A lo largo de un lado de Kennedy Street, había una larga pared de contrachapado que bloqueaba la entrada a uno de los muchos emplazamientos de bombardeos que todavía recordaban la segunda guerra mundial en la ciudad. En el otro lado, una hilera de casas serpenteaba por el borde de un canal de tierra. Eran calcos idénticos de la casa de Gina Wilcox, desde los peldaños de hormigón que llevaban a la estrecha puerta hasta las verjas verdes de tres bandas. Cerca de allí, había una casa que se había tomado el verde de las verjas como ofensa, por sus connotaciones republicanas irlandesas, y se había pintado la suya de azul monárquico. Aparte de una casa que usaba su parcela de jardín como almacén de neumáticos, el barrio tenía un aspecto cuidado y, vistos desde la fría calle, los salones de las casas parecían acogedores y tranquilos.
En mitad de la media luna que dibujaba la calle, apareció un hombre de mediana edad con abrigo azul marino que andaba hacia ella con las manos en los bolsillos. Paddy anduvo hacia él y lo vio vacilante y ansioso por evitarla.
– Perdone.
El hombre aceleró el paso.
– ¿Puedo hablar con usted, señor?
Él se detuvo y se volvió a mirarla.
– ¿Es usted de la policía?
– No -respondió ella-, ¿qué le hace pensarlo?
– Me ha llamado señor. ¿No es de la policía?
– No. Soy Heather Allen, del Daily News. He venido por el caso Thomas Dempsie, ¿lo recuerda?
– Ah, sí, el pequeño al que mataron hace años, ¿no?
– Sí. ¿Sabe usted en qué casa vivía?
– En ésa. -Señaló la casa del jardín lleno de neumáticos-. Después de aquello su familia se mudó. La madre vive en los bloques de apartamentos de Drygate. Fue el padre quien lo mató, ¿sabe?
Paddy asintió:
– Eso dicen.
– Luego se colgó en Barlinnie.
– Sí, eso también lo he oído.
Miraron a la casa al mismo tiempo. Detrás de las ruedas y el césped fangoso, unas cortinas desgastadas de redecilla formaban un arco en la ventana.
El hombre hizo un gesto con la cabeza.
– Nunca sabes lo que pasa dentro de las casas, nunca lo sabes. Al menos se arrepintió lo bastante como para matarse.
– Sí. ¿ No creían que se habían llevado al niño del jardín?
– Al principio, es lo que supusieron, pero luego resultó que el padre lo había estado escondiendo todo el tiempo.
– Ya.
El hombre se movió con inseguridad.
– ¿Es todo? ¿Puedo marcharme?
– Oh. -Paddy se dio cuenta pronto de que el hombre, de la edad de su padre, esperaba que le diera permiso para marcharse-. Gracias, eso era todo lo que quería saber.
Él asintió con la cabeza y retrocedió antes de volverse y seguir su camino. Lo observó marcharse, sorprendida del poder que emanaba al presentarse como periodista.
Kennedy Street tenía que tener una vista abierta sobre la nueva autopista a Edimburgo, pero ahora estaba tapada por una barrera provisional. Había trozos de contrachapado que habían sido arrancados, y Paddy cruzó a mirar por los boquetes. El suelo era irregular y estaba lleno de lodo. Había una pared rebelde de planta baja que seguía erguida de un antiguo bloque, con un melancólico papel pintado color cereza con la huella de una chimenea.
Nunca había conocido a alguien como Tracy Dempsie. Toda la gente que conocía que había sufrido tragedias terribles las ofrecía a Jesucristo. Se acordó de la señora Lafferty: era una mujer de su parroquia cuyo único hijo murió atropellado, cuyo marido había sufrido una larga agonía antes de morir de cáncer de pulmón; asimismo, más tarde, ella misma contrajo la enfermedad de Parkinson, de manera que tenían que llevarle la comunión a su banco durante la misa; no obstante, la señora Lafferty era toda ella ánimo y alegría. Coqueteaba con los curas jóvenes y vendía boletos de las rifas. A Paddy le inquietaba la posibilidad de que el sufrimiento pudiera hundir a la gente. La única otra persona de la que tenía referencias y que podía parecerse a Tracy era el viejo Paddy Meehan. Se suponía que los desafortunados tenían que levantarse por encima de la adversidad, y no convertirse en hombres gordos y amargados con abrigos cutres que se dedicaban a dar la paliza a la gente por los sucios bares del East End.
Tardó un momento en reconocer el sonido. Procedente de la otra esquina, hacia ella, se oía a alguien que corría apresurado y ligero. Sin ningún motivo, pensó en los chicos del ascensor y sintió una punzada de pavor en el estómago al imaginar que la empujarían por el boquete de la pared. Sin mirar atrás, corrió al otro lado de la calle y se paró junto a la farola más cercana, allí se calmó. No había nada que temer. Tracy la había alterado, eso era todo.
Aminoró el paso hasta recuperar el ritmo normal y se volvió a mirar a la persona que tenía detrás. El chico le sonrió con una calidez que la desarmó. Era alto, más alto que Sean incluso, con el pelo castaño y denso, y la tez de tono crema. Permanecía a dos metros de ella con las manos en los bolsillos.
– Disculpa, ¿te he asustado? Corría porque te he visto y pensaba que eras una amiga.
Paddy le devolvió la sonrisa.
– No.
– Es una chica a la que quiero conocer por accidente. -Hizo un gesto con la cabeza-. ¿Vives aquí?
– No -dijo ella-. Estoy trabajando.
– ¿En qué trabajas?
– Soy periodista del Daily News.
– ¿Eres periodista?
– Sí.
La miró de arriba abajo impresionado, y sus ojos se detuvieron en las botas de agua y el pelo engominado.
– ¿No te pagan o qué?
– Oye, estas botas son de Gloria Vanderbilt.
Él sonrió ante el comentario y la volvió a mirar con renovado interés. Le tendió la mano.
– Soy Kevin McConnell. -Se acercó a estrecharle la mano.
Podía tratarse de un nombre católico, Paddy no estaba segura.
– Heather Allen.
Su mano envolvió la de ella con una piel suave como el talco. Al acercarse, la luz le iluminó un aro dorado en la oreja. Paddy sólo había visto a hombres con pendientes en el mundo de la música pop, y Glasgow no era una ciudad que aceptara con facilidad las transgresiones resbaladizas de género: una vez se enteró de que a un chico le habían pegado por llevar paraguas. Lo miró con renovada admiración y advirtió que tenía los ojos pequeños y bonitos, y que los labios le brillaban.
– Tienes que tener cuidado cuando vengas por aquí a visitar a gente; es un barrio que no conoces.
– Sólo ha sido un minuto. -Se puso a pasear tranquilamente calle abajo con la esperanza de que él la siguiera.
– Un minuto es suficiente -dijo él detrás de ella-. Aquí arriba hay bandas, tienes que ir con cuidado.
– ¿Eres de alguna banda?
– No. ¿Escribes sobre las bandas? ¿Es eso lo que has venido a buscar?
Se aproximó un poco a ella, con lo que redujo el espacio que los separaba, como si así pudiera sentir las vibraciones que había entre sus cuerpos.
– Me ocuparé de que te marches sana y salva.
Ella le fue dando conversación: le preguntó si trabajaba, a lo que le respondió que no; también quiso saber adonde salía a bailar y qué tipo de música le gustaba. Cuando llegaron a Cathedral Street, ella ya no quería separarse de él. Era un hombre alto y guapo, como Sean, pero no estaba enfadado con ella, ni hablaba de su familia, ni estaba harto de su trabajo. La acompañó hasta la parada del autobús, la despidió con la mano desde la calle y la miró con una sonrisita coqueta antes de decirle que tal vez se volvieran a ver.