– ¿En qué puedo ayudarle, amigo?
– Buenas noches, señor Taylor. Me llamo George McVie y soy el reportero jefe del Scottish Daily News. Se me ha informado de que esta noche ha habido un incidente aquí. Me pregunto si me podría dedicar diez minutos de su tiempo para hacerle unas cuantas preguntas.
Paddy se quedó pasmada ante el buen hacer y la gracia de McVie. El señor Taylor también se sintió cautivado y halagado porque el Daily News mandara a su reportero jefe para su historia, algo que McVie ya preveía cuando le dijo la mentira.
El señor Taylor los invitó a pasar a su salón formal y guardó la pipa en su bolsita de goma amarillenta mientras su silenciosa esposa preparaba té y ofrecía magnánimamente unas galletas de mantequilla. La chimenea de fuego eléctrico no estaba encendida, pero la luz roja giraba lentamente bajo una montaña polvorienta de carbón, regular como una sirena.
El señor Taylor ocupó el sillón grande y sentó a McVie a su lado en el sofá. Paddy quedó relegada al otro extremo, junto a la puerta, lo más lejos posible de la conversación principal. Mientras los escuchaba por encima del tic-tac del reloj, a Paddy le pareció oír a alguien que sollozaba al fondo del pasillo, leve y acompasadamente como una tetera cuando se entibia.
Bajo la sorprendentemente delicada presión de McVie, el señor Taylor contó que, cuando su esposa se encontraba lavando los platos hacia las ocho, había oído griterío en la calle. Ambos se asomaron a la ventana y vieron un cuerpo que colgaba de una farola delante de su casa. La señora Taylor llamó a la policía y a una ambulancia desde el teléfono del vecino, pero, para entonces, el hombre ya estaba muerto. Pegada a su pecho con una aguja, encontraron una carta dirigida a Patsy, la hija del señor Taylor. Cuando la policía llegó a su puerta, Patsy confesó haber recibido otra carta en el trabajo aquella misma mañana. El chico que se había colgado era Eddie, un tipo de su trabajo que estaba enfadado porque no quería salir con él. Mientras lo contaba, el señor Taylor tenía la mirada fija en la taza de té, y Paddy tuvo la fuerte sensación de que estaba mintiendo.
– ¿Podría enseñarme la carta, por favor? -Preguntó de golpe-. Es para ver cómo se escribe el nombre de Eddie, porque, si lo escribo mal, los abogados me echarán una bronca terrible.
Ambos hombres se habían olvidado de que estaba. Se incorporaron y la miraron sorprendidos.
– ¿Esta es tu parte del trabajo, no es así? -le dijo el señor Taylor.
Paddy asintió y se sacó un bloc de notas del bolso. Estaba prístino, con su tapa azul marino de cartón duro con una goma elástica envolviéndolo. Acababa de robarlo del armario del material aquella misma tarde.
El señor Taylor vaciló un momento antes de buscar la carta.
– Hay mucho vocabulario grosero en ella.
– Eso no me preocupa. -Paddy sonrió con gallardía-. En este trabajo ya he visto de todo, así que me limitaré a ignorarlo.
El hombre buscó debajo de su cojín y sacó un sobre amarillo claro que le entregó a Paddy.
– ¿Tú no debes de ser periodista?
Ella miró a McVie. Si él era el reportero jefe, ella podía ser periodista.
– Sí -dijo-, lo soy.
McVie desvió su atención y le pidió que repitiera de nuevo su historia porque era vital que tuvieran bien anotados los hechos minuto a minuto.
Paddy sacó del sobre la hoja doblada y la abrió. Deslizó el lápiz por encima de su bloc, como si estuviera copiando el nombre, mientras leía la carta rápidamente. La hoja era de una libreta de niña pequeña, tal vez de una hermana menor. Tenía la silueta de un caballo negro en la parte de delante, como si galopara por un campo lleno de niebla. Resultaba obvio que Patsy y Eddie habían sido más que meros conocidos. El tipo hacía referencia a salidas anteriores, y a su padre, a quien llamaba fanático. Pero Eddie era un hombre enfurecido. Le decía a Patsy que era una zorra y que se mataría si no quedaba con él esa noche. Paddy dobló la carta con cuidado y la deslizó por entre las páginas de su bloc y, luego, volvió a dejar el sobre vacío sobre la mesa, a la vista de todos.
McVie se dio cuenta, se levantó y le hizo un gesto a Paddy para que también se levantara.
– Gracias por su tiempo, se lo agradecemos muchísimo.
El señor Taylor miró el sobre y se dio cuenta de que estaba vacío. Supo que había cometido un estúpido error. Se abalanzó delante de McVie y agarró el bloc con una mano y la muñeca de Paddy con la otra, intentando separarlos.
– Señor Taylor, suéltela ahora mismo -dijo McVie, indignado como un cura en un bar de cabareteras-. Es sólo una niña.
– ¡Malditos demonios! -El señor Taylor se lo arrancó y encontró la carta dentro-. ¡Sucios y mentirosos demonios! ¡Fuera de aquí!
Los persiguió hasta la entrada, los empujó a través de la puerta y la cerró de un portazo detrás de ellos. McVie miró a Paddy, resoplando y con expresión de euforia.
– ¿Entonces fue el padre el que los separó?
Ella asintió.
– Ya me lo había parecido. -Estuvo a punto de sonreír pero se refrenó-. Esta vez no la has fastidiado demasiado.
– Gracias -dijo Paddy, tomando el cumplido en la medida de su intención-, asqueroso ignorante.
Mientras salían de la zona ajardinada y bajaban por la avenida, Billy dio marcha atrás lentamente, dejando que el coche se deslizara hasta el final del sendero. Paddy no tenía ganas de volver a entrar en el coche con Billy, con toda aquella animosidad y clima desagradable.
– Es una cosa bien tonta -aminoró el paso hasta convertirlo en un paseo- matarse para enojar a alguien.
– Sí, bueno -McVie se ajustó a su paso-, eso no será noticia. No vamos a sacar un artículo que diga «Pequeño lunático atontado se suicida». Son los detalles los que configuran la verdadera historia. La verdad es cruel y escurridiza, eso es lo que nos enseña este juego, eso, y a no fiarte nunca de los jefes. -Levantó la vista hacia la farola en la que se había colgado Eddie, y valoró con cuidado si tenía alguna información importante más para transmitir a la generación siguiente-. Ah, y, desde luego, te enseña que la gente es gilipollas.
El humor de McVie se había suavizado, hasta el punto de llegar a hablar con Billy.
– Bueno -dijo mientras se dirigía otra vez al coche-, en realidad, sí que había una historia.
Billy se encogió de hombros.
– De todos modos, ¿quieres ir?
– Claro, por qué no.
– ¿Ir adonde? -preguntó Paddy.
Ninguno de los dos le respondió.
Billy no iba a más de veinte por hora, dejando deslizar el coche lentamente durante un par de calles. En el centro del barrio, pasaron junto a un parque de columpios a oscuras con toboganes pequeños y columpios con cinturones para bebés que brillaban por la escarcha. Billy tomó una curva cerrada un poco demasiado rápido y siguió avanzando unos cien metros antes de aparcar.
A Paddy le llevó un minuto ubicarse. Siguió la mirada de McVie por la suave pendiente de la calle y reconoció la verja de cintas verdes antes que nada.
Fuera de la casa de los Wilcox, no había nadie, pero las luces del salón estaban encendidas. Lo único que la destacaba de las otras casas de la modesta hilera eran las cintas amarillas atadas al azar a la barandilla, los lazos sucios, empapados por la exposición a los elementos. Uno de ellos era un lazo grande y jovial de un ramo de flores que resultaba obscenamente alegre, colgado de un ángulo cerca de la puerta.
– La casa de Gina Wilcox -dijo Paddy.
Billy sonrió al espejo.
– Estamos aquí para buscar una noticia que le pueda salvar la carrera -dijo mirando a McVie-. Quiere dejar el turno de noche, pero se ha puesto en contra a demasiada gente. Sobre estos muchachos se construirán carreras: podrían ser más importantes que el Destripador.