– No te preocupes. -Tracy tiró la ceniza de su pitillo en un plato sucio del suelo-. No me importa. De todos modos, es algo que está siempre conmigo, cada día.
Paddy miró el televisor. Una voz explicaba los ciclos de cría de las focas.
– Si Alfred no mató a su hijo, ¿quién cree que lo hizo?
Tracy aplastó la colilla en el plato.
– ¿Sabes lo que le ocurrió a Thomas?
– No.
– Lo estrangularon y lo dejaron en la vía del tren para que lo atropellaran. Cuando lo recuperé estaba hecho pedazos. -El mentón se le contrajo en un círculo de hoyuelos blancos y rojos, y el labio inferior se le empezó a retorcer. Para evitar echarse a llorar, cogió otra vez el paquete, abrió la tapa y sacó otro cigarrillo, al tiempo que recogía la caja de cerillas-. Ningún hombre es capaz de hacerle esto a su hijo. -Al rascar, el fósforo salió disparado de la cerilla y cayó en la moqueta, fundiendo un pequeño cráter en la tela hecha a mano. Tracy lo pisó para apagar la llama contra el suelo-. Malditas cerillas. Hechas en Polonia, por Dios, como si aquí no supiéramos hacer cerillas.
– No sabía eso de Thomas. Los viejos periódicos no lo contaron nunca.
– Aquí están cerrando todas las fábricas, y les compramos esta mierda a los malditos polacos. La mitad de mis vecinos han sido despedidos. ¿Y por qué iba Alfred a dejar a Thomas en Barnhill? Nunca iba en aquella dirección; ni siquiera conocía a nadie allí.
Paddy sintió de pronto que tenía la cara helada. Barnhill era donde vivía Callum Ogilvy.
– ¿Dónde exactamente de Barnhill?
– En las vías del tren, antes de llegar a la estación. -Tracy miraba fijamente el televisor-. Pasó allí toda la noche antes de que lo encontraran. El primer tren de la mañana le pasó por encima.
– No lo sabía. Lo siento -musitó Paddy. La muerte de Thomas se había vuelto ahora demasiado real, y deseó no haber venido hasta aquí. Deseó que a Tracy le hubiera pasado algo agradable-. ¿Ha vuelto usted a casarse?
– No. Estuve casada dos veces, ya tuve bastante. Me quedé embarazada con quince años, me casé a los dieciséis. Él mismo no era más que un niño; no estaba nunca, porque siempre estaba entrando y saliendo de la cárcel de Barlinnie. Un gamberro. -Hizo una sonrisa como una mueca-. Siempre nos liamos con los malos, ¿no?
No era el caso de Paddy, pero asintió para ser amable.
– Fue un golpe enorme lo de la muerte de Thomas, decidió ir por el buen camino. Intentó ser un padre para su propio hijo. Se quedaba con él cuando los vecinos atacaban la casa de la carretera. Todavía está con él.
Paddy asintió con la cabeza para animarla.
– Al menos se esfuerza.
– Oh, sí se esfuerza. Eso sí -admitió Tracy a la vez que bajaba la voz hasta el susurro.
– A Brian lo secuestraron el mismo día que a Thomas, ¿se había dado usted cuenta?
– Pues claro, era el octavo aniversario. -Tracy dio una calada al cigarrillo y contempló las focas, se quedó como sedada por el televisor-. La muerte de un hijo se queda contigo; no parece abandonarte nunca, como si siempre acabara de ocurrir esa misma mañana.
II
Cuando Paddy salió al ventoso balcón, advirtió que había una franja de luz verde en el suelo, que empalidecía entre las puertas del ascensor que se cerraban. Impulsada por su miedo a las lúgubres escaleras, corrió a meterse dentro, logró colarse entre las puertas cuando estaban a un centímetro de cerrarse del todo y tocó el botón de la pared.
En el ascensor había dos chicos, ambos de unos trece años, que hacían guardia a un lado y otro de la puerta. Paddy se metió dentro y oyó que las puertas se cerraban antes de tener la lucidez de cambiar de idea.
Eran dos chicos pobres, eso le parecía evidente; los dos llevaban parcas de forro naranja gastado y con un fino ribete de piel sintética en las capuchas, los dos con pantalones de colegial demasiado cortos y con marcas de rayas que atestiguaban la altura por donde les habían alargado el dobladillo.
La luz que entraba por la ventanita del ascensor indicó que pasaban por el séptimo piso, con un dígito grande e industrial estampado en la pared del fondo que pasó de largo y quedó gravado en la retina de Paddy. Los chicos se miraron entre ellos y luego se volvieron a mirarla.
Uno de ellos llevaba la capucha levantada que le cubría todo menos la nariz y la boca. El otro llevaba el pelo tan corto que se le podían ver antiguas señales de tiña en el cuero cabelludo. Los dos intercambiaban miradas rápidas, como si se hicieran señas de algo rastrero y malicioso.
Lo más valioso que tenía Paddy era el pase mensual de transporte público que llevaba en el bolso. Se pasó la tira del bolso por encima de la cabeza y lo sujetó por abajo, por si los chicos tenían intención de estirárselo.
Pasaron por el quinto piso, el ascensor tomaba empuje y se oía crujir el cable por encima de sus cabezas.
Los chicos se volvieron a mirar, intercambiaron sonrisitas, se pusieron las manos detrás de la espalda y se impulsaron con la pared como si se prepararan para el ataque. De pronto, a Paddy se le ocurrió que uno de ellos podía ser el otro hijo de Tracy Dempsie. Ambos parecían lo bastante pobres.
– Conozco a tu madre -dijo Paddy, mirando a la pared.
Algo desconcertados, los chicos volvieron a mirarse entre ellos.
– ¿Eh?
Miró al chico de la tiña que había hablado.
– ¿Tu madre se llama Tracy?
Él sacudió la cabeza.
– La mía está muerta -dijo el de la capucha, con tanto deleite que ella dudó de que fuera cierto.
Paddy se metió la mano en el bolsillo y por encima de los trozos de kleenex roto alcanzó las llaves de casa, que rodeó con el puño bien cerrado por si acaso tenía que utilizarlo como arma de defensa. Trató de hablar de nuevo, pensando que cualquier cosa que la asociara con el lugar le podía servir de protección.
– ¿Conocéis a Tracy Dempsie, del octavo?
Los dos chicos se rieron.
– Es una furcia más fea que el culo -dijo el de la capucha.
Paddy se sintió de pronto obligada a proteger a Tracy.
– ¿Furcia? ¿De dónde has sacado esta palabra, de la tele?
El ascensor se detuvo con un bote en la planta baja. Los chicos se quedaron inmóviles, mirándola a los pies mientras las puertas se abrían. El de la capucha echó la cabeza hacia atrás y entreabrió la boca, expectante por ver lo que ella haría.
Paddy se cogió el bolso con una mano y mantuvo la otra en el bolsillo. Se esforzaba por no girar el hombro ni cederles el paso, y andar derecha entre ellos dos. Levantó un pie, pero tropezó antes de dar el primer paso, lo que provocó la risa de uno de los chicos. Mientras salía al vestíbulo, sintió un sudor frío que le caía por su nuca. La podían haber acuchillado, violado o atracado, y ella no habría podido hacer nada para defenderse. Habría estado perdida.
Se escabulló del vestíbulo y del edificio, escapando de la sombra que proyectaba el bloque a través de una mancha de césped; pasó frente a un grupo de viejos borrachines reunidos alrededor de una fogata en el parque que habían llegado demasiado tarde o demasiado bebidos al registro de las siete del hotel Great Eastern.
III
Distraída con el recuerdo de la mirada vacía de Tracy, Paddy remontó la cuesta empinada que llevaba a la catedral ennegrecida y tomó un atajo por detrás del complejo de Townhead hasta la antigua casa de los Dempsie. Andaba rápido, como si intentara escapar al miedo que le habían provocado los chicos y a la tristeza que desprendía la casa de Tracy.
Estaba convencida de haber dado con algo importante. Alguien había matado a Thomas Dempsie y lo había abandonado en Barnhill. Si la misma persona hubiera matado al pequeño Brian el día del aniversario de Thomas, no podía ser que lo abandonara en Barnhill; lo tendría que haber dejado en otro lugar para no llamar la atención sobre las similitudes. Ese podía ser el motivo por el que lo llevaron a Steps: disimular el hecho de que se trataba de un asesinato repetido. Pero no era exactamente repetido: Callum Ogilvy y su amigo habían matado al pequeño Brian. Tenían sangre del niño en la ropa y sus huellas estaban ahí, y ellos mismos eran chiquillos cuando Thomas murió. No obstante, eso podía jugar a favor de Paddy: si Farquarson hubiera pensado que el caso de Thomas Dempsie era lo bastante relevante, habría metido a otro periodista a investigarlo. Para que ella pudiera encargarse de redactarlo, tenía que tener sólo cierto interés. Y aun así, no debería ni siquiera considerarlo. Si su nombre aparecía publicado en cualquier artículo relacionado con el pequeño Brian, su madre la echaría de casa.