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III

La puerta de la habitación estaba bloqueada por un armario grande, de modo que había que entrar de lado. Detrás, había dos camas individuales con un espacio estrecho entre ellas. A los pies de cada cama, había una cómoda con cajones, encima de las cuales las chicas exponían sus pertenencias más preciadas. Paddy tenía un tarro de gomina verde clara Country Born junto a todas las baratijas que Sean le había comprado: un frasco de perfume Yardley; un ridículo cuello de volantes para pegar a sus prendas y tener un look neorromántico instantáneo; unos muñequitos que representaban dos ositos que luchaban entre ellos, con capas hechas con retales de ropa J-cloths y cinturones de cable eléctrico plateado que Sean les había hecho durante una mañana ociosa en el trabajo. Mary Ann guardaba sus sombras de ojos encima de su cómoda, colocadas en pequeñas tropas de azules y verdes y rosas. Tenía sólo una negra que Paddy le compró para su cumpleaños y la había colocado delante de todo, junto al lápiz de ojos azul que usaba siempre.

Paddy tenía un póster de los Undertones encima de la cama. Era la primera foto que había visto que reflejara su propia vida: en ella, había mucha gente vestida con ropa barata, mal alimentados, embutidos en un pequeño salón con una foto del Sagrado Corazón en la pared. A Mary Ann, le gustaban más las fotos de ídolos de ojos humedecidos: Terry Hall y un Patrick Duffy de ojos tristes miraban hacia su lado de la habitación.

Con siete adultos deambulando por la casa, en el hogar de los Meehan había poco espacio para la intimidad. Para empeorar la situación, la puerta de la habitación de Paddy y Mary Ann era la primera al subir las escaleras, de modo que cualquiera que subiera podía escuchar lo que sucedía dentro. Invariablemente, cuando Paddy y Sean se empezaban a liar, alguien subía y los interrumpía; pero hoy todos estaban fuera, y Trisha y Con estaban abajo, mirando un programa irrepetible sobre las visiones milagrosas en Medjugorje. Estaban tan cerca de estar solos como jamás lo habían estado.

I'm the Man se demoró por el tocadiscos mientras Paddy se sentaba en la cama junto a Sean. No quería perderle. Quería hacer un gran gesto, un gesto bello e insensato que sellara su relación de modo que él no pudiera escapar de su vida cuando se despistara.

Sentados en la cama, se besaron con ternura. Ella le puso la mano en el pecho, presionándolo ligeramente, animándole a tumbarse.

– No, Paddy -murmuró él-. Pueden entrar tus padres.

Ella sonrió, le besó y lo volvió a empujar; lo pilló sin apoyarse, y consiguió que se reclinara un poco.

– No -dijo él más serio, mientras le apartaba la mano y se volvía a incorporar.

Empezó a besarla de nuevo, sin esperar que a ella le importara haber sido corregida de manera tan brusca; pero a ella sí le importaba. Paddy, ocultando su enfado, posó la mano sobre el muslo del chico hasta sentir que estaba relajado; siguió besándolo con ternura, frotando la nariz contra su mejilla y, muy lentamente, le acarició el muslo con un movimiento ascendente. Él se resistió, de modo que ella volvió a desplazar la mano lentamente hacia su rodilla, manteniéndola allí hasta notar que él volvía a relajarse. Le tocó la costura de la entrepierna.

– No -dijo él, aun permitiendo que continuara-, no.

Tenía una fuerte erección, ella lo notaba a través de los pantalones y disfrutaba al provocarle aquel efecto. Gimiendo, Sean le apartó la mano y retiró las piernas hacia el borde de la cama para alejarlas de ella. Jadeaba. Ella quiso tocarle el brazo, pero él la apartó.

– No.

Sean estaba inclinado y ella no entendía realmente por qué. No comprendía la geografía de los genitales masculinos. Había visto un esquema en un libro de texto de biología. La profesora se negó a enseñarles el módulo por motivos religiosos, porque contenía información sobre anticoncepción. Les dijo en qué página del libro estaba, y les dio una hora para que se lo leyeran en silencio. Paddy sabía que, cuando los hombres estaban vestidos, todos los órganos estaban colocados de manera distinta, cortados por la mitad y perfectamente guardados a un lado.

– No deberías hacer esto -le susurró él.

– ¿Por qué?

– Podría no ser capaz de detenerme.

– ¿Tienes que detenerte? -Él no respondió-. Tal vez yo tampoco pueda detenerme.

Él se sonrió y volvió a protegerse:

– Dijimos que esperaríamos. ¿Y si entrara tu madre?

Paddy se acercó a él y le deslizó la mano por el muslo.

– Yo no quiero esperar -le espetó.

Sean la miró y soltó una carcajada, a la vez que se inclinaba otra vez hacia delante.

– Yo no quiero esperar, Sean.

Estaba asombrado. Se incorporó, se quedó al otro lado de la cama y la miró.

– Bueno, pues yo sí. Quiero que cuando nos casemos sea algo especial; quiero saber que para los dos es la primera vez.

La vergüenza, perniciosa y pegajosa como el mismísimo napalm, recorrió el cuerpo de Paddy. Tenía que querer esperar. No tenía que querer tocarlo, no tenía que querer todo aquello porque era una chica. Su propia virginidad no podía ser nunca suya para ofrecerla, sino de Sean para tomarla.

Como notaba su resentimiento, Sean se acercó a tocarle el brazo y la atrajo hacia él por encima de la cama. La sostuvo con fuerza por los hombros en una postura contenida, manteniendo sus brazos pegados a los costados.

– Significas tanto para mí, Paddy. Eres toda mi vida, ¿lo sabes?

– Lo sé.

– Y eres una niña muy sexy -le dijo, tratando de ser amable con su transgresión-. ¿Qué eres?

– Muy sexy -dijo ella con tristeza.

Él notó la furia en su voz, vio la expresión dolorida en su rostro y supo que no estaba bien. Le puso la mano por detrás de la nuca y atrajo el rostro de Paddy contra su pecho, de modo que ya no tuviera que mirarla.

– No -le dijo con firmeza-, eres una niña muy sexy.

Capítulo 11

Dos damas luchadoras

I

Estaba empapada de un ligero sudor de puro terror. Jamás la perdonarían, ni Sean, ni su padre, ni nadie; jamás se creerían que no fue Paddy quien vendió la noticia.

Contempló la oscura mañana a través de la ventana del tren, con un ejemplar del Daily News en el regazo, y echó un nuevo vistazo al periódico. Dos detenidos por el pequeño Brian. Los titulares eran enormes, un viejo truco de maquetación que servía para disimular la falta de texto, pero fue el encarte del final del artículo lo que le dolió. Era una descripción en primera persona de la vida familiar del chico A, y trataba sobre la vergüenza y el asombro de los parientes católicos irlandeses que habían abandonado al muchacho. El texto era farragoso, redactado con frases cortas y coloquiales. Para un lector no avezado, su pobre gramática podía parecer torpe y mala, pero Paddy la reconoció empapada de los errores típicos del discurso oral de Heather, que los subeditores habían dejado para que pareciera la voz auténtica de un católico pardillo, de ésos que tienen monstruos diabólicos por parientes.

Acabó de leer el resto del periódico para mantener los ojos ocupados. Caspar Weinberger, el nuevo secretario de Defensa de Reagan, decía que sería capaz de utilizar una bomba de neutrones en Europa occidental si ello le pareciera necesario para preservar la seguridad de Estados Unidos.

Paddy miró el blanco mundo por la ventana y se preguntó si sería posible que Caspar le hiciera el favor de apretar el botón antes de tener que volver a casa aquella noche.

II

Dub no podía creer que Paddy se ofreciera a repartir la nueva edición por todos los departamentos. Nadie se ofrecía voluntario nunca para hacer nada, y repartir los periódicos era una tarea aburrida, sucia y que te dejaba las manos y la ropa perdidas de tinta, pero Paddy no soportaba quedarse sentada ni un minuto más. Cogió el doble de periódicos de lo normal; se le aceleró el corazón mientras los subía y los bajaba por las escaleras.