-. No me interesa el futuro, malvivo el presente y sólo pienso en cómo recuperar el pasado.

– La vida es sagrada -me responde una voz.

– Me mantiene un único deseo -continúo sin extrañarme-. Quizá me falte fe o humildad, pero te lo pido con insistencia, con fervor, con lágrimas: Dios mío, quiero que vuelva.

– Tu vida también está hecha de momentos de dolor. Tienes que reflexionar sobre tu desesperación. Nadie está fuera de mi alcance -me parece escuchar desde las alturas.

– Supongo que Lucas tampoco. ¡Devuélvemelo!

– Los rezos que contienen peticiones son triviales -me reprocha.

– Te lo suplico -insisto, alzando la voz.

– No creo en las súplicas. Las oraciones sólo deben ser un acto de agradecimiento por la existencia.

Debería responderle que cada religión tiene su propio paraíso y que para mantener mis creencias tengo que interpretar el espíritu a mi manera.

Estoy dispuesta a prolongar el delirante diálogo con quienquiera que sea mi interlocutor hasta que una mano se posa sobre mi hombro y me interrumpe con brusquedad y malos modos.

– Vamos a cerrar el templo.

Va repitiendo la frase de un modo rutinario. Ignoro si el hombrecillo impertinente de la sotana es clérigo, sacerdote, fraile o sólo el portero, pero ni se inmuta al ver mis lágrimas.

– No llores, hija mía, tus súplicas serán atendidas. Vuelve mañana a rezar, pero ahora tienes que marcharte. -Y añade con un desesperante soniquete-: Se pueden seguir contemplando las vidrieras iluminadas desde el exterior.

¡Qué desagradables resultan esta clase de intermediarios con la eternidad! Abandono la catedral indignada y, desde luego, con menos fe de la que creía tener en ese instante de exaltación. Sé que hasta los más descreídos pasan por algún arrebato místico, incluso llegan a levitar, al verse solos en el interior de la imponente mole de piedra y mirar hacia el caleidoscopio de las vidrieras cuando el sol las ilumina. En estos lugares es fácil sentirte flotando en el aire fuera de tu propio cuerpo. Alguien que no recuerdo en este momento me describió con todo detalle las percepciones extracorpóreas que sintió durante un viaje astral en la Alhambra de Granada. Los científicos insisten en que tan sólo se trata de una anomalía cerebral y no de una experiencia mística. Me contaba mi padre que existen pocos lugares con tanta fuerza magnética como la catedral de León. Tal vez por eso casi siempre hay algún visitante esotérico que se planta en el centro del crucero con un péndulo en la mano para calibrar la energía. Al principio, el péndulo oscila acompasada y lentamente, pero llega a adquirir un movimiento vertiginoso. No he hecho la prueba, pero he visto cómo otros lo hacían. Es cierto. Esta catedral es la más frágil, extraña y bella de cuantas conozco. La más luminosa y armónica. El mejor lugar para meditar. A lo largo de los siglos ha sido destruida y construida multitud de veces y siempre ha estado rodeada de mitos, alegorías y misterios. Según la leyenda, el topo que se encuentra sobre la entrada de San Juan destruía por la noche los cimientos que los canteros levantaban cada día, hasta que, hartos de trabajar inútilmente, pusieron una trampa, consiguieron cazarlo y, como si fuera un trofeo, lo incrustaron en el muro para ejemplo de las generaciones venideras. Hay versiones diversas sobre este y otros misterios, porque cada uno los cuenta a su manera. Ni siquiera los historiadores y los arqueólogos se ponen de acuerdo. Unos dicen que la catedral está asentada sobre las ruinas de unas termas romanas previas a la era cristiana, pero mucho antes fue un lugar sagrado para las culturas dolménicas. Lo cierto es que sus profundos cimientos se construyeron, a partir del siglo XIII, sobre numerosas capas superpuestas de restos humanos. Mi padre, al que siempre le gustaba dar explicaciones convincentes sobre los enigmas, decía que su fuerza telúrica procede de los distintos osarios, y de los enterramientos surgen todas las historias terroríficas que nos contaban de niños para meternos el miedo en el cuerpo.