Alrededor de la mesa, había papeles esparcidos por el suelo. Farquarson intentaba abrir una caja de rollitos de azúcar que había robado de la cantina, rasgando con un cúter el plástico grueso que envolvía la caja. Perdió los nervios y tiró del plástico hasta que se rompió de golpe, y todas las barritas cayeron desordenadamente por el suelo. Se agachó, recogió tres y empezó a desenvolver una, mientras le hacía un gesto a Paddy con el que la invitaba a participar.
– Cómete una.
Paddy cogió una y le dio las gracias. Abrió el envoltorio y dio un mordisco con la esperanza de que el hecho de comer juntos estableciera cierto vínculo entre ellos. Los rollitos de azúcar eran casi demasiado dulces hasta para ella. Hechos de patata saturada de azúcar, le provocaban dolor en los dientes e hipersensibilidad en las encías. Farquarson se acomodó en su butaca.
– Meehan -dijo con la boca llena de aquella pasta blanca y pegajosa-. Esta mañana ha llamado un tal señor Taylor para quejarse. Me ha dicho que había sido acosado por dos periodistas del Daily News. -Hizo una pausa para masticar-. ¿Tienes alguna idea de cómo funcionan los sindicatos en este negocio? ¿Sabías que en The Scotsman acaban de hacer una semana de huelga de celo porque un periodista se durmió en una imprenta? Richards te dio permiso para salir en el coche, no para que te presentaras como periodista del Daily News, ni para que robaras cartas de miembros de luto de la sociedad civil. He calmado al señor Taylor y McVie lo va a silenciar, pero no quiero que vuelvas a presentarte ante nadie como periodista. Podríamos tener un lío, ¿lo entiendes?
Paddy asintió con la cabeza.
– Tendrás que acostumbrarte a ser discreta con los sindicatos. Forma parte del trabajo. -Dio un nuevo mordisco-. Y ahora, ¿vas a contarme lo que ha sucedido en el lavabo?
– He discutido con Heather. -Pensé que ella se había peleado con el inodoro.
Fue una broma estúpida. Paddy no supo si era bienintencionada. Se miró los pies y dio una patadita a la pata de la mesa. Él volvió a aclararse la garganta. -No quiero saber por qué lo hiciste…
– Ella es un pedazo de mierda. -Sonó tan viperina que ella misma se sorprendió.
Farquarson levantó la vista con las cejas levantadas.
– Meehan, no voy a hacer de árbitro.
– Pero lo es.
– Mira, la hemos convencido de que no presente una queja formal, y yo de ti lo dejaría estar. Ahora, es la estrella del mes en la planta editorial porque acaba de traernos una noticia muy importante.
– No es su noticia -soltó Paddy-. Es la mía. Callum Ogilvy es el primo de mi novio. Vi una foto suya y me quedé muy alterada y confié en Heather. Mi familia me va a repudiar cuando lean el periódico.
Farquarson se quedó paralizado:
– ¿Ese chico es pariente tuyo?
– Yo jamás habría usado la noticia. -Súbitamente furiosa, sin importarle el despido ni que su vida se hundiera, golpeó la mesa tan fuerte que se hizo daño en la mano-. ¿Y qué tiene que ver ser católico irlandés con nada de eso? ¿Por qué lo menciona en la noticia? Si hubieran sido judíos, ¿lo habrían puesto en el segundo párrafo?
– Lo lamento.
– No está bien.
– Ahora no puedo hacer nada -dijo él inexpresivo-, pero entiendo por qué estabas tan disgustada.
Permanecieron en silencio durante un rato, evitando mirarse. Farquarson dio otro mordisco al rollito, y lo rompió entre los dientes con la máxima prudencia. Masticó sin hacer ruido hasta que Paddy rompió el silencio:
– ¿El niño murió por accidente? ¿Es posible que los chicos sólo jugaran con él?
– No, fue asesinado. Lo mataron.
– ¿Cómo están tan seguros?
– ¿De veras quieres saber los detalles?
Ella asintió con la cabeza.
Farquarson, a regañadientes, echó la cabeza para atrás y luego se limitó a decirle:
– Lo estrangularon y luego le aplastaron la cabeza con unas piedras.
– Dios mío.
– Fue algo brutaclass="underline" le metieron cosas dentro, palos, por el ano.
Farquarson miró hacia abajo, al dulce que tenía en la mano, súbitamente asqueado, y lo dejó sobre la mesa.
– ¿Podría tratarse de los chicos equivocados?
– No. Sus zapatos coincidían con las huellas que había en el lugar donde se encontró el cadáver, y llevaban la ropa manchada de sangre del niño.
Paddy empezó a sacudir la cabeza antes de que él acabara de hablar.
– Bueno, las manchas de sangre podrían tener alguna otra explicación. Se las podían haber puesto. Alguien pudo habérselas puesto.
Farquarson no consideraba la posibilidad de un error.
– El chico Ogilvy se echó a correr; cuando fueron a su colegio, antes incluso de que mencionaran al niño, intentó huir.
– Eso no significa que sea culpable -dijo ella, recordando el arresto de Paddy Meehan y la brutal huida de James Griffith-. Podía tener varios motivos para intentar escapar. Tal vez sólo estuviera asustado.
Farquarson se reclinó, cansado de pronto de escuchar a la díscola chica de los recados.
– Bueno. -Señaló el montoncito de rollitos-. Llévate uno para el viaje y dime: ¿ha llegado ya algún chico de los del primer turno?
– Un par -dijo Paddy, preguntándose qué era lo que podía querer de ellos. Tenían pinta de no hacer nunca nada-. ¿Cuáles le interesan?
– Da igual -dijo Farquarson-. Son intercambiables.
Capítulo 12
I
Paddy Meehan oyó la turba de gente a más de medio kilómetro de distancia; coreaban consignas en un tono bajo y lento que se iba acelerando poco a poco hasta hacerle sudar de pánico, provocando así que el hedor a orines y a preocupación del furgón policial se hiciera más intenso. Eran las diez y media de una mañana laborable, pero trescientas personas habían encontrado el tiempo de reunirse frente al Juzgado para ver al bastardo al que acusaban del asesinato de la anciana Rachel Ross.
No dejaba de pensar que el furgón estaba en medio de aquella muchedumbre, que el ruido era todo lo fuerte que podía ser, pero, luego, pasaba otro segundo, el vehículo avanzaba unos pocos metros más, y el ruido del exterior se hacía todavía más fuerte. Cuando finalmente se detuvieron, el ruido resultaba ensordecedor. Los dos policías de uniforme se miraron nerviosamente, uno de ellos sostenía el tirador de la puerta, el otro el brazo de Meehan. Se volvieron hacia los agentes de la policía criminal, que vestían de paisano, sentados al fondo del furgón, y esperaron la señal de salida.
– Vamos, chicos -gritó uno de ellos a los uniformados-. Vosotros dos, quedaos delante; nosotros os seguimos y le vigilamos la espalda. A la de tres: uno, dos… -Colocaron la manta sobre la cabeza de Meehan y, a oscuras, su rostro se convulsionó de pánico-. ¡Tres!
Las puertas traseras del furgón se abrieron de golpe, y los dos oficiales a ambos lados tiraron de Meehan hacia la calle. Veía el pavimento bajo sus pies, el brillo cobrizo de los zapatos del policía y el primer peldaño de subida al Juzgado. Mientras se tambaleaba a oscuras, oía voces de hombres y mujeres que gritaban, y a niños que chillaban que deberían colgarlo, que era un bastardo, un asesino. Los agentes criminales lo agarraron por detrás de la chaqueta, sin importarles los vapuleos y los empujones, y lo empujaron escaleras arriba. Los policías estaban asustados. Se apretaron contra sus codos y lo levantaron. En la repentina oscuridad que había bajo la manta gris, escuchó el rápido golpeteo de los pies que corrían por la calle y los gritos alentando a la muchedumbre que venían de lejos. Los policías se sobresaltaron cuando un zapato marrón le chocó contra la espinilla. El atacante fue repelido, y los policías arrastraron a Meehan por los últimos peldaños y lo metieron por las puertas.