Todas las veces anteriores que Meehan había estado en los juzgados, había esperado con paciencia en las celdas de detención, pero esta vez no. Cuando le quitaron la manta de encima, se encontró en una sala de testigos anexa al juzgado. No podía dejar que vieran lo asustado que estaba, de modo que agarró por las solapas al agente criminal que tenía más cerca y gritó, presa del pánico y el terror:
– ¡Haz tu trabajo! ¿Me oyes? ¡Haz tu maldito trabajo!
Lo apartaron, luchando contra la rigidez con que sus dedos se aferraban a la tela. Tenía los ojos desorbitados y resoplaba:
– Encontrad a Griffiths. Comprobad mi maldita coartada. Os di su dirección, ¿qué os pasa, tíos?
Mechan se recostó en una silla y miró hacia abajo. Tenía la pernera del pantalón empapada de sangre del zapato marrón.
Todo aquello era un error. Él era un ladrón, un profesional, un violador de cajas fuertes. Había aprendido el negocio con Johnny Ramensky el Delicado; tenía buenas referencias. Él no se metería nunca en semejante lío; y, además, tenía una coartada sólida. La noche del asesinato de Rachel Ross estaba en Stranraer con James Griffiths, y los habían visto. Habían recogido a dos chicas de Kilmarnock y las habían llevado a casa. Sólo tenían que hablar con Griffiths o con las chicas y lo dejarían libre.
II
Al mismo tiempo que el furgón de Paddy Meehan se disponía a ir al Juzgado de Ayr, cinco agentes de la policía criminal de Glasgow se marchaban en un Ford Anglia hacia la dirección que Meehan les había dado de su coartada, James Griffiths.
Holyrood Crescent era una elegante curva de casas pareadas que daban a un núcleo central de jardines privados. Griffiths tenía un par de órdenes judiciales pendientes por robo de coches, pero los agentes no estaban interesados en eso. Querían saber si estaba dispuesto a corroborar la historia de Meehan sobre la noche de la muerte de Rachel Ross.
A media mañana de un cálido día de verano, los árboles generosos de Holyrood Crescent desplegaban toda su frondosidad, y se mecían con la brisa cálida. La casa había sido construida como residencia unifamiliar, pero luego fue dividida en apartamentos de alquiler para viajantes de comercio o para familias decentes que, aunque estuvieran pasando un mal momento, quisieran seguir viviendo en una buena zona. Aquella mañana, los detectives habían hecho un reconocimiento de la finca. Habían interrogado al conserje sobre las costumbres de Griffiths. Seguramente se acababa de levantar, les dijo el hombre, y les prometió dejar abierta la puerta principal de la casa.
Ahora, los agentes eran conducidos escaleras arriba por su superior, siguiendo la alfombra roja gastada por el centro. La habitación de Griffiths estaba en el ático, en los antiguos apartamentos del servicio, donde las escaleras eran más estrechas.
El descansillo era pequeño y con una puerta sencilla de cuatro paneles. El primer agente que llegó llamó a la puerta con fuerza, mientras gritaba:
– James Griffiths, abra la puerta, es la policía criminal.
Se oyó una silla que se arrastraba por el suelo. Se miraron entre ellos.
– ¡Vamos, Griffiths, abra la puerta o lo tendremos que hacer nosotros!
El parquet crujió. Griffiths provocaba a cinco agentes. El investigador señaló a un agente y, luego, la puerta; hizo un gesto al resto de agentes para que retrocedieran y le dejaran espacio. Cuando se hubieron reorganizado todos ruidosamente por el diminuto vestíbulo, el agente gritó a la puerta:
– ¡Apártese, Griffiths, vamos a entrar!
Corrió hacia la puerta, con el hombro primero, apuntó al batiente, pero chocó y hundió uno de los paneles, que se abrió de golpe hacia la iluminada estancia y luego se volvió a cerrar con un chasquido. Lo vieron en menos de un segundo, y ninguno de ellos lo podía creer. Griffiths estaba sentado en una silla de madera, con una expresión mortecina en sus ojos con bolsas. Llevaba bandoleras de munición que le cruzaban el pecho, sostenía un rifle sobre el hombro y tenía un revolver de un solo cañón sobre el regazo. El agente había agachado la cabeza para no clavarse ninguna astilla y no había visto nada. Retrocedió y volvió a atacar. Esta vez, el panel de la puerta se rompió y cayó por el lado interior.
Enmarcado por la ventana astillosa, James Griffiths se levantó de la silla y elevó la nariz de su revólver. El primer disparo tocó al agente en el hombro y lo volteó mientras la carne y la sangre de su brazo se esparcían por las paredes del descansillo. El segundo disparo tocó el techo, e hizo explotar una nube de yeso y tela de crin por los aires. Los agentes se abalanzaron los unos sobre los otros para bajar el estrecho tramo de escalera. Se reunieron en el piso de abajo y llevaron al herido hasta la planta baja en un torpe revoltijo de sangre, mientras Griffiths disparaba al azar por las ventanas y contra las paredes.
Abajo, corrieron a la calle y encontraron a un transeúnte tumbado en el suelo, estupefacto y sin habla, con una pierna sangrando. El investigador gritó por la radio que Griffiths tenía al menos un revólver, a alguien le había parecido que también tenía un rifle, pidió que mandaran a hombres armados de inmediato, al ejército, a quien fuera, porque el animal estaba disparando a la calle.
Griffiths lanzó un último disparo al vestíbulo antes de huir por la puerta de atrás. En el jardín interior de la finca, había camas de madera apiladas con desconchones de barniz, sillas rotas y un sofá amontonados sobre un linóleo podrido. La puerta que daba al callejón estaba atrancada con una cómoda. Griffiths se encaramó a ella, dejó caer el revólver y el rifle sobre la pared desmenuzada de tocho y, tras coger impulso para saltarla, cayó al otro lado. Recogió sus armas y corrió callejón abajo.
Estaba más excitado que nunca en su vida, era como la sensación de robar un coche multiplicado por diez. Era un criminal de toda la vida y sabía lo que se jugaba. Después de aquello, la policía no lo dejaría vivir. Ahora no tendría que enfrentarse a las consecuencias. Sería como antes, cuando robaba o lo perseguían, pero ahora ya no tendría que volver a la cárcel nunca más.
Mientras se tropezaba por el suelo desigual, hipersensible al viento que le retiraba el pelo del rostro, y a la cálida brisa húmeda que notaba en su piel, sentía que estaba extasiado de que aquél fuera su último día. La camisa le ondeaba suelta sobre la piel, los pies caían sobre el césped húmedo y su propio corazón solitario le latía con fuerza dentro del pecho. Los muros quedaron atrás y se encontró en una calle despejada y residencial. El sol repentino le asustó, de modo que levantó el rifle y disparó tres veces. Veía figuras que corrían, y que se fundían con la claridad; luego, como si la imagen de otras personas hubiera sido un error, se volvió a encontrar solo.
Respiró, sintió el picor del sol en el sudor de las cejas, oyó su respiración hacia dentro, luego hacia fuera. Le sudaba la mano sobre el acero del cañón. Unas calles más abajo un coche se detuvo de forma demasiado súbita. Quería estar solo, pero cuando lo estaba se sentía confuso. Necesitaba tener público para mostrarse valiente delante de él. Estaba demasiado excitado como para conducir. Necesitaba un trago.
Era un pequeño pub con un exterior sin pretensiones, pintado de negro con un ribete sobre las ventanas. Dentro había dos viejos sentados en mesas separadas: uno leía el periódico, y sostenía que un trago de whisky a las diez de la mañana era un placer como cualquier otro; el otro viejo miraba hacia delante, temiendo apurar su copa.
El día entraba por las ventanas, pero la luz del sol no atenuaba la penumbra. Era un local tranquilo, un rincón contemplativo en el que reflexionar en paz. Tras la barra estaba el encargado, un antiguo boxeador fortachón, llamado Connelly, que miraba por encima de la nariz chafada el vaso que estaba secando. Entonces, Griffiths abrió la puerta de una patada para entrar en la sala seca y polvorienta. Connelly levantó la vista, a la vez que se sonreía por las bandoleras de Grififth, y pensó que se había vestido de gala.