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Más desinhibida de lo que había estado en su vida, Paddy le confió a Dr. Pete que le había encantado su redacción en los artículos sobre el caso Dempsie y le preguntó por qué ya no escribía.

Sus ojos amarillentos se pasearon por el suelo del pub y parpadeó lentamente.

– Estoy escribiendo un libro sobre John Maclean y Red Clydeside. Me mantienen ocupado… Mi esposa se marchó…

Hasta con la nube de alcohol, Paddy se dio cuenta de que estaba poniendo excusas. Todo el mundo en el News estaba escribiendo un libro; ella estaba escribiendo un libro sobre Meehan en su cabeza. Pete acababa de darse por vencido y de incorporarse al resto de cínicos vagos. Ella no era capaz de imaginárselo lo bastante en forma como para levantar a una mujer por encima de un charco con una sola mano. Quería decirle algo agradable pero no se le ocurría ningún cumplido para un hombre que acababa de echar su vida a perder.

Las dos puertas se abrieron al mismo tiempo y dejaron que una ráfaga de aire frío y punzante entrara en el bar. Un grupo de hombres se acercó ruidosamente a la mesa: eran los chicos de la mañana, que llegaban en equipo a visitar a su líder. Sin pedir permiso, cogieron sillas y se instalaron alrededor de la mesa. Paddy se levantó, tambaleándose un poco a un lado, sorprendida de lo borracha que estaba. Ella y Dr. Pete se saludaron con la cabeza. Se había acabado su tiempo.

– Tómatelo como una lección -dijo Pete y dejó de mirarla, para posar los ojos en su bebida. Paddy se llevó su media pinta mientras se alejaba, mezclándose con el gentío.

Para entonces, el Press Bar estaba ya a rebosar. El humo mezclado con el olor a cerveza derramada hacía que el ambiente estuviera tan cargado que se podía cortar con cuchillo. Farquarson estaba junto a la puerta, discutiendo con un tipo bajo que tenía delante. De la esquina más cercana, surgía un olor ácido y penetrante que llamaba la atención: uno de los chicos de Deportes se había llevado una cena a base de pescado en vinagre y se la estaba tomando a escondidas de su regazo. Aparte de Paddy, en todo el bar, sólo había tres mujeres más: una era una pelirroja con un top de lentejuelas violeta que coqueteaba con una mesa de hombres que la invitaban a beber; las otras dos estaban sentadas juntas, y una de éstas era la mujer de ojos redondos que antes lloraba cuando el policía calvo la escoltó fuera de la sala de interrogatorios. Las dos mujeres miraban inexpresivamente al frente mientras sostenían pequeñas copas redondas de líquido rojo. Keck merodeaba por una mesa con los chicos de Deportes, riéndose e intentando que le hicieran caso mientras los otros pasaban de él, esforzándose por integrarse con aquella compañía que se le resistía.

Paddy decidió marcharse a casa. Trató de colarse por detrás de Farquarson, pero él se volvió para dejarla pasar, de manera que el momento de fingir que no se habían visto pasó de largo. Él intentó incorporarla a la conversación sobre fútbol que mantenía con el bajito, pero ella no sabía nada del tema.

– Ah, ya -dijo él-, eres mujer de rugby, ¿no?

– En realidad, no sigo los deportes.

– Ya. -Farquarson tomó otro trago-. Ah, Margaret Mary McGuire. -Agarró del brazo a la pelirroja que justo pasaba por el lado-. ¿Cómo estás, chica? -Margaret no parecía muy contenta de ver a Farquarson, pero él insistió-: ¿Conoces a nuestra Patricia Meehan? Es muy buena, muy buena. -Se apartó abruptamente, dejando a las dos mujeres cara a cara.

Margaret Mary, que era demasiado mayor para llevar aquel top brillante y demasiado pelirroja para llevar nada de color violeta, miró a Paddy de arriba abajo y su expresión se avinagró.

– ¿Qué edad tienes?

– Dieciocho -dijo Paddy borracha como una cuba-. ¿Por qué?, ¿qué edad tienes tú?

– Vete al carajo -dijo Margaret Mary antes de proseguir su desfile de modelos hasta el lavabo.

– ¡Hasta la vista!

Keck estaba un poco más cerca de Paddy de lo que la muchedumbre le forzaba a estar. A ella, le dolía el cuello y los ojos de mirar hacia arriba.

– ¿Todo bien, Keck?

– Ven conmigo y te presentaré a los chicos. -Hizo un gesto para señalar a los periodistas de Deportes, que ni se habían dado cuenta de que no estaba.

– Estoy bien, Keck, me acabaré la copa y me largo en un minuto.

– Tendrías que venir, nos reímos mucho. -Sus ojos se paseaban paranoicos por todo el local-. A las mujeres no les gusta el deporte, ¿no? En realidad, ¿qué les gusta a las mujeres? -Miró la espalda de Magaret Mary-. ¿Qué quieren de los hombres? ¿Coches grandes? Sois unas timadoras, ¿no?

– Claro -dijo ella, ansiosa por salir de allí-. Si no dejas de decir estas tonterías, las únicas mujeres que se te acercarán serán las típicas adictas al trabajo autodestructivas, y el mundo está lleno de mujeres agradables.

Keck sonrió como un rehén temeroso de alertar a la policía.

– Siempre me da miedo hablar contigo por si piensas: «¿Qué estará pensando de mí este pequeño y sucio bastardo?» -Sus ojos vidriosos estaban clavados en su cuello. Ella adivinaba que pensaba en sus tetas, pero no se atrevía a mirarlas-. En la cama, soy un animal, ¿sabes?

Paddy se acabó el vaso y fingió perplejidad:

– Ah, ¿y cómo lo haces? ¿Tienes un colchón mágico, o algo así?

Una vez en la puerta, se volvió y paseó una mirada cariñosa por el bar, y vio a Pete que la miraba en silenciosa súplica, pidiéndole que lo sacara de allí. Paddy se despidió con la mano, fingiendo no comprender su expresión, y lo dejó rodeado de los suyos.

II

En el tren que la llevaba a casa, se despejó un poco y se tomó un paquete entero de caramelos de menta para disimular que el aliento le olía a tabaco y alcohol. Miró por la ventana las luces del ayuntamiento de Rutherglen y pensó en el testigo que había visto a los chicos en el tren. Podía ser que no fuera una persona creíble. McVie conocía a todos los policías de Glasgow, él podría averiguar algo así para ella.

En la casa, reinaba un silencio absoluto. Trisha estaba sentada en el salón mientras Paddy comía en la cocina viendo a Adam and the Ants en el programa musical Top of the Pops. Las dos sabían que sólo lo tenía puesto por el ruido, para evitar quedarse a solas en medio de aquel silencio incómodo. Paddy se terminó la cena, con la mirada fija en la nuca de su madre, gozando del aturdimiento indiferente que le provocaba el alcohol. Se llenó los bolsillos de galletas de crema y subió a su dormitorio.

Se tumbó encima de la cama; miraba al techo y se comía las galletas mecánicamente, dejando que le cayeran las migas por encima del pelo y las orejas. El sábado era San Valentín…, sólo le quedaba un día solitario más. Podía ser que no la llamara mañana por la noche, pero sabía que el sábado se verían. Al principio, sería muy frío, pero se besarían, se abrazarían y harían las paces. A veces, cuando pensaba en Sean, su bello rostro se confundía con el de Terry Hewitt, con sus delicadas maneras y su sonrisa dubitativa.

Abajo se oían ruidos definidos: alguien había entrado y se disponía a cenar, y, luego, otro par de personas en el salón, todos hablaban en voz baja y de manera brusca entre ellos. Unos pasos amortiguados subieron por las escaleras, y alguien se detuvo para usar el baño. Se abrió la puerta de la habitación, y entró Mary Ann, muy seria. Cerró la puerta con cuidado, pasó por encima de su cama hasta la de Paddy y se sentó; se puso a darle golpecitos en las costillas.

– Se acaba el sábado -le susurró-. Haremos una cena por ti y el silencio se terminará. -Besó a Paddy en la frente, que estaba contenta como un niño en Navidad-. Hueles a taberna.

Mary Ann salió a ponerse el pijama al cuarto de baño y dejó a Paddy sola. Ella sacó otra galleta del bolsillo y se puso a masticarla meditabunda. Al infierno con ellos: el sábado no pensaba estar en casa; durante el día, saldría con Terry y, por la noche, se iría al cine con Sean.