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Una vez fuera, a Paddy le hicieron muchas fotos. Mary Ann se hizo una foto con su capa y luego su madre las llevó al Cross Café a tomar un helado de dos bolas.

Y Jesús no hizo nada. Paddy estaba atenta a él en el colegio y en misa. Esperaba que se muriera el perro, o que sus padres se pusieran enfermos. Esperó durante semanas.

Un día especialmente malo, después de cenar, Paddy y sus hermanas estaban sin hacer nada en el salón de casa, subiéndose por los muebles, riñendo entre ellas por el mero hecho de sentirse encerradas, frustradas por la fuerte lluvia. Su madre estaba ocupada en la cocina y por la radio se escuchaba una emisora local, con el volumen a tope para enmascarar el ruido de los alterados niños. Fue la primera de las noticias escocesas. Paddy Meehan había sido condenado por el asesinato de Rachel Ross. Lo habían condenado a pasar el resto de sus días en la cárcel.

Mary Ann miró a Paddy.

– ¿Qué has hecho?

Caroline asintió:

– Has matado a una señora.

Paddy miró al techo y gritó con todas sus fuerzas.

Cuando Con Meehan llegó a casa del trabajo, se sentó en una butaca y se puso a su llorosa hija pequeña sobre las rodillas, con el periódico abierto y asegurándose de que estaba tranquila y cómoda para poder leerle. Leyó la descripción del juzgado, los comentarios de cada uno, los aspectos técnicos que ella no era capaz de entender, repasándolos con una voz aburrida para que la niña se calmara. Le explicó que el señor Paddy Meehan había hecho un discurso al tribunal, que se había levantado y les había hablado después de que lo declararan culpable; había dicho que era inocente de ese crimen, de la misma manera que lo era Jim Griffiths, y había concluido afirmando que cometían un grave error.

Paddy resopló y se limpió la nariz con el dorso de la mano.

– ¿Es verdad, papá? ¿Se han equivocado?

Con se encogió de hombros.

– Puede ser, cariño. Todos nos equivocamos. Y el señor Meehan también es católico.

– ¿Los que lo han metido en la cárcel son orangistas?

– Puede ser.

Ella lo tuvo en cuenta.

– Pero él no ha hecho nada malo.

Con hizo una pausa.

– Las cárceles están llenas de gente inocente. El señor Meehan deberá estar allí hasta que lo reconozcan.

Paddy lo pensó un momento. Luego se puso a gritar otra vez:

– ¡Oh, por el amor de Dios!

Con se levantó para permitirle que se deslizara torpemente por sus piernas hasta el suelo.

– Trisha -gritó, pasándole por encima y yendo hacia la cocina-, Trisha, ven y haz algo con ella.

Mientras estaba fuera, Mary Ann se acercó silenciosamente a Paddy, que gritaba en el suelo. Le acarició el pelo con torpeza.

– No llores, Baddy -le dijo arrepentida, usando el nombre de bebé de Paddy-no llores, bebé Baddy, no llores.

Pero Paddy no podía dejar de llorar. Lloró tanto que acabó vomitando sus macarrones con queso.

V

El drama continuo del confinamiento de Meehan evolucionaba lentamente a medida que Paddy se hacía mayor. Ella leía y releía todos y cada uno de los artículos y entrevistas, vio el documental Panorama un par de veces y visitó los lugares del caso: los juzgados de Edimburgo y Ayr, y el bungalow de Blackburn Place donde Rachel Ross fue asesinada. Leyó la crónica de Chapman Pincher del viaje de Meehan a Alemania del Este y planeó viajar algún día más allá del telón de acero para tratar de encontrar pruebas que corroboraran que él había estado allí. El gobierno británico sostenía que era una fantasía y que Meehan había estado en una cárcel británica todo el tiempo.

Paddy no dejó de creer en Jesús pero no confiaba en él. Incapaz de concebir un mundo sin una historia central, sustituyó la de Meehan, y le dio forma en su mente, rastreando el crescendo hasta su convicción y tratando de infundir racionalidad al caos que había sido su vida. Meehan se convirtió en su héroe noble, maldito y difamado de mil formas distintas. Sacó importantísimas lecciones del mito y emulaba las cualidades que proyectaba en éclass="underline" la fidelidad estoica, la corrección, la dignidad y la perseverancia. Fue puesto en libertad gracias al trabajo de campaña de un periodista, así que ella se convirtió en periodista. Dio conferencias en el colegio sobre el caso, y cambió su imagen de chica gorda y simpática por la de peso pesado intelectual.

Fue siempre el mito lo que la fascinó, nunca el Meehan de verdad. El Meehan real era moralmente torpe, estaba comprometido con una vida de pequeños robos, tenía mal carácter y un temperamento amargo. Ahora volvía a vivir en Glasgow; solía rondar por los bares del centro, y soltaba su historia a todo aquel que quisiera escucharlo, arruinándola. Había varios periodistas que le habían ofrecido presentarlos, pero ella no había querido conocerlo. Debía enfrentarse a la incómoda realidad de que Meehan no era un tipo agradable y de que intentaba ayudar a cualquiera menos a él mismo.

Capítulo 13

El colmado Vaughan
1981

En casa de los Wilcox, estaban todas las luces encendidas y las cortinas abiertas. Paddy estaba en la acera de enfrente, su aliento se cristalizaba en nubes de vaho, y se preguntaba por qué había venido. No era periodista, ni tenía una razón legítima para estar allí. Era sólo una chica gorda y estúpida que tenía miedo de volver a casa y enfrentarse a su madre.

La fachada de la casa era un rectángulo gris con un gran ventanal en la planta baja, y la puerta principal de color marrón. Delante, había una pequeña parcela de jardín fangoso, con parches de césped en los extremos que los zapatos del bebé Brian no habían desgastado. El jardín estaba rodeado por una verja de tres tiras metálicas, pintadas de verde y desconchadas. El pequeño Brian podía haber saltado fácilmente por entre los barrotes y haberse alejado hacia la animada salida de la carretera que había cerca; cualquiera podía habérselo llevado.

Paddy había estado en el parque de los columpios y allí confirmó todo lo que le parecía haber visto hacía un par de noches. Estaba bien escondido dentro del complejo de viviendas y Callum no podía haberlo visto por casualidad. Y aunque hubiera sido así, tampoco habría querido jugar en éclass="underline" era un parque de columpios para niños muy pequeños, con muy pocas atracciones para chavales más mayores.

Pensó en su casa y sintió una bola acida en la boca del estómago. Se dejó caer contra la farola. Si hubiera tenido dinero, se habría ido a pasar la velada al cine.

Al otro lado de la calle, vio un parpadeo de sombras en la ventana. Gina Wilcox estaba de pie en la esquina del salón. Se miraba las manos, y Paddy vio que sostenía una tela entre ellas y la acariciaba. Parecía una chica delgada y normal que limpiaba su casa, pero, incluso desde la distancia a la que se encontraba, Paddy podía ver que la mujer tenía los ojos tan rojos como un anochecer veraniego.

Gina se quedó quieta, tirando un momento de la tela. Tenía el pelo castaño y mojado, y cuando levantó la mano y se lo alisó, Paddy entendió el porqué. Debía de haberse pasado el día lavándoselo con distintos productos, para intentar quitarse de la cabeza la conciencia de que su bebé no iba a volver nunca más.

Un furgón anticuado azul marino, con letras blancas y violeta en los laterales, avanzaba lentamente hacia abajo detrás de ella. La adelantó y aparcó en el bordillo a cien metros de ella. La leyenda del lateral, pintada a mano, anunciaba que era un vendedor de víveres ambulante y que estaba conducido por Don Henry Naismith. La puerta trasera del furgón estaba cubierta por adhesivos de vivos colores de importadores de fruta y marcas de galletas. Pegado en la parte de arriba, desgastado por el viento y levantado por un lado, había un adhesivo en forma de tira con las palabras «AMIGO DE BlLLY GRAHAM».