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– Por el amor de Dios, Meehan no fue nunca espía. No era más que un maldito matón de los Gorbals.

Matt se quedó con los labios apretados y en voz baja, sin dejar de mirar a la gente a su alrededor, dijo:

– Vamos, cuidado con lo que dices. Estamos en medio de un rosario.

– Disculpa. -Desi miró a Paddy-. Lo siento, querida, pero no era un espía soviético: es de los Gorbals.

– Los espías no tienen por qué ser gente encopetada, ¿no? -preguntó Paddy, tratando de ser respetuosa, aunque le estuviera corrigiendo.

– Bueno, necesitan una formación. Tienen que hablar varios idiomas.

– Al fin y al cabo -dijo Matt, al tiempo que la miraba-, el Daily Record dijo que lo trincaron por el asesinato de Ross para desacreditarlo, porque era un espía.

Desi volvió a ruborizarse y estalló indignado:

– Repetían las palabras de Meehan y, de todos modos, nadie le cree. -Levantó la voz enojado-. ¿Qué tendría que decirles un vulgar ladrón a los soviéticos?

Paddy lo sabía.

– Bueno, les facilitó los planos de la mayoría de cárceles británicas, ¿no es cierto? Fue así como ayudó a escapar a sus espías.

Matt parecía interesado.

– ¿Así que era un espía?

Paddy volvió a encogerse de hombros.

– Puede que les soplara secretos a los soviéticos, pero creo que la investigación del caso Ross fue sencillamente incompleta. No creo que una cosa tuviera que ver con la otra.

Abandonando todo argumento razonable, Desi levantó la voz:

– El tipo era famoso por sus mentiras.

– Cierto. -Matt miró a Paddy de manera inexpresiva, y ella tuvo la sensación de que deseaba no haberle presentado nunca a su imprevisible amigo-. Bueno, he oído que vuelve a vivir en Glasgow.

Ella asintió con la cabeza.

– Está dándose la gran vida en el Carlton y tomando copas por la ciudad.

Ella volvió a asentir.

Más tranquilo, Desi trató de recuperar su participación en la conversación:

– ¿Y cómo es que acabaste llevando el mismo nombre que él? -Miró a Matt para rematar su pregunta-. ¿Es que tus padres te odian?

Matt Sinclair intentó reírse, pero la flema de sus pulmones le hizo toser.

– Desi -dijo con solemnidad, cuando se hubo recuperado-, eres muy gracioso.

– Cuando el otro Paddy Meehan fue arrestado, yo tenía seis años -dijo Paddy-, y a mi madre todo el mundo la llama Trisha.

Una vez reconciliados, Matt y Desi asintieron al unísono.

– Así pues, ¿te quedaste con «Paddy»?

– Sí.

– ¿Y cómo es que no te rebautizaste «Pat»?

– Porque no me gusta -dijo rápidamente. A partir de un chiste muy famoso sobre el homosexual irlandés Pat McGroin, algunos de los chicos mayores del colegio la llamaban Pat MacHind [1]; era un nombre que ella odiaba y cuyas veladas connotaciones sexuales temía tanto como el rubor incontrolado que le subía al rostro cuando la llamaban a gritos así.

– ¿Y paky?

– Humm -exclamó, esperando que no soltaran ningún comentario sobre los morenitos-, creo que ahora este nombre significa otra cosa.

– Es cierto -explicó Matt, haciéndose el listo-, ahora paki significa «paquistaní».

Desi asintió, interesado en esa útil información.

– Llamar a alguien así es de mala educación -dijo Paddy.

– Big Mo, el encargado de la lavandería -explicó Matt-, es paki.

– En realidad, no -dijo Paddy, incómoda-. Se lo pregunté y es de Bombay, así que es indio.

– Eso es. -Matt asintió y miró a Desi, para ver si eso había aclarado algo las cosas.

– Pero los indios y los paquistaníes no son exactamente lo mismo… -dijo Paddy, con una fingida inseguridad-. Porque, ¿no se enfrentaron en una gran guerra, los indios y los pakistaníes? Creo que eso sería como decir que una persona del Ulster es lo mismo que un republicano.

Los hombres asintieron, pero ella notó que habían dejado de escucharla.

Desi se aclaró la garganta:

– En fin -dijo, sin haber captado para nada su punto de vista-, todo se complica cuando intervienen los morenitos, ¿eh?

Paddy sintió vergüenza ajena.

– Este comentario no tiene gracia -dijo.

Los hombres pusieron cara de perplejidad mientras ella se dejaba arrastrar hacia el interior de la casa por la oleada de dolientes. Sintió sus miradas clavadas en la espalda, que la juzgaban y la tomaban por una pequeña arpía arrogante.

Capítulo 3

La tiranía de los huevos

Paddy se había pasado la hora del almuerzo paseando por la ciudad, cuyas tiendas estaban cerradas por ser domingo; no dejaba de mordisquear unos huevos duros que llevaba envueltos en papel de aluminio, ni de evitar cuidadosamente los kioscos en los que vendían golosinas. Colgó el abrigo acolchado en el gancho que había junto a la puerta, llevó el bolso de lona hasta el banco del chico de los recados y lo dejó debajo. Tenía aquel bolso desde hacía dos años, y le gustaba. En su tela, había escrito a bolígrafo nombres de grupos de música, no de grupos que necesariamente le gustaran, sino de grupos con los que le gustaba que la asociaran: grupos de chicos como Staff Little Fingers, los Exploited y Squeeze.

Desde su banco de la esquina, Paddy divisaba la redacción entera, de treinta metros de largo y planta abierta, y veía cuándo alguien levantaba la mano o los llamaba con la mirada para mandarlos a hacer algún recado. Se deslizó por la suave madera de roble y se acercó a Dub.

– ¿Todo bien?

– Odio los turnos de fin de semana -Dub levantó los ojos de la revista de música que estaba leyendo-. Son aburridos.

Paddy escrutó la sala en busca de manos levantadas o caras atentas; nadie pedía nada. Se encontró pasando la uña del pulgar por una ranura que había surcado en la madera. Le gustaba pasar la uña por la suave textura, mientras se imaginaba a sí misma en el futuro como una periodista adulta con traje elegante y zapatos de verdad, saliendo a investigar una historia dura, o en una velada del Club de Prensa, pasando de largo o mirando aquellas pequeñas ranuras que le recordarían de dónde venía.

Murray Farquarson, conocido como el Señor Bestia, gritó desde su despacho:

– ¿Meehan? ¿Está aquí?

– Sí, está aquí -gritó Dub, apremiándola a ir.

Paddy se levantó y suspiró, con fingida reticencia, como hacían todos cuando les llamaban para cualquier tarea. Musitó entre dientes:

– Por Dios, si acabo de volver -mientras arrastraba los pies hasta la puerta de Farquarson, secretamente encantada de que la hubiera llamado a ella. Farquarson siempre llamaba a Paddy cuando necesitaba que algún trabajo se hiciera con discreción. Confiaba en ella porque no era fiel a nadie; ninguno de los periodistas la había seducido para convertirla en acólito porque todos presuponían que no iba a quedarse. No habrían sabido de qué hablar con ella si hubieran querido reclutarla: no le gustaba el deporte, y no sabía nada de la poesía de Hugh McDermid. Los periodistas tenían muchas ideas extrañas sobre las mujeres; ella siempre tenía que quedarse hasta tarde y levantar cajas pesadas para demostrar que era capaz de hacerlo. Las otras únicas mujeres en la redacción eran Nancy Rilani y Kat Beeseley, una reportera genuina que había ido a la universidad y trabajó en un periódico en Inglaterra antes de volver a casa. Nancy era una mujer de pechos grandes, descendiente de italianos, que redactaba la columna de gente desaparecida y la mayoría de páginas semanales para mujeres. No hablaba nunca con Paddy ni con Heather Alien, la estudiante a tiempo parciaclass="underline" ni siquiera las miraba; daba la impresión de que estaba dispuesta a cambiar a cualquier otra mujer por un hombre a cambio de obtener paz y favores. Kat era orgullosa; llevaba siempre pantalones, el pelo muy corto y se sentaba con las piernas separadas. Cuando se dignaba a hablar con Paddy, le miraba las tetas, y ella no entendía muy bien cuáles eran sus intenciones.

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[1] Juego de palabras entre McGroin (groin significa «entrepierna»), el nombre del homosexual que mencionan, y McHind (hind significa «trasero»), se supone que en alusión al gordo trasero de la protagonista. (N. de la T.)