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Pensó que era extraño que los testigos de la acusación y la defensa acudieran a la misma rueda de reconocimiento: normalmente, la acusación hacía una, y, luego, casi siempre después, la defensa hacía otra; pero nunca había sido arrestado por asesinato y decidió que el crimen era tan abyecto que hasta la policía estaba ansiosa por conocer la verdad. Sólo unos días antes del juicio, vio los nombres de las chicas en la lista de testigos y se dio cuenta de que estaban en el grupo de la acusación. La policía afirmaría que Meehan y Griffiths habían recogido a las chicas para que les hicieran de coartada. Las jóvenes, cuya memoria era borrosa y estaban intimidadas por el tribunal, ajustaron las horas y los lugares arriba y abajo para ajustarse al caso.

Tan pronto como empezó, el desfile para identificarlo le pareció extraño. Meehan había participado en las suficientes ruedas como para saber que no se estaba haciendo en la sala habitual de reconocimientos. Por el contrario, los habían metido en la sala de reuniones del CID, el sitio en que los agentes se reunían antes de empezar un turno. Era una sala grande y cuadrada con ventanas en la pared del fondo y dos puertas, una a la izquierda, otra a la derecha, ambas conectadas con vestuarios separados. Cuatro hombres más de la misma edad y envergadura que Meehan merodeaban por ahí, mirando a los zapatos de sus vecinos, todos preguntándose si tenían realmente aquel aspecto. Estaban allí sólo por el par de billetes, una buena paga por media hora de trabajo.

Meehan estaba tranquilo. Las chicas lo reconocerían, sabía que lo harían. Había salido del coche y las dos lo habían visto bien. Por una vez en la vida, se alegró de tener marcas de acné en las mejillas, ya que sabía que aquello le hacía lo bastante especial como para que lo recordaran, hasta con mala luz.

Oyeron a gente que se reunía tras una de las puertas, y los dos agentes encargados metieron a los hombres de la identificación en una hilera, dejando que Meehan se colocara donde quisiera. Se colocó al lado de la puerta, de modo que tuvieran que mirarlo a él el primero. Cuando estuvieron todos colocados, el agente llamó a la puerta y la abrió.

Irene Burns entró en la sala acompañada de un policía y de un abogado vestido con un traje barato. En el momento en que sus ojos miraron a Meehan, fue evidente que lo reconocía. Ni siquiera miró al resto de la fila; se limitó a levantar el dedo, apenas a metro y medio de distancia, y a señalar directamente a su nariz. El poco vestigio de sentimiento religioso que le quedaba a Meehan afloró en su corazón para darle las gracias a alguien en algún lugar. Los agentes la acompañaron hasta el vestuario de la otra punta, y Meehan advirtió que llevaba una carrera en la parte de atrás de la pantorrilla y que se había rozado el talón. Era todavía una chiquilla.

Isobel entró la siguiente, con un aspecto muy juvenil y más bien remilgado. Llevaba el pelo recogido en un moño y con una diadema. Ella también lo reconoció de inmediato, apenas sin mirar a los otros. Permaneció nerviosa junto a la pared del fondo, como si tuviera ganas de volver corriendo al vestuario.

Meehan le habló:

– No temas, pequeña, no te preocupes. Dilo.

Isobel hizo un pequeño suspiro y le señaló.

– Es él -dijo.

Meehan le sonrió y ella le devolvió la sonrisa. Isobel se tocó el pelo con coquetería, como si él acabara de echarle un piropo. Él se sorprendió cuando le dedicó una sonrisa, y se encontró mirándole el culo generoso mientras desaparecía por el vestuario del fondo.

Pasaron tres testigos más. Ninguno de ellos eligió a Meehan. Uno de ellos estaba seguro de que él era el cuarto; otro no lo sabía; el último tenía la sensación de que era el tercero.

Los hombres de la fila sabían que el testigo definitivo era el más importante, la propia víctima, y miraban la puerta que había al lado de Meehan con expectación, anticipando el final de la tarea y los dos billetes que les habían prometido. La que se abrió fue la puerta del fondo, la puerta por la que habían salido los otros testigos. Los hombres de la rueda rieron ante la trampa evidente: las chicas podían perfectamente haberle dicho al señor Ross quién era el sujeto, pero Meehan se sentía muy seguro. Las chicas lo habían identificado; las chicas lo habían elegido: tenía su coartada.

El señor Ross, de ojos legañosos, frágil como un pajarito, tenía un rasguño negro y grande que le tapaba un lado de la cara; y una enfermera muy fornida lo sujetaba por un brazo. El sargento detective guió al viejo por la fila, directo hacia Meehan. Entonces, le ordenó a Meehan que leyera una frase apuntada en un pedazo de papel.

Meehan se quedó petrificado. Le tenían que haber advertido de antemano que tendría que decir algo. Estaban rompiendo el protocolo para eliminarlo, estaba seguro. Leyó la frase sin entonación.

– Calla, calla. Enviaremos una ambulancia, ¿vale?

Al viejo le temblaron las rodillas.

– Dios mío, Dios mío -gritó el señor Ross antes de caer entre los brazos de la enfermera-. Es su voz; lo sé, lo sé.

III

La temperatura había vuelto a bajar, y Paddy apenas se notaba la punta de la nariz. Se la frotó con la mano enguantada para tratar de recuperar el flujo sanguíneo, y dobló la esquina hacia la dirección que le habían dado. Suspiró frente a la pared de arenisca roja. Era un apartamento agradable en la planta baja de un bloque de tres pisos del Southside, un barrio más que digno. La llovizna había oscurecido la piedra con manchas negras, y todas las ventanas estaban limpias. El pasillo cerrado que llevaba a la parte de atrás estaba alicatado con baldosas verdes y crema. Al otro lado del pulcro cuadrado de jardín frontal, la puerta de la señora Simnel anunciaba orden. Los postigos amarillo pálido estaban doblados, de manera que dejaban ver un buzón metálico perfectamente pulido y un pomo a juego encima de un felpudo impecable. Paddy había tenido la esperanza de encontrarse con un lugar algo menos respetable.

Al acercarse a la puerta, pudo oír una radio lejana a través del cristal grabado, con una emisora de música ligera sintonizada. El timbre sonó con dos tonos complementarios, y una figura de mujer asomó por la puerta. Paddy se acurrucó dentro de su trenca y estuvo atenta a la sombra de la mujer que se arreglaba el pelo y se sacaba un par de guantes de goma antes de abrir la puerta.

Una pequeña bocanada de perfección doméstica alcanzó a Paddy, de pie en el descansillo. En la cocina, sonaba una versión edulcorada de Fly Me to the Moon, el recibidor olía a galletas y té caliente.

La señora Simnel llevaba zapatos marrones planos, y una falda y una blusa color crema. Llevaba el pelo delicadamente recogido en un moñito canoso. Paddy le explicó que estaba investigando una historia sobre los muchachos del pequeño Brian y que uno de los agentes de policía le había dado su nombre. La señora Simnel pareció sorprenderse y le sonrió con amabilidad.

– Pero ¿qué edad tienes, por amor de Dios? ¿Estás en la universidad?

Paddy supuso que sí, que estaba estudiando para los exámenes de A-Level [5], si eso era lo que la señora Simnel quería.

– Haces bien -le dijo la señora Simnel-. No sabes lo importante que es tener una formación.

– Lo es. -Su acento se suavizaba en ese momento del mismo modo que lo hacía algunas veces cuando hablaba con Farquarson-. Es terriblemente importante.

– Y aquí estás, trabajando fuera con esta noche tan fría.

Paddy sonrió con valentía, se volvió a tocar la nariz y encorvó los hombros. Adivinaba que la señora Simnel todavía no se fiaba del todo de ella: se aguantaba con fuerza al pomo de la puerta, que le servía de barrera entre su cálido hogar y Paddy en el exterior.

– ¿Has tenido que venir de muy lejos?

– No mucho. -Paddy se acercó con confianza-. En realidad, mi padre me ha dejado en la esquina.

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[5] El A-Level, un examen conocido como Advanced Level, es un certificado general de educación que suelen tomar los estudiantes al final de la enseñanza secundaria. En España, equivaldría al examen de Selectividad para los alumnos que quieren acceder a la Universidad. (N. de la T.)