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Paddy sonrió. Lo estaba pasando bien, y estaba sorprendida de lo agradable que era. Apenas le había soltado ni un taco y se estaba preocupando de hacerla sentir como si estuvieran en el mismo oficio, en vez de mostrarse como el gran periodista sesudo que habla con la chica de los recados tontita.

– La mujer -dijo Paddy-, Tracy, ¿qué pensaba de ella?

– Ah, Tracy: un animal herido, una de esas perdedoras. Le fue fiel a Alfred hasta que se lo llevaron para interrogarlo y, luego, quiso darle la patada. No sé cómo era antes de la muerte del niño; pero cuando la conocí, era un caos y había enloquecido de dolor. Habría dicho cualquier cosa que la policía hubiera querido que dijera, sólo tenían que pedírselo. Ella les dio la excusa para arrestarlo. Les dijo que, en realidad, no estaba en casa cuando él dijo que estaba, cambió una hora aquí y otra allá…

– ¿Cómo sabe todo eso? ¿Se lo dijo la policía?

– Sí, bueno, trabajábamos juntos en el caso, y aquellos policías acabaron siendo buenos amigos, crecimos juntos. -Sonrió mirando a su copa-. Pero eso no era bueno: es más difícil poner en duda una condena si los que la han forjado son tus colegas. Eso tiene que hacerlo alguien externo.

– Tracy no podía ser tan blanda. Había abandonado a su anterior pareja.

– Creo que Alfred Dempsie llegó y se la llevó, que es distinto que abandonar. Entonces vinimos nosotros y nos llevamos a Dempsie, y Dempsie se mató. -Levantó el vaso de cerveza-. Una tragedia tras otra. -Miró el vaso de Paddy y bajó las comisuras de los labios-: No estás bebiendo. El negocio del periodismo funciona gracias al alcohol, será mejor que lo vayas aprendiendo si eres tan ambiciosa como pareces.

Todavía no estaba ni a la mitad de su copa, pero aceptó una segunda para complacerle, y McGrade se la acercó. Tomó un sorbo, y Pete volvió a comprobar el nivel de su vaso.

– Esta vez no lo has hecho tan bien.

Volvió a intentarlo.

– Mejor -dijo él al tiempo que levantaba el nuevo whisky más cerca de su mano.

– Pero si todos sabían que era un error, ¿por qué pasó Dempsie cinco años en la cárcel antes de matarse? ¿Por qué nadie puso en duda su condena?

– El peso de las pruebas; el trabajo implacable de la policía. Le tendieron todo tipo de trampas hasta obtener la condena. Se puede invalidar una prueba, pero no tres o cuatro. Entonces, huele a corrupción en la policía, y los tribunales no quieren meterse en eso. -Le hizo un gesto con la cabeza-. Por ejemplo, en el caso Meehan había sólo una prueba falseada.

– Lo sé.

– El papel de la caja fuerte de los Ross que se encontró en el bolsillo de Griffiths cuando lo tirotearon. ¿Te interesa el caso Paddy Meehan?

– Un poco.

– Lo conozco, por cierto, por si quieres que te lo presente.

Fue un poco repentino; Paddy no tenía las defensas preparadas.

– Hum -vaciló-, no, en realidad, no.

– Es un hijo de puta muy astuto. Siempre está enfadado, no sin razón, supongo.

– Ya me lo han dicho.

Pete pronunció con una rica voz de barítono.

– ¿Tiene usted intención de hablar conmigo?

Sorprendida, se incorporó antes de darse cuenta de que se dirigía a alguien que estaba detrás de ella. Richards andaba en dirección a ellos con cara de furia.

– Está perdiendo el tiempo, Richards. Ya todo me importa un carajo.

– Ha llamado diciendo que estaba enfermo -le dijo con desdén-. ¿Y luego se presenta aquí? ¿Qué le pasa?

– Cáncer de hígado. -Pete se bebió la cerveza de un trago y dejó el vaso vacío a un lado-. Tengo cáncer.

En la estancia se hizo un terrible silencio. Paddy se dio cuenta de que Richards estaba procesando la información, y se preguntaba si Dr. Pete sería capaz de mentir sobre algo tan grave.

– Cojones.

– Me lo dijeron ayer y este bar es donde me apetece estar.

Richards hizo una pausa momentánea y, luego, retrocedió y volvió lentamente a su taburete en la barra mientras se giraba a mirar a Pete por encima del hombro, para ver si se trataba de una broma. Todos los que estaban en la barra fingieron que no lo habían oído, y volvían las páginas de sus periódicos o dejaban otra vez los vasos sobre la mesa para amortiguar el silencio.

Cuando se quedaron a solas, Paddy pensó que tenía que decir algo:

– Ha debido de ser un buen golpe.

– Es una buena manera de comunicarlo, ¿no? -Pete miró su vaso y asintió con ojos soñadores-. Este bar -dijo lentamente-, me gusta este bar.

McGrade se apresuró a servirles una nueva ronda de bebidas de parte de Richards, quien permaneció alejado y les hizo un gesto con la cabeza. Paddy miró su jarra nueva. Tenía tres vasos frente a ella y todavía no se había acabado el primero.

– Esos muchachos del pequeño Brian -dijo Pete para tratar de volver a la conversación que mantenían antes de la bomba-, la policía conseguirá una condena. Tendrán que hacerlo.

– ¿Podrían haber falseado pruebas de su culpabilidad?

Pete encorvó el labio.

– Apostaría a que las pruebas son buenas. Las pruebas falsas sólo se ponen al cabo de unas cuantas semanas, cuando empieza a asomar la frustración. En un caso importante, no empiezan inventándose pruebas. Aunque sí que podrían colar pruebas corroborativas: se hace más a menudo de lo que te imaginas.

El bar empezaba a llenarse. Detrás de Pete, pasó un hombre que iba al baño y que se bajaba la bragueta antes de alcanzar la puerta. Paddy no pertenecía a ese mundo y tenía ganas de marcharse. Se levantó la manga y consultó el reloj con atención como gesto preliminar.

Pete hablaba lentamente:

– No te marches, por favor.

– Pero tengo que…

– Si te vas, vendrá Richards. Ha sido un día largo, y es horrible que se apiaden de uno.

De modo que los dos se quedaron juntos: un hombre que se enfrentaba al final de su vida y una chica joven que trataba de impulsar el principio de la suya. Bebieron juntos y luego Paddy empezó a fumar con él. Descubrió que los cigarrillos y el alcohol se complementaban a la perfección, como el pan y la mantequilla. Se bebió sus cuatro medias pintas, lo que suponía la superación de su récord.

Hablaron de cualquier cosa que les vino a la cabeza, y, aunque sus pensamientos corrían uno al lado del otro, raras veces conectaban. Paddy le habló de los trastos de los Beattie en el garaje, y de la rabia que le daba ver la fotografía de la reina en los despachos por lo que representaba. La veía siempre sonriente y entregando las órdenes del Imperio Británico a los soldados que dispararon a la gente el Domingo Sangriento, pero, cuando miraba el retrato que tenían los Beattie de ella, pensaba que en realidad podía ser una mujer bastante agradable, que actuaba lo mejor que sabía. Le habló también de su tía Ann, que recogió fondos para el IRA con boletos de una rifa y luego participó en manifestaciones antiabortistas.

Dr. Pete le habló de una esposa que se había marchado a Inglaterra hacía años y de cómo era capaz de cocinar una pierna de cordero en ocasiones especiales. Rellenaba la carne con romero que ella misma cultivaba en el jardín y le ponía patatas debajo, que se cocían con la grasa del cordero. La carne quedaba tan tierna como la mantequilla, jugosa como la cerveza; permanecía en la lengua como una plegaria. Antes de conocerla, jamás había probado alimentos que lo hicieran sentir como si acabara de despertar al mundo. La manera como cocinaba aquel cordero era maravillosa. Era una mujer de pelo negro y tan delgada que podía levantarla y balancearla por encima de un charco con un solo brazo alrededor de la cintura. Hacía años que no había vuelto a hablar de ella.

Por las puertas, pasaban un montón de hombres que acababan su turno. Otra pareja de periodistas se acercó a la mesa en busca de una silla y un chiste, pero Pete los ahuyentó y se marcharon a otra mesa.