Él se inclinó un poco por encima de la mesa, esperando una respuesta.
– Sí, bueno, ya sabes…
Miró su taza vacía.
– ¿Quieres otro café? Yo voy a tomarme uno. Tómate otro, te invito. -Se levantó y se volvió de espaldas, y le hizo un gesto a Kathy, que servía detrás del tranquilo mostrador. Levantó un dedo con gesto autoritario-: Dos cafés. -Se volvió hacia Paddy y le sonrió-. A ver si nos los trae.
Detrás de él, Kathy le susurró algo a su jefa, la Temible Mary, quien miró furiosa hacia J.T. y gritó:
– ¡Es autoservicio! -Levantó un cartelito que había junto a la caja y lo agitó hacia él- ¡Autoservicio!
J.T. no la oyó.
– Así, Patricia…
– Mira, todo el mundo me llama Paddy.
– Ya, bueno. Paddy, me han dicho que estás emparentada con uno de los chicos que lo hicieron. -Señaló la palabra malvado en la pila de periódicos y sacudió la cabeza-. Terrible, terrible.
Paddy asintió con un gemido.
J.T. inclinó la cabeza a un lado.
– ¿Tienes relación con él?
– No -respondió con la esperanza de decepcionarlo-. Es el primo pequeño de mi novio. Lo he visto sólo una vez, y fue en el entierro de su padre.
– Ya veo. ¿Me lo podrías presentar?
La estupefacción le impidió indignarse.
– ¡No!
– ¿Cómo se llama tu novio?
Ella tuvo la serenidad de mentir:
– Michael Connelly. -Casi pudo oír como en su cerebro sonaba el chirrido del grafito sobre el papel.
Él asintió:
– ¿Qué podría empujar a alguien a hacerle eso a un niño? -Dejó la pregunta colgada en el aire.
– Bueno, los chicos sólo tienen diez u once años.
J.T. sacudió la cabeza.
– Apenas se los puede llamar chicos. Desde luego, todos hemos hecho estupideces de pequeños, pero, ¿tú has secuestrado y has matado alguna vez a un bebé para pasar el rato?
Paddy lo miró con frialdad. Sin duda, el tipo había adoptado la explicación fácil y perezosa.
– No -se respondió J.T., ignorando los rayos de odio provenientes de su público de una sola persona-. Exacto, ni yo tampoco.
– Son niños -dijo Paddy.
J.T. sacudió la cabeza.
– Estos chicos no son niños. En Escocia, la edad de responsabilidad legal son ocho años. Serán juzgados como adultos.
– No dejan de ser niños por el simple hecho de que ya no nos convenga. Tienen diez y once años. Son niños.
– Si son niños, ¿por qué actuaron de una manera tan taimada? Se ocultaron todo el trayecto en tren hasta Steps. Nadie los vio.
Sorprendida, ella medio se rió.
– ¿Nadie los vio?
Él se quedó desconcertado.
– La policía sigue buscando testigos. Era de noche. Entonces está todo muy tranquilo.
– ¿Cómo saben entonces que tomaron el tren, si nadie los vio?
– Tenían los billetes.
– Apuesto a que no van a encontrar a ningún testigo que los pueda colocar en ese tren.
– Sí, lo harán. Encontrarán a un testigo, los haya visto o no. En los casos de niños desaparecidos siempre lo hacen. Las mujeres, porque siempre son mujeres, ven niños por todas partes. No sé si es para llamar la atención o qué, pero habrá alguna mujer que dirá que lo ha visto todo.
La miró, conteniendo el aliento, a punto de llegar a alguna conclusión sobre la estupidez de las mujeres. Se detuvo.
La Temible Mary apareció al lado de la mesa, con el cartel de la caja, esperando a que J.T. levantara la vista.
– Cantina de autoservicio -volvió a repetir, sacudiendo con furia la tarjetita en su cara-. El secreto está en el nombre. -Chascó la lengua ruidosamente y se largó.
En su zona del comedor se hizo un silencio; todos miraban a J.T. con una sonrisita, gozando de su humillación. J.T. miró a Paddy.
– Creo que esos chicos son inocentes -dijo Paddy de manera irracional.
J.T. tosió indignado.
– Pues claro que no lo son, pedazo de ingenua. Tenían toda la ropa manchada de sangre del pequeño. Por supuesto que lo hicieron ellos. -La miró de arriba abajo y, como presentía que la estaba perdiendo, suavizó su discurso-. ¿Cómo lo lleva tu familia?
Paddy cogió su taza y se la llevó a los labios.
– Es duro -dijo, y tomó un sorbo para taparse la boca-. Michael está muy alterado.
– ¿Sabes? -dijo él a la vez que bajaba el volumen de su voz-. Aunque seas empleada del News, te podríamos pagar por la información.
Ella se bebió los restos del café y apretó los ojos.
– Podríamos llegar hasta trescientos por tu historia y tu nombre.
Con trescientas libras, Paddy podría irse de casa de sus padres; con trescientas libras se podría apuntar a clases nocturnas, examinarse, matricularse en la universidad y volver a comérselos a todos.
Los ojos de J.T. se iluminaron cuando ella bajó la taza de sus labios. Inclinó la cabeza a un lado, como si la que hubiera estado hablando fuera ella y ahora esperara a que prosiguiera.
– ¿Sabes qué te digo? -Colocó con cuidado la taza en su platito.
– Dime -J.T. inclinó la cabeza hacia el otro lado, todo él simpatía fingida.
– Que llego tarde; será mejor que vuelva o me van a dar una patada en el culo.
Recogió sus periódicos y se levantó de su sitio, pasando de puntillas por detrás del asiento de él. J.T. era lo mejor que tenían, pero Paddy sabía que podía mejorarlo. En pocos años, le podía quitar el sitio.
IV
El archivo de recortes era una sala en forma de pasillo bloqueada por un mostrador a metro y medio de la puerta.
Los archiveros eran estrictos guardianes de la delimitación de atribuciones, vigilaban sus tareas y sus espacios como si fueran fronteras defendidas a sangre y fuego. Nadie que no fuera archivero tenía derecho a pasar del mostrador. No tenían permiso para meter las manos en el mostrador, ni siquiera para hablar hacia el espacio de archivo. Paddy sospechaba que estaban tan a la defensiva porque hacían un trabajo fácil y que no implicaba nada más que recortar papeles con unas tijeras afiladas y archivarlos.
Más allá del mostrador, a lo largo de una pared de diecisiete metros, había un sistema de archivadores que contenía recortes de todas las ediciones pasadas del Daily News. Los recortes estaban organizados alfabéticamente por temas y guardados en carpetas cilíndricas como si fueran Rolodex de metal. Contra la otra pared alargada, había una mesa grande de madera oscura. Los tres archiveros estaban sentados frente a ella, haciendo sus recortes, tema por tema, de todos los artículos del periódico del día. Parte de las responsabilidades de los chicos de los recados era hacerles llegar un fardo de la edición del día.
Helen, la jefa de archiveros, vestía con elegancia conjuntos de jersey y rebeca, faldas de tweed y zapatos de tacón bajo. Llevaba el pelo castaño recogido atrás, bien lacado para que los cabellos individuales no pudieran distinguirse. Helen Stutter era una hipócrita cabronaza obsesionada con la jerarquía del periódico y que trataba con evidente desprecio a cualquiera que no tuviera categoría de editor. Los directivos la adoraban y no podían llegar a entender que no fuera un sentimiento general. Paddy deseaba fervientemente que Helen siguiera allí si ella llegaba algún día a subir en el escalafón.
Helen miró al mostrador por encima de sus gafas de leer, advirtió que había alguien, pero decidió que no era importante. Ignoró a Paddy y siguió retorciendo distraídamente las cuentas rojas de plástico de la cadenita de sus gafas. Paddy tamborileó con sus dedos, no para hacer ruido ni para llamar la atención, sino simplemente porque estaba nerviosa y a punto de decir una mentira.
Helen volvió a levantar la vista, se succionó las mejillas y levantó una ceja antes de volver a centrar su atención en el periódico.
– Vengo de parte del señor Farquarson. Necesito unos recortes para él.