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– Está bien, lárgate. Tengo cosas que hacer antes de salir.

Se levantó.

– Bueno, gracias de todos modos, gran cerdo.

Él la miró bajarse la falda de tubo hasta las rodillas.

– Cada día estás más gorda.

Paddy no podía dejar que viera que le afectaba.

– Tienes razón -dijo comiéndose la tristeza-. Yo engordo, y tú envejeces haciendo un trabajo que odias.

V

Paddy bajó andando lentamente hasta Queen Street, con la intención de llegar allí después de las nueve. Era una tranquila noche de viernes en la ciudad oscura; había llovido con fuerza la mayor parte de la tarde y la humedad todavía ocupaba el aire amenazador. Frente a un hotel de George's Square, se cruzó con un grupo de mujeres con vestidos baratos y zapatos de plataforma, atentas y asustadas como una manada de ciervos; cerca, sus hombres borrachos se gritaban entre ellos. Trató de no mirar directamente a las mujeres y, en su mente, se convirtieron en una sopa de brazos gordos embutidos en mangas cortas, de dedos con anillos que tocaban cabezas permanentadas tan lacias que parecían llevar gorros de natación, y tacones cortantes clavados en zapatos de punta afilada.

La estación de Queen Street era un refugio Victoriano cavernoso con un techo de cristal en forma de abanico que cubría cinco andenes. Sólo estaban abiertos el pub y el bar Wimpy. Leyó en los horarios pegados a la pared que los trenes a Steps salían cada media hora, de modo que los chicos habrían tardado como máximo doce minutos para llegar hasta ahí. Las taquillas estaban a un lado de la estación, y ella advirtió que de noche las barreras no estaban vigiladas como lo estaban en las horas punta. Los muchachos se habrían podido colar fácilmente en el tren sin pagar.

El sitio donde se compraban los billetes estaba vacío, y el tipo de la ventanilla estaba leyendo el periódico.

– Hola -dijo-. ¿Me podría decir cuánto cuesta el billete reducido a Steps?

El hombre la miró frunciendo el ceño.

– Usted no paga reducido.

– Ya lo sé. No quiero comprarlo, sólo quiero saber el precio.

El hombre seguía con su expresión escéptica. Paddy estaba cansada de decir su mentira de Heather Allen, así que se inventó otra:

– Mi sobrino tiene que ir solo a visitar a su tía el lunes que viene, y mi hermana tiene que darle el dinero para el billete. -Sonaba lo bastante elaborado como para ser verdad.

El encargado la miró mientras tecleaba en la máquina de los billetes. Costaba sesenta peniques, el doble que el autobús.

De vuelta en el vestíbulo, leyó los horarios y se dio cuenta de que el siguiente tren para Steps estaba a punto de salir. Sacó su bono de viaje pero nadie se lo pidió al subir al silencioso tren. Las puertas se cerraron, y el vagón se impulsó hacia delante. Parecía que no hubiera ni conductor a bordo.

El tren pasó por un túnel largo y oscuro, y salió al otro lado entre dos laderas pronunciadas de tierra, separadas para que pasaran entre ellas las vías del ferrocarril. Las pendientes eran tan pronunciadas que, después de cien años de perseverancia, la hierba todavía no había logrado crecer en ellas. Los vagones estaban muy tranquilos, y Paddy pudo imaginarse a los chavales pequeños haciendo todo el trayecto sin que nadie los viera.

La primera parada era la estación de Springburn, a ocho minutos de Queen Street. El andén estaba construido en un valle profundo con unas escaleras que subían hasta la calle. En aquel momento, estaba tranquila, pero resultaba obvio que era una estación muy utilizada: el andén era ancho y tenía una máquina de chocolatinas e, incluso, una cabina de teléfonos. Al fondo, al otro lado de las vías de doble dirección, una verja de estacas blancas señalaba el límite con el terreno circundante. Más allá de la verja, estaba oscuro y un grupo de árboles flacos y de arbustos desnutridos luchaban por sobrevivir. El paisaje boscoso duró tanto rato que la mirada de Paddy casi se perdió en él. El tren volvió a ponerse en marcha, con lo que la sacó de sus ensoñaciones.

El viaje hasta Steps llevó al tren por una vía estrecha antes de desviarse desde la estación hundida de Barnhill. La pudo ver surgir a través de la maleza a su izquierda, un andén pobre y solitario con las luces rotas y un solo banco al lado de las escaleras que llevaban hasta la carretera. Por ese mismo lugar, el cuerpecito de Thomas Dempsie había sido abandonado. El abandono en un lugar tan oscuro le parecía casi más terrible que su muerte en sí.

Volvió a mirar la estación de Barnhill que ahora desaparecía detrás de ella. Era ridículo: no tenía sentido que los chicos salieran de su barrio para llevar al pequeño a otro lugar. Aunque se hubieran equivocado de tren, habrían bajado en Springburn y habrían andado el medio kilómetro.

El tren siguió avanzando hacia Steps, tras pasar por los bloques de apartamentos de Robroyston, que eran un despliegue de crimen arquitectónico de cuarenta pisos construidos encima de colinas desiertas, sin ningún elemento capaz de otorgarles una escala humana a su alrededor. Más allá, pasó por tierras vacías y oscuras, de maleza y arbustos, que bordeaban un pantano. Bajo la fría luz de la luna, Paddy pudo ver campos y setos, un paisaje extraño que se debatía entre el abandono industrial y la estampa rural.

La entrada a Steps la anunció una franja de casas en una colina. Eran casas grandes, por lo que podía ver sus jardines a medida que el tren iba aminorando la velocidad. No parecía un lugar que pudiera atraer especialmente a unos muchachitos procedentes de un suburbio marginal y, desde luego, no parecía un lugar más adecuado para ocultar un secreto que el entorno industrial del que procedían.

El andén de la estación de Steps estaba limpio y ordenado, aunque un poco desnudo. A un lado, un campo abierto y enorme se extendía hasta el edificio de un colegio; el otro lado daba a la parte trasera de unas casas. No había ni oficina de billetes, ni encargado alguno que pudiera dar fe de la llegada de los muchachos. Unas señales esmaltadas informaban a los viajeros de que debían comprar los billetes al encargado del tren. Nadie más bajó. A Paddy no le gustaba reconocerlo, pero tal vez J.T. estuviera en lo cierto: los chicos podían haber llegado hasta allá sin ser vistos. Aunque no explicaba dónde habían ocultado al pequeño durante las ocho horas que transcurrieron antes de tomar el tren.

Deambuló sola por el andén, sin apartar la mirada de las vías largas y rectas que llevaban de vuelta a Springburn y, luego, a Cumbernauld. La salida de la estación era una rampa suave que llevaba hasta la calle. Paddy la remontó y se deslizó bajo la puerta que salía al pequeño puente peraltado que pasaba por encima de las vías. El corte en los arbustos a lo largo de la carretera vacía no habría sido evidente de no ser por la pequeña pila de flores y tarjetas y peluches que había en el pavimento, justo enfrente. Era una calle oscura sobre la que colgaban matorrales y árboles. Paddy miró detrás de ella para asegurarse de que nadie la seguía y pisó un ramo de claveles rojos mustios sobre la aterciopelada oscuridad.

La calle discurría entre la vía del tren y los extremos de los jardines alargados pertenecientes a las casas grandes, con arbustos perennes que protegían su intimidad. De una pared alta con tela de gallinero, colgaba un matorral escarpado y sin hojas. El suelo por el que pisaba era irregular y estaba helado, y ella avanzaba poco a poco, tratando de seguir la imperceptible línea en la hierba.

No tardó demasiado en hallar la cinta azul y blanca de la policía que bloqueaba el camino. Más allá pudo ver el agujero en la tela de gallinero, abajo, a la altura justa para que unos chicos jovencitos pudieran colarse a través de él. Se agachó por debajo de la cinta policial y pasó al otro lado, pero se le enganchó la media en el alambre y se hizo un agujerito del tamaño de una bala en la rodilla.

Estaba en una zona de césped desigual. Se puso en cuclillas y pasó la mano plana por encima del mismo. La luz pálida del lejano andén iluminaba los reversos pálidos y plateados de las hojas, aplanadas de manera uniforme por el viento o por una lámina, pensó Paddy y no por pisotones. Se sentía tan tranquila como cuando estaba en el callejón con McVie, y se acordó de mantener la mente bien abierta sobre lo que había ocurrido aquí. Todo era posible; la policía no siempre tenía razón. Al destripador de Yorkshire lo habían interrogado y descartado nueve veces antes de ser arrestado.