– Mataré al primero que se mueva -gritó Griffiths. Los dos viejos se quedaron inmóviles, y el que leía el periódico se quedó con el vaso clavado a los labios-. Esta mañana ya he disparado a cuatro policías.
Se puso de pie en el raíl de los pies de debajo de la barra, cogió una botella de coñac del otro lado, la destapó y bebió directamente de ella. Sabía a pimienta y a emoción fuerte. Se vio a sí mismo ahí de pie, cogiendo lo que le daba la gana, y tuvo ganas de reírse. En vez de hacerlo, levantó el revólver hasta la posición vertical, disparó al techo y un trozo de yeso cayó al suelo. El hombre del periódico se encogió hacia delante para posar su vaso, y Griffiths se volvió y le disparó con el rifle. El muerto cayó hacia delante, con un hilillo de sangre que le caía desde su cuello hasta el suelo negro.
– Hijo de puta -musitó Connelly tirando el trapo al suelo-. Maldito hijo de puta. -Cogió la botella de coñac y la arrancó de la boquita sedienta de Griffiths; la lanzó al suelo, donde rebotó y rodó hasta la pared, a la vez que soltaba su contenido al suelo haciendo gluglú-. Míralo. -Señaló al rostro del viejo sobre la mesa, con el flujo de sangre del cuello brotando al compás del líquido de la botella-. Mira a Wullie. ¡Mira lo que le has hecho al pobre hombrecito, hijo de puta!
Incapaz de reprimir más su ira, Connelly salió corriendo de detrás de la barra y Griffiths se dio cuenta de que le importaba un comino cuántos rifles tuviera.
– ¡Fuera! ¡Fuera de mi pub!
Connelly lo cogió por el cuello de la camisa y lo estiró hacia la puerta, mientras Griffiths intentaba agarrarse a algo, apretando fuerte su revólver y su rifle contra el pecho. Cuando Connelly lo soltó, Griffiths se tambaleó hacia atrás por la puerta y, al instante, quedó inmerso por la luz blanca del verano. Connelly le gritó:
– ¡Y no vuelvas a entrar en tu vida! ¡¿Me oyes?!
Tuvo el tiempo justo de respirar profundamente y no perseguir al tipo hasta la calle antes de que los disparos silbaran a través de la puerta abierta, uno de los cuales le arrancó la manga de la camisa. Connelly se encogió, dobló las rodillas y puso su grueso cuello rígido para luego saltar a través de la pared de luz, y, entonces, gritó con toda la fuerza de sus dos pulmones:
– ¡¡¡Hijo de la gran puta!!!
Pero Griffiths ya había huido con sus dos pesadas armas a la altura de los hombros, hasta desaparecer por la esquina. Lo había perdido de vista, pero Connelly sabía exactamente adonde había ido. En la calle, todo el mundo se había quedado paralizado, mirando fijamente hacia la primera esquina a la derecha. Los coches se habían detenido en medio de la calle para que sus conductores pudieran mirar.
Al otro lado de la esquina, un camionero de larga distancia que se había detenido a consultar un plano de Glasgow oyó una serie de golpes. Levantó la vista para ver lo que parecía ser un pequeño bandido mejicano sin sombrero que corría hacia él, seguido a cien metros de distancia por un furioso musculitos. La puerta de la cabina de su lado se abrió de golpe, y el cañón de una pistola le apuntó a la cara.
El hombre cayó del camión, y Griffiths se aupó al interior de la cabina, puso el motor en marcha y salió, dejando a Connelly plantado en la acera, tan enfurecido que dio una patada a la pared y se rompió tres huesos de los dedos de los pies.
Griffiths condujo dos o tres kilómetros. El último giro de su vida fue hacia una calle sin salida en el centro de Springburn. Resoplando, detuvo el motor y tiró del freno de mano. En el salpicadero, había un paquete de cigarrillos Woodbine, debajo de un periódico amarillento. Se miró los dedos temblorosos al ir a cogerlo, y se reclinó en el asiento, sin dejar de vigilar la entrada del callejón por el retrovisor. Convencido de que la policía estaba justo detrás, esperó, fumando su pitillo y vigilando. No vinieron.
Convencido de que lo esperaban al doblar la esquina, abrió lentamente la puerta del lado del conductor y dejó caer al suelo el periódico amarillento, esperando que una bala de la policía impactara en él. El periódico cayó al suelo con un ruido sordo. La brisa cálida hizo crujir suavemente sus páginas. Griffiths dedujo que debía de estar en una calle sin salida. Salió con movimientos tentativos, con los rifles a la altura del pecho. Al bajar de la cabina, le resbaló un pie y cayó pesadamente sobre el talón, lo cual le hizo sentirse un poco ridículo por última vez en su vida.
Se apoyó las pistolas en las caderas y se alejó de la cabina. Apuntó a una farola, a una ventana ya rota de un apartamento, a la bocacalle. Estaba asustando a los transeúntes, a los policías, y provocaba que, por una vez, la ley le esperara a él, resistiendo como lo hacían los vaqueros en las películas.
Allí no había nadie. Los agentes desarmados habían mantenido demasiada distancia y lo habían perdido. La calle en la que estaba Griffiths se encontraba en una franja abandonada de bloques llenos de ratas y humedades. Los últimos movimientos en vida de James Griffiths, rodeado del aire suave del verano, fueron una metedura de pata, como su vida entera.
Por encima y más allá de los bloques de apartamentos, podía oír los gritos y las risas de unos niños que disfrutaban de las vacaciones de verano. Una urraca voló por encima de su cabeza, con un bello destello de turquesa en sus alas anchas y negros, y Griffiths se sintió súbitamente triste por marcharse. Habría sido una mala excusa para vivir. Un ataque de autocompasión le impulsó a salir corriendo y salió disparado hacia el bloque más alejado/ a través de la puerta y escaleras arriba. El edificio estaba en estado de putrefacción: de las paredes color Burdeos faltaban trozos de yeso del tamaño de un niño; los cristales de las ventanas de los descansillos estaban todos rotos. Corrió hasta arriba del todo y abrió una puerta de una patada.
Eran una sala y una cocina abandonadas; unas cortinas grises de suciedad ondeaban en la ventana rota. Las paredes estaban llenas de grumos y de manchas marrones provocadas por la humedad galopante. A través de la ventana, pudo ver un parque de columpios, dividido por la sombra que proyectaba el edificio. Allí era donde todo iba a terminar, en un sucio apartamento con mal olor y la ventana rota. Se quedó parado y recuperó el aliento, con los ojos llenos de lágrimas. Podía ser que no le dispararan; podía ser que le hablaran y lo convencieran de que se entregara y lo enchironaran de nuevo y para siempre. O si no, podía escaparse y verse obligado a marcharse lejos y a empezar otra vez de cero. Esperando, siempre esperando que las cosas le volvieran a salir mal.
Griffiths acercó un taburete a la ventana, levantó su rifle telescópico y empezó a disparar a los niños en la luz.
Lo último que vio James Griffiths fue un cañón de escopeta deslizándose por el buzón hacia él, una pequeña explosión de humo y llama. Mientras la bala volaba hacia él, su cerebro mandó una señal de sonreír. El impulso no tuvo tiempo de alcanzar los músculos faciales antes de que la bala le perforara el corazón.
III
Meehan estaba en el furgón, camino de su celda preventiva en la cárcel de Barlinnie. Había dejado de sangrarle la espinilla pero todavía le latía con fuerza, lo cual lo transportaba a la turba de los juzgados. Pensó con cariño en James Griffiths, con la esperanza de no haberlo molestado demasiado por haber dado su dirección a la policía, y esperaba que hubiera comprendido lo desesperado que estaba. Griffiths odiaba a la policía; no le gustaría que supieran dónde estaba, pero se trataba sencillamente de descubrir el pastel. Podía cambiarse de domicilio. Meehan le ofrecería pagar el depósito de un sitio nuevo.
El policía criminal esperó hasta que el furgón llegó a la carretera principal hacia Glasgow, y hasta que hubo un agente a ambos lados de Meehan, dispuestos a sostenerlo si enloquecía. Le dijo que Griffiths había muerto después de un largo tiroteo con muchas víctimas. Cuando registraron el cuerpo sin vida de Griffiths, encontraron un papel en el bolsillo de su gabán que coincidía con una muestra tomada de la caja fuerte de Abraham Ross.