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– Sean, tengo que contarte algo.

Sean la miró y la ternura de sus ojos se convirtió rápidamente en miedo:

– ¿Qué?

Ella consideró echarse atrás.

– ¿Qué? -insistió él.

Paddy respiró profundamente.

– Hoy he visto una foto de los muchachos que mataron a Brian Wilcox. Creo que uno de ellos es Callum Ogilvy.

Él la miró y parpadeó.

– ¡Venga, hombre!

– Era él. Lo miré una y otra vez; tenía sus dientes pequeñitos y su pelo. Es él.

– Pero si los Ogilvy viven en Barnhill, y esos chicos eran de Townhead.

– No, el bebé era de Townhead.

Perplejo y ansioso, Sean buscó en su rostro síntomas de estar haciendo alguna broma extraña. Desvió la mirada y pegó una larga chupada a su cigarrillo.

– Frente a la comisaría donde los tenían detenidos se formó una turba de gente, de modo que los trasladaron. Vi una foto tomada a través de la ventanilla del furgón policial.

Él se pasó una mano enorme por la cara, y se frotó los ojos con fuerza como para despertarse.

– ¿Qué calidad podía tener la foto?

– Era lo bastante buena. -Ella intentó cogerle la mano, mientras lo observaba para intentar discernir qué estaba pensando.

– Qué tontería. -Sean apartó la mano-. Nos habríamos enterado, nos habrían llamado, ¿no crees?

– ¿Tú lo crees?

Él sopesó la posibilidad, y su voz bajó de volumen:

– ¿Mataron a ese chaval?

Paddy sintió que ya había hablado bastante:

– No lo puedo decir con exactitud, lo único que sé es que están arrestados.

– ¿Y puede que no sea nada?

Mintió para facilitarse las cosas:

– Puede que no sea nada de nada. -Le apretó la mano con la suya.

Satisfecho por haberla hecho retroceder, lanzó la ceniza de su cigarrillo contra la nieve inmaculada.

– ¿Por quién me cambiaste, anoche?

Ella se quedó sorprendida por su tono herido y le tocó el codo.

– No, no, Sean, no te di ningún plantón, de verdad; no pude ir al cine porque tenía trabajo. Tuve la oportunidad de hacer algo.

– Y te quedaste sola en la oficina, ¿no?

– De hecho, salí en la unidad móvil. -Se acordó del salón de casa del señor Taylor y del momento en el callejón en que saludó al policía de la ventana iluminada de la cocina de ladrillos.

– Ya, ¿lo ves? -dijo Sean, mostrándose repentinamente cáustico-. En realidad, yo no tengo por qué saber lo que es una unidad móvil, porque yo no trabajo allí.

– Es sólo un coche que va de un lado a otro y visita las comisarías y los hospitales para recoger noticias. Lleva una radio. -Él no parecía muy interesado, de modo que Paddy trató de ser más concreta-. Fuimos a ver una pelea entre bandas callejeras y, justo antes, a una casa en la que un tipo se había colgado de una farola sólo para molestar a su novia, ¿te imaginas? -Él no respondió-. La noticia ha salido hoy en el periódico, sólo unas líneas, pero estar allí fue… -quiso decir que había sido emocionante, que ojalá pudiera hacer eso cada noche durante el resto de su vida, pero se corrigió- interesante.

– Qué asco. -Echó una calada enfurruñado a su cigarrillo.

Le sonó tan mezquino que no supo qué decir. Desvió la vista hacia el jardín nevado. Entre ellos, aquella situación se repetía cada vez más a menudo. Cuando había gente alrededor, estaban bien; luego, se tomaban de las manos y se sentían muy cerca y deseaban estar solos, pero, tan pronto como lo estaban, reñían.

– Ha sido una noche interesante. -Se inclinó hacia fuera, escapando al cobijo, y se metió en la tormenta-. No estaba previsto que fuera, pero lo pedí y dijeron que no había problema.

– Qué ambiciosa eres -dijo Sean a modo de reproche.

– No, no lo soy -reaccionó Paddy.

– Sí, lo eres.

– No soy tan ambiciosa.

Dio una nueva calada a su cigarrillo.

– Eres la persona más ambiciosa que conozco. Me cortarías a trocitos si eso te sirviera para trepar.

– Va, déjame en paz.

Él torció la boca con una sonrisita amarga.

– Sabes que es cierto.

– Puede que sea ambiciosa, pero tengo escrúpulos. Es algo muy distinto.

– Ah, ¿admites que sí eres ambiciosa?

– Tengo escrúpulos. -Paddy dio una patada a la nieve del peldaño con un gesto petulante-. No he hecho nunca nada que te pueda hacer dudar al respecto.

Permanecieron en el peldaño, mirando al infinito, cada uno de ellos siguió la discusión mentalmente.

– ¿Por qué no puedes conformarte con seguir adelante como el resto de los mortales? -Sonaba razonable.

– Sencillamente, me interesa mi trabajo, ¿qué tiene eso de malo?

Ella comprendía por qué le molestaba: Sean quería que se quedaran en el mismo lugar y cerca de la misma gente durante el resto de sus vidas, y su ambición amenazaba este planteamiento. A veces, se preguntaba si salía con ella, una chica rechoncha que no era ni la mitad de atractiva que él, porque confiaba en que le estaría agradecida y se quedaría a su lado.

– Y eres competitiva -le dijo como si le estuviera confesando sus propias debilidades a regañadientes.

– No lo soy.

– Lo eres, todo el mundo lo sabe. Eres competitiva y, para ser sinceros -añadió en voz más baja para adoptar un tono confidencial-, eso me asusta.

– Por el amor de Dios, Sean…

– Si tuvieras que elegir entre tu trabajo y yo, ¿con cuál te quedarías?

– Me cago en diez, ¿quieres parar?

Él tiró el cigarrillo al jardín, al rincón al que siempre tiraba sus colillas. Paddy sabía que debajo de la nieve había cachitos de cigarrillos liados del largo y caluroso verano pasado, cuando ambos acababan de salir del instituto y vivían pegados. Ella acababa de empezar en el Daily News y no sabía si sería capaz de aguantarlo. Encima de ésta, había otra capa de ceniza y filtros del lluvioso otoño, cuando Sean empezó a trabajar y tuvo un poco de dinero de verdad para permitirse cigarrillos de verdad. Y encima, estaban las colillas de Navidad, cuando se sentaban en el peldaño a oscuras con una mantita encima de las rodillas y se hacían arrumacos; allí mismo, Sean, el Día del Boxeador, después de almorzar, le propuso que se casaran. Toda esa intimidad se había evaporado desde que se comprometieron, y Paddy no era capaz de entender por qué.

Sean mantenía la mirada en el árbol flaco y solitario del fondo del jardín.

– Me da miedo que me dejes.

– Oh, no pienso dejarte, Sean. -Paddy buscó su mano, llena de callos e hinchada por el trabajo, y la levantó hasta tocarla con los labios. Le besó la palma de la mano con todas sus fuerzas-. Seanie, tú eres mi amor.

Él le acarició la mejilla con la otra mano y se miraron el uno al otro con tristeza.

– Lo eres -dijo ella con firmeza, sin saber muy bien a quién trataba de convencer-. Eres mi querido, amado Sean, y jamás te dejaré. -Pero mientras lo decía deseaba con todas sus fuerzas que fuera verdad. Le dolía la garganta-. Sube conmigo al piso de arriba y nos enrollamos, ¿vale?

Él se miró los pies; ella le volvió a besar la mano.

– Sean, no debí decir aquello del muchacho; no estoy segura de lo que vi. Sube conmigo.

Le tiró de la manga para animarlo, mientras abría la puerta, temerosa de soltarlo, no fuera a escapársele y desaparecer por la nieve para siempre. Lo sostenía con fuerza y tiró de él para hacerle entrar, y así lo atrajo hacia la calidez.