Los agentes a ambos lados de Meehan vigilaban su reacción, dispuestos a saltar y propinarle una paliza si los atacaba. A Meehan, le tuvieron que decir tres veces que su amigo estaba muerto. Del todo. No enfermo, ni herido. Muerto. Se dejó caer en el asiento, apretando con la cabeza la pared del furgón. El truco del papel de la caja fuerte lo incriminaba, Meehan lo sabía. Había sido el Servicio Secreto. Le estaban tendiendo una trampa porque había traicionado a su país en Rusia.
Esperó hasta que estuvieron de regreso en Barlinnie y lo metieron en una celda de confinamiento, en una hilera de salas, que parecían armarios, en el patio de llegada, y que tenían el nombre escrito en tiza en la puerta. Desnudo y listo para el registro, Meehan se volvió de espaldas a la mirilla y sollozó aterrorizado.
IV
Aquella misma mañana soleada seguía avanzando en Rutherglen mientras un grupo de niñas y niños se reunían ilusionados en el patio de la capilla católica de St. Columbkill. Llevaban semanas recibiendo clases de confesión. A pesar de haberles explicado la base teológica una y otra vez, con detalles y por analogía, sólo los niños ya muy estropeados eran capaces de vocear con propiedad el concepto de pecado. Todo lo que la confesión significaba para la joven Paddy Meehan era la posibilidad de lavar su alma para poder hacer la primera comunión y llevar un largo vestido blanco con flores bordadas en el dobladillo y una capa de terciopelo azul. Cuando le llegó el turno, Paddy se hizo la foto con la capa de Mary Ann. Hasta las tres chicas protestantes de los Beattie, de la casa de al lado, se hicieron la foto con la capa y el velo, aunque les pidieron a los Meehan que no se la enseñaran a su madre porque pertenecía a la logia de los orangistas y en verano, cuando hacía buen tiempo, se manifestaba contra el Papa.
Los chicos de su clase se arrodillaron frente a ella en la cálida capilla en penumbra. Se reían y se daban codazos el uno al otro en el banco, cada vez más alterados hasta que la larguirucha miss Stenhouse apareció en silencio desde la capilla del lado oscuro, los miró y eligió a uno de ellos con un silencioso dedo indicador. Los chicos se separaron en el banquillo, sólo eran siete y seguían siendo manejables con una mirada.
El confesionario era oscuro y olía a cerrado, como el interior de un viejo armario. Tras la ventana enrejada podía ver al nuevo párroco, un viejo con pelos en la nariz del que nadie tenía derecho a reírse porque era cura. Se miraba las rodillas. Esperó un momento antes de animarla a empezar. Paddy dijo su parte, imitando el estilo recitado, mientras escuchaba mentalmente al resto de la clase recitar con ella.
– Perdóname, padre, porque he pecado. Ésta es mi primera confesión, y he cometido el pecado de faltar el respeto a mi madre y a mi padre. Le robé caramelos a mi hermana y luego mentí y mi hermano Martin se llevó las culpas.
– ¿Y entonces te confesaste culpable?
Paddy levantó la vista.
– Cuando acusaron a tu hermano de tu hurto, ¿te confesaste culpable?
A Paddy no le habían dicho que el cura hablaba. Eso la decepcionó.
– No.
El hombre exhaló un silbido a través de los pelos de la nariz y sacudió la cabeza.
– Bueno, eso está muy mal. Debes tratar de ser honesta.
Paddy pensaba que era honesta, pero un cura le estaba diciendo que no lo era y los curas lo sabían todo. Ahora temía contarle más.
– ¿Te arrepientes de lo que hiciste?
– Sí, padre. -Martin siempre la acusaba cuando él hacía cosas, siempre.
– ¿Y qué más pecados has cometido?
Paddy respiró profundamente. Una vez se había hecho pis en un recinto cerrado, y había pegado a un perro en el morro por gruñirle; pero no le podía contar esas cosas, porque eran todavía peores que acusar en falso a Martin. Respiró de nuevo y se abandonó al terrible pecado de no hacer una buena confesión.
– No recuerdo nada más.
Él asintió con vehemencia:
– Muy bien. -Musitó la absolución, le dio la penitencia de cinco ave marías y dos padrenuestros y la despidió.
De rodillas, en la primera fila de la capilla, Paddy miró a la niña que tenía al lado. Estaba contando hasta tres con los dedos mientras sus labios se movían recitando las plegarias. Paddy le debía siete dedos a Dios. Le parecía infinitamente injusto. Con tres dedos levantados ostentosamente, Paddy se volvió hacia los labios en movimiento y los ojos cerrados de los otros niños y se sonrió dulcemente mientras empezaba a musitar rápidamente: una patata, dos patatas, tres patatas, cuatro…
Después de la confesión, justo antes de la cena, Paddy se quedó de pie en la sala de su casa, contoneándose al ritmo de una canción que sonaba por la radio. Sus dos hermanos se peleaban en el sofá mientras Rory, su perro pelirrojo, intentaba meterse, con la colita dura asomándole por debajo del vientre.
En la radio, empezaron las noticias y la primera de ellas captó la atención de todos ellos: el norte de Glasgow había quedado paralizado cuando un hombre se paseó tiroteando a la gente. Los chicos dejaron de pelear y escucharon. La verga de Rory se encogió. El tipo había matado a dos policías y herido a cuatro transeúntes. La policía lo abatió a balazos, y Paddy Meehan había sido acusado de asesinato.
Los chicos se incorporaron y miraron a su hermanita, boquiabiertos, con los ojos abiertos de sorpresa.
Delante de Saint Columbkill, las niñas presumían de sus vestidos blancos mientras los niños gozaban sencillamente de estar juntos al aire libre. Paddy sabía que se moriría. Su madre la había vestido cuidadosamente con el vestido blanco de Mary Ann. Llevaba guantes blancos, hechos de una tela tan fina que las costuras de los dedos se veían desde el exterior. En los pies, llevaba calcetines cortos de encaje y unas sandalias blancas que le iban grandes. Su alma estaba demasiado sucia para tomar la comunión: había alguna astilla en ella que era una asesina.
Una vez vio a su padre, Con, coger una sartén con aceite de freír y ponerla bajo el grifo. El agua explotó, haciendo volar partículas del aceite hervido por el aire. Con todavía tenía gotitas rojas en el cuello. Eso es lo que le iba a ocurrir cuando tomara la comunión en su boca, Paddy lo sabía: agua fría en aceite caliente.
Su confesor de la nariz peluda recitó la misa; habló todo el rato con su tono clerical de cuatro tiempos, un método de emisión sin puntuación que borraba cualquier interés y significado de sus palabras:
Y ahora vemos
Que Dios amaba tanto
Este mundo
Que entregó a su único Hijo
Para lavar nuestros pecados.
De pronto, Miss Stenhouse estaba en el pasillo dirigiendo a los niños con los dedos, llevando a un niño y una niña de cada lado para que caminaran hasta la barandilla del altar y se arrodillaran. Paddy siguió el dedo, taconeando hasta la barandilla con sus sandalias blancas, y se arrodilló en el cojín de terciopelo.
El padre Brogan se acercó, flanqueado por los monaguillos. Se alegraba de que estuviera allí. Esperó que se le hicieran cicatrices en el cuello. Un monaguillo sostuvo una bandeja de plata bajo su mentón.
– El cuerpo de Cristo.
Ella pronunció su «amén», cerró los ojos con fuerza para contener una lágrima de pánico en el ojo izquierdo, y abrió la boca para recibir la Sagrada Eucaristía. Se le deshizo pronto en la boca caliente. El cura siguió avanzando pero Paddy permaneció de rodillas, con los ojos cerrados. Miss Stenhouse tuvo que darle un golpecito a la espalda para que saliera.
Se santiguó y volvió a arrodillarse a su banco. Le sonrió a la niña que tenía al lado. Sin motivo aparente, se rieron rápida y ruidosamente, mientras empujaban un libro de plegarias de un lado al otro por el asiento durante el rato que el cura estuvo dando la comunión a los adultos.