Se pasó el resto de la noche en la cocina de pie junto al horno, sin dejar de sonreír a quienquiera que le hablara y fingiendo sumarse a las carcajadas de la gente. Se olvidó de Terry Hewitt y del rencor que debía de haberla impulsado a cebarse con trozos de tarta de frutas y pastel glaseado, tragando antes de acabar de masticar, engullendo comida y llenándose la boca en un intento de tapar el pánico.
III
A ocho kilómetros, al otro lado de la ciudad, en su pequeña casa gris de Townhead, Gina Wilcox estaba sentada en su inmaculado salón. Se había olvidado de poner la calefacción y el aliento le salía por la boca como un espíritu que tratara de abandonar su cuerpo. Tenía la mirada fija en la pantalla parpadeante del televisor; esperaba la noticia atenta y muerta de miedo por su bebé.
Capítulo 7
I
Paddy, de pie junto a la tumba abierta de la abuela Annie, se protegía los ojos del aguanieve mientras observaba una cuerda sedosa que se deslizaba por la pared grumosa de tierra negra; de pronto, recordó que en un cazo, junto a la cocina, se había olvidado los seis huevos duros que necesitaba para su dieta. Se pasaría el día como gorda sin derecho a indulto. Estuvo a punto de jurar en voz alta. Sean sintió que se ponía tensa a su lado y confundió su agitación con empatía. Le puso un brazo alrededor de los hombros y la atrajo hacia él. Le cubrió la cabeza con la barbilla con un gesto protector, pero no se dio cuenta de que le estaba clavando los dedos en la grasa del brazo, con lo que no sólo le recordaba que era gorda y baja, sino también que era gorda, baja y, además, tenía unos brazos horriblemente gordos.
II
Empujó las puertas y entró en la redacción; luego, colgó su abrigo acolchado mojado en un gancho junto a la puerta. Dub ya estaba sentado en el banquillo de los chicos de los recados. Keek, el jefe de ellos, estaba de pie frente al banco, balanceándose sobre un pie de manera inestable, mientras Dub lo miraba con desagrado.
– No -le dijo Dub con paciencia burlona-, no tienes ninguna gracia. Una broma o un chiste son los prerrequisitos para ser gracioso; tú, al contrario, estás siendo penosamente desagradable.
Ken hizo una mueca para fingir despreocupación, y se acercó a la mesa de deportes.
– ¿De qué iba todo esto?
Paddy cogió un ejemplar del News y ojeó la portada. La noticia de Brian Wilcox llevaba la firma de J.T.: dos muchachos jóvenes estaban siendo interrogados sobre su desaparición.
– Ese tío es un gilipollas -dijo Dub a media voz, mientras miraba si había alguna llamada por la redacción. Cuando vio que no la había, se acomodó otra vez para leer, con una pierna larguirucha apoyada sobre la otra. Llevaba unos pantalones de cuadros rojos y verdes y un cárdigan marrón con el frontal de piel. Un lunes por la mañana, Paddy le había descubierto restos de lápiz de ojos entre las rubias pestañas. Dub se conocía los nombres de todos los grupos de música locales, en cuya existencia Paddy sólo reparaba cuando se deshacían o se marchaban a Londres.
Se puso otra vez a leer el periódico. Habían arrestado a los muchachos y los habían interrogado durante la noche. Había dos testigos que afirmaban haberlos visto llevarse al niño del jardín de la casa de su madre. Paddy volvió a leer el artículo. Notaba que J.T. se había dejado algo. Los abogados del Daily News solían censurar partes importantes de información una vez redactada, y notaba que allí lo habían hecho. Estaban los chicos, y estaba el niño, y, de pronto, el pequeño estaba muerto; la noticia se leía como si le faltara el párrafo causal. A última hora, se había añadido un encarte, justo antes de sacar la edición, en el que se leía que los dos chicos habían sido trasladados a un lugar secreto después de que se hubiera formado una turba de gente frente a la comisaría de policía. Cuando fue arrestado en 1969, Meehan había sufrido el acoso de una turba frente a los Juzgados de Ayr, y ella había ido de peregrinaje el sábado, cuando todavía estaba en el colegio, para ver el ancho patio en el que se había congregado aquella masa de gente. La muchedumbre le pegó a Meehan un susto de muerte, a pesar de que era un criminal endurecido. No podía imaginarse cómo podrían soportarlo los muchachos.
Tocó a Dub con el codo.
– ¿Qué pasa con el caso Wilcox? ¿Qué es lo que no están contando?
Dub se encogió de hombros.
– ¿Están buscando a los hombres que están detrás de todo, o ya los han encontrado?
– Que yo sepa, tan sólo están buscando el cuerpo del niño -dijo él, antes de volver a su lectura.
Dub no escuchaba nunca los rumores que circulaban por la redacción. Ella no entendía por qué quería trabajar en el periódico; ni siquiera parecía que le interesaran las noticias.
Golpeó por debajo la revista de música del muchacho.
– Alguien debe de haber dicho algo.
– Están buscando al niño -repitió él indignado-. ¿Qué quieres que te diga?
El movimiento repentino que se extendió por la redacción hizo que levantaran la vista. Había un grupo de hombres agolpados alrededor de un teléfono en la mesa de sucesos, absortos, observando a un hombre de pie que recibía noticias que le hacían sonreír, asentir y gesticular al grupo con el pulgar hacia arriba.
– No sé cómo puedes leer esta bazofia -dijo Paddy, señalando la revista de música-. Está escrita por un puñado de idiotas con pretensiones.
– ¿Esto es una mierda? Pues tú lees libros de crímenes de verdad y ni siquiera puede decirse que sean textos.
– No seas estúpido; si está escrito, es texto.
– Son libros sensacionalistas, están impresos sobre papel de envolver de la carnicería. Eso no es literatura.
Ella le dio una patada en el tobillo.
– Dub, Macbeth es una historia criminal. El Nuevo Testamento es una historia criminal.
Él había perdido la discusión, pero no estaba dispuesto a reconocerlo.
– Jamás me fiaría del gusto de una mujer que lleva botines de goma.
Paddy sonrió, mirándose los pies. Sus botines eran tan sólo de cartón laminado, pero eran baratos, negros y combinaban con todo.
Al otro lado de la redacción, Keck soltó una carcajada servil por algún comentario hecho en la mesa de deportes. Llevaba cuatro años tratando de meterse en el periodismo deportivo, pero jamás había escrito nada. Su estrategia consistía en merodear por la sección de deportes y reírles las bromas.
Terry Hewitt, el caradura cretino con cuerpo de botijo que la había llamado gordinflona en el Press Bar, había sido ascendido desde el banquillo el año anterior; la promoción dependía de lograr publicar una serie de artículos antes de que los editores ni siquiera te tomaran en consideración.
Paddy hojeó las páginas interiores del periódico en busca de cualquier crónica criminal interesante que pudiera seguir. Dub dejó que se pusiera cómoda, esperó a que bajara la guardia, y luego le devolvió la patada. Por suerte, llevaba ese tipo de zapatos con suela blanda de crepé de tres centímetros.
– Uy, sí, qué daño me has hecho, ¿ha llegado Heather?
– Está por ahí, en el edificio.
La cavernosa redacción estaba dividida en tres departamentos: sucesos, especiales y deportes. En el centro de cada departamento, había una mesa grande, unas cuantas máquinas pesadas de escribir Atex de metal gris, y espacios vacíos destinados a los editores. Cada departamento tenía características distintas: el de Especiales se consideraba intelectual; Sucesos era pomposo y engreído; y Deportes era el enrollado de la redacción, la mesa en la que siempre había buenas meriendas y risas, y en la que siempre parecían estar masticando cementosas tabletas contra la indigestión que dejaban descuidadas por encima de la mesa.