Paddy encontró a Heather sentada al borde de una de las mesas vacías, en el rincón frío y alejado del despacho en el que los periodistas especializados y los freelance pulían sus artículos. Revisaba un sobre de recortes sobre la Gran Depresión que un corresponsal de Economía estaba usando. Heather trabajaba sólo a tiempo parcial, el resto de la semana lo invertía en estudiar en el politécnico que había arriba de la colina, donde hacía de editora de la revista de estudiantes. Mientras Paddy se avergonzaba de su ambición, Heather se mostraba deliciosamente grandilocuente sobre la suya: había convencido a Farquarson de que la dejara investigar un artículo para la revista estudiantil sobre los periodistas, y de ello había obtenido un carné del sindicato y una columna mensual sobre la vida de los estudiantes. Al lado de Heather, Paddy se sentía lumpen y torpe. Era ese tipo de mujer capaz de distinguir entre los distintos tipos de flores y que lleva suelta la larga melena. No les hacía la pelota a los borrachos y tenía el aspecto seguro de alguien que está de paso hacia un periódico de ámbito nacional. Hasta Terry Hewitt parecía un poco intimidado a su lado.
A Heather le resbaló la carpeta de acordeón de la rodilla. A siete metros de distancia, era perfectamente evidente que estaba coqueteando con el tipo de Economía, rozándole el brazo mientras lo escuchaba establecer paralelismos entre esa recesión y la otra. Era bajo y tenía los hombros de un niño de doce años.
– Dios mío -Heather se deslizó una mano por debajo de la melena rubia y ondulada, que colocó por encima del hombro-, es asombroso. -Levantó la vista, vio a Paddy y le sonrió.
– Eh.
– Eh, Paddy, ¿te vienes a fumar un cigarrillo conmigo?
Paddy se encogió de hombros. No fumaba, pero Heather nunca se acordaba. Después de dejar los periódicos en la mesa del hombrecito, Heather se levantó y siguió a Paddy hasta un rincón, donde se acomodaron en el alféizar de la ventana, sentadas rodilla con rodilla. Heather se abrió un paquete de diez de Embassy Regal, sacó uno de los gruesos cigarrillos y se lo encendió.
– Ah, por cierto, ¿a qué hora sales hoy?
– A las cuatro -dijo Paddy-, ¿por qué?
– Me han invitado a salir en la unidad móvil con George McVie. ¿Quieres venir?
Paddy sintió una punzada de envidia en la nuca. El coche de la unidad móvil disponía de una frecuencia de radio policial y circulaba de noche recogiendo incidentes y tragedias por toda la ciudad. Prácticamente un cuarto de las noticias de sucesos del periódico podían llenarse con estas historias de la unidad móvil. Todos los periodistas habían hecho ese turno en algún momento. Había historias increíbles de saltos de un edificio de apartamentos a otro, de fiestas donde el alcohol manaba hasta del baño, de altercados caseros que habían derivado en disturbios callejeros. A pesar de toda la acción del lado más duro de la ciudad, nadie quería trabajar en el coche: la cultura laboral del Daily News prohibía el entusiasmo, y aquello era un trabajo mucho más duro que estar sentado en la oficina toda la noche, recogiendo alguna llamada ocasional.
Sin embargo, secretamente, Paddy se moría de ganas de que le tocara a ella. Lo que más le gustaba de lo que se recogía en el coche eran las historias más insignificantes, imágenes agridulces de la vida callejera de Glasgow que nunca alcanzaban las páginas del periódico: una mujer con un hacha clavada en el cráneo, todavía en estado de choque, y que conversaba tranquilamente con un conductor de ambulancia; un hombre que se masturbaba en un cuarto de las basuras y que había muerto porque un palomar se le cayó encima y lo aplastó; una violenta discusión entre una pareja que desembocaba en el asesinato de él a golpes de costillar de cerdo congelado.
– ¿Cómo has conseguido que te invitaran? -Preguntó, intentando disimular su malicia-. ¿Te ha pedido Farquarson que fueras?
– McVie dijo que podía acompañarle un par de horas. Estoy pensando en escribir un artículo sobre el turno de unidad móvil para la revista del politécnico.
Paddy sólo fue capaz de no poner los ojos en blanco. Heather escribía el mismo par de artículos una y otra vez: escribía sobre el hecho de ser estudiante periodista para el Daily News y, luego, escribía sobre ser estudiante de periodismo para la revista del politécnico.
– Vale, está bien. -Intentó actuar con desenfado-. Me gustaría acompañaros.
Pero Heather adivinó que estaba encantada.
– Pero no te hagas muchas ilusiones. Puede que me raje si el artículo no me sale. Tengo que encontrarme con él en el coche, aquí delante, a las ocho en punto.
Se separó del alféizar con un impulso y se alejó dejando un rastro de humo por la redacción. Se le había caído un pelo largo y rubio en el alféizar. Paddy lo cogió y se lo enrolló en un dedo, sin dejar de mirar a Heather, que se movía sigilosamente por entre las mesas, con su culito apretado que llamaba la atención de los hombres a su paso.
Paddy se bajó torpemente del alféizar, levantando bien las piernas para no rasgarse los leotardos negros de lana con el borde de metal. Se había puesto los leotardos recién lavados por la mañana, y ya estaban un poco deformados por las rodillas.
III
La puerta del despacho de Farquarson se cerró para la reunión editorial de las dos de la tarde, y todos los que estaban en la redacción se relajaron; aquel momento era una especie de descanso no oficial que algunos aprovechaban para hacer llamadas personales. Uno de los chicos de Sucesos cogió la llamada.
– Se confirma que Brian Wilcox está muerto -anunció al colgar el teléfono.
Alguien en la redacción murmuró un leve «hurra», y los otros periodistas se rieron.
Keck le dio un golpecito a Paddy con el codo.
– Tienes que fingir que te ríes -dijo en voz baja-. Es lo que hacemos cuando ocurren estas cosas.
Paddy lo intentó. Estiró las comisuras de los labios con fuerza, pero no fue capaz de sonreír de manera convincente.
– Nadie te obliga -le murmuró Dub, por encima de la cara de Keck-. Perder la humanidad no resulta esencial, aunque ayude.
Enfurruñado, Keck respondió a una llamada y los dejó solos en el banco. El periodista que había cogido la llamada sobre Brian arrancó la hoja de su cuaderno con un gesto teatral y se levantó, se dirigió a grandes zancadas al despacho de Farquarson, llamó y, luego, abrió la puerta.
– Han encontrado el cuerpo de Brian Wilcox -dijo, y Paddy pudo oír a Farquarson soltando una maldición fuerte y sincera. Nadie deseaba tener un titular recién aparecido en medio de una reunión editorial-. Lo estrangularon y lo dejaron al lado de una vía del tren, cerca de la estación de Steps.
Paddy le hizo un gesto a Dub. Steps estaba a muchos kilómetros, demasiado lejos como para que los dos muchachos hubieran podido ir andando desde Townhead.
– Los llevó un adulto.
Dub sacudió la cabeza.
– Eso no lo sabes.
– Te apuesto lo que quieras.
– Vale, lo que quiera.
A través de la puerta abierta, Paddy oyó como Farquarson soltaba tacos y ordenaba reorganizar su agenda, que dejaran eso, que metieran la declaración policial en primera página, y le decía a alguien que llevara a J.T. a Steps con un fotógrafo:
– Comprobad que los dos muchachos siguen detenidos y pedidle a alguno de los chicos que me suba un whisky doble del Press Bar.
Un subeditor de Especiales asomó la cabeza por la puerta y miró a Paddy.
– ¿Lo has oído?
Ella asintió, se levantó y se dirigió a las escaleras.
Abajo, en el bar, McGrade llenaba tranquilamente los estantes del fondo con botellitas tintineantes de refrescos. Había dos periodistas calentando motores para la hora punta de la tarde. Cuando se enteró de que era para Farquarson, McGrade le dio un Famous Grouse doble y lo apuntó en la libreta grande y azul que guardaba debajo del mostrador.