– Sí, tú sabes mucho de eso -dijo McVie-, porque eres un maldito taxista. Bueno, chica, tú quieres ser periodista, ¿no? ¿Qué ves aquí?
Paddy lo miró medio divertida, esperando verlo reír ante la endeble artimaña, pero McVie no se rio. Esperaba, de verdad, que ella le dijera todo lo que podía deducirse de la escena. Nerviosa, fijó de nuevo la mirada en la casa.
– Hum… No lo sé. -Tal vez hubiera alguna norma no escrita sobre el hecho de dar información y nadie se la había contado. Paddy veía el interior del salón vacío. Las cortinas de la ventana no tenían visillo, los objetos decorativos eran pequeñas baratijas-. No demasiado.
El sofá y el sillón eran marrones y viejos, con tapetes que protegían los gastados respaldos y apoyabrazos. Era un juego de butacas de persona mayor, tal vez donado a la pariente pobre por un familiar o, quizá, comprado de segunda mano. En el centro de la pared, encima de la repisa de la chimenea de gas, había un reloj de madera con la silueta de África y con puntos rojos en la costa sur. Había alguien en la familia Wilcox que había emigrado a Sudáfrica. Hubo muchas familias de clase trabajadora que lo hicieron, atraídas por historias de antiguos conductores de autobús que ahora tenían casas con piscina, o de antiguos lampistas que ahora viajaban en avión privado.
– No veo nada de nada. ¿Los dos muchachos son de este barrio?
– No, de Barnhill -dijo McVie.
Paddy conocía la zona. Había ido una vez, a un funeral.
– Está a unos tres kilómetros al norte. ¿Así que vinieron aquí, cogieron al niño, fueron a Steps, lo dejaron allí y volvieron a casa solos? ¿Qué edad tienen?
– ¿Diez? ¿Once?
Paddy sacudió la cabeza.
– Y, de entrada, ¿qué hacían aquí, si viven en Barnhill? ¿Conocen a alguien de aquí?
McVie sacudió la cabeza.
– No. La policía cree que vinieron a usar los columpios, después de verlos desde la carretera, tal vez desde un autobús que los llevaba al centro; entonces, vinieron a jugar, vieron al pequeño Brian y, bueno, ya sabes.
Habían pasado por el parque de los columpios, y Paddy se dio cuenta de que era para bebés, para niños de hasta cinco años. Los columpios tenían una pendiente más suave que el horizonte. Hasta había una caja con arena, y los caballitos estaban rodeados de material de goma acolchado para que los pequeños pudieran caer dando volteretas sin hacerse daño. Paddy miró a su alrededor. Al otro lado de la calle, sobre un borde de césped, y más allá de una ancha avenida, estaba la pared alta trasera de la estación de autobuses. El parque de los columpios no era ni tan siquiera visible desde la carretera: estaba bien protegido en el centro del terreno.
Paddy estaba convencida de que alguien que conocía la zona había llevado a los chicos: los había llevado un adulto.
– Bueno -dijo Paddy a la vez que se reclinaba-, yo no veo nada.
Billy sacó el coche y Paddy miró la zona alejarse por la ventana. Gotitas de una fina lluvia empezaron a manchar el parabrisas. Se tapó la boca con la mano, tratando de no sonreír. Era capaz de leer la intriga. Veía pautas ante las que McVie y Billy estaban ciegos.
III
Estaban en el puente de Jamaica Street cuando lo oyeron por la radio. En Govan, un bautizo se había convertido en una reyerta de bandas y, de momento, ya se había saldado con un muerto. McVie dio una patada al respaldo del asiento delantero, y Billy pegó un volantazo, le cerró el paso a un autobús que venía en dirección contraria y recibió un bocinazo por su cara dura. Empezó a nevar con fuerza; copos del tamaño de pétalos de rosa caían graciosamente de un cielo negro como el tizón. Los peatones se evaporaron de las calles, y los coches aminoraron la marcha hasta adoptar un ritmo precavido. En los diez minutos que les llevó llegar a la dirección que buscaban, la capa de nieve se hizo más espesa y se pegó como parches a las paredes oscurecidas de hollín.
Cuando llegaron a Govan, las bandas ya se habían dispersado. La imponente calle estaba despojada de coches y formaba un valle profundo entre dos largas hileras de casas residenciales de ladrillo rojo. La capa crujiente de nieve que cubría el suelo estaba puntuada regularmente por los lunares cálidos naranja de las farolas. Había todavía unos cuantos policías sueltos dispersos bajo la nieve que caía; apuntaban nombres y direcciones de un puñado de testigos muertos de frío y que deseaban desesperadamente volver a meterse en sus casas, arrepentidos de haber salido a mirar al chico muerto.
Billy acercó el coche a la acera. Invitada por él, Paddy siguió a McVie fuera del coche. Los enormes copos de nieve se le pegaban al pelo y a la cara, y se posaban en sus hombros y pecho, empapando su abrigo acolchado. Miró al suelo y vio unas gotas frescas de color carmesí que se fundían con la nieve de la acera.
McVie se acercó a uno de los policías.
– Alistair, ¿qué pasa?
El policía señaló la esquina y le explicó que un chico de dieciocho años había sido acorralado en casa de una familia inocente por un grupo de cinco miembros de una banda rival. El chico había intentado huir saltando por la ventana, pero se le había enganchado el pie, y eso había hecho que se cayera de bruces. A continuación, chocó de cabeza con el suelo y murió al instante.
Mientras el policía hablaba, Paddy permanecía a dos metros; miraba las manchas oscuras de sangre que se colaban por la blanca nieve hasta alcanzar el pavimento negro de debajo, y seguía el rastro del cuerpo hasta las marcas de las ruedas de la ambulancia marcadas en la calle.
– Vamos. -McVie hizo un gesto con el dedo, y Paddy lo siguió hasta el callejón que se abría entre dos bloques de apartamentos.
En el estrecho y oscuro paso, la nieve apenas había llegado al suelo. Estaba iluminado por el reflejo en las ventanas de las cocinas de más arriba. McVie se detuvo delante de ella y emitió distraídamente un chasquido de disgusto con los dientes. Paddy miró alrededor de sus piernas y vio un revoltijo pegajoso y desigual que formaba un halo alrededor de un punto central de contacto. Un montón de pelos largos y castaños chupaba la sangre. Ella pensó que debía de tener el pelo muy seco. Se quedó mirándolo, sin sentir emoción alguna, sorprendida por su propia reacción de frialdad. No sintió nada, tan sólo una fuerte ilusión de estar ahí, de ser testigo de unos hechos que habrían ocurrido de todos modos.
McVie levantó la vista hacia la ventana abierta de una cocina y trazó la trayectoria del chico desde la ventana del tercer piso hasta el suelo. La ventana seguía abierta de par en par y dentro había un grupo de gente reunido. Un policía de uniforme miró hacia ellos y, al advertir que se trataba de McVie, los saludó alegremente. McVie estaba ocupado apuntando cosas en su cuaderno, de modo que fue Paddy quien respondió al saludo con la mano. Se le empezaban a dormir los pies y estaba hambrienta. Miró otra vez la sangre de un chico de su misma edad. Esto era exactamente lo que quería hacer el resto de su vida. Exactamente esto.
McVie cerró el cuaderno de golpe y le indicó con un gesto que volvían al coche.
– Ya está bien; por hoy, hemos acabado, así que te dejaremos en casa.
– Yo no me voy a casa. El turno todavía no ha acabado.
– Mira, está cayendo un montón de nieve y nos vamos a quedar colgados. -La empujó hasta fuera del callejón, pero ella supo que lo hacía de manera simpática-. Con este tiempo, todo el mundo se queda en casa, ni siquiera se pelean entre ellos. Todas las llamadas serán de coches atrapados. Volveremos a la redacción y recogeremos el resto de noticias de la noche por teléfono.
Paddy no sabía si creerlo o no. Dio unos golpecitos a la ventanilla de Billy y, cuando éste la bajó, le preguntó si volvían a la redacción. Billy miró al cielo.
– Claro -dijo-, de lo contrario nos quedaremos colgados por la nieve.
La nieve amortizaba el ruido de la ciudad nocturna. La poca gente que vieron por la calle intentaba cobijarse del tiempo, y avanzaba con cuidado como si anduvieran de puntillas por una gran mancha de aceite. Billy se concentraba en la carretera mientras McVie y Paddy escuchaban los avisos por la radio, que cada vez eran menos y más espaciados entre ellos. La ciudad se echaba a dormir. Pasaron frente a los Gorbals y las luces estridentes del complejo residencial de Hutchie E, pasado el borde del Glasgow Green y del canódromo del Shawfield Stadium, y, luego, enfilaron por Rutherglen. Cuando llegaron a Eastfield, había al menos tres centímetros de nieve.