– Ya. -A la señora Simnel se le abrieron más los ojos encantada-. Ya veo. Bueno, pues pasa, que entrarás un poco en calor. Te traeré una taza de té.
Con la puerta cerrada detrás de ella, Paddy disfrutó de la calidez y la comodidad del amplio salón. El techo era alto y con delicados relieves de hojas de yeso que se ondulaban por la cornisa. La señora Simnel le cogió la trenca y se la colgó por la etiqueta en un colgador que tenía detrás de la puerta. En el suelo, debajo de los abrigos, había dos pares de botas de agua muy usadas y un bastón de caña, como si los verdes pastos de Pertshire estuvieran al otro lado de la puerta en vez de las calles del Southside de la ciudad más grande de Escocia. Paddy deseaba vivir allí, ser de allí, estar rodeada de ayudantes que le dieran ánimos.
– Bueno, vamos a tomar un té y veremos lo que puedo hacer por tu trabajo de la universidad.
Era la cocina más grande en la que Paddy había estado. Toda su familia podía reunirse frente a la pica y todavía les quedaría espacio para meter un coche.
La señora Simnel estaba puliendo las bridas de los aparejos de unos caballos de decoración cuando Paddy llamó a la puerta; recogió el periódico con el trapo sucio y los ornamentos y, sencillamente, los quitó de en medio para servir el té con galletas. La luz desvaída se filtraba por la ventana, absorbida por las exuberantes plantas de los alféizares, y se reflejaba en las baldosas de cerámica del suelo. La señora Simnel acabó de servir el té en una elegante vajilla floreada. Tampoco utilizaba tazones, sino tazas con sus platitos. La taza de aquel juego era tan ligera que, hasta llena de té, Paddy podía levantarla con un mínimo pellizco del pulgar y el índice.
La señora Simnel le contó bien la historia de los chicos del pequeño Brian, recordando la información poco a poco, deslizando la mirada a un lado y preguntándose cosas, aportando detalles después de reflexionar unos segundos. Era viuda y madre de ocho hijos, todos ellos residentes en las cercanías, y todos ellos con hijos propios. No podía decirse que le faltara afecto. Había sido profesora de primaria en su juventud y era muy capaz de reconocer a los chicos, porque, para ella, todos eran distintos, todos eran individuos. Paddy se resignó a la evidencia: la señora Simnel había estado en el tren exactamente a la hora que ella decía y había visto a tres niños.
Había ido a visitar a su hermana, que vivía en Cumbernauld y, como sabía que iba a volver de noche y no confiaba mucho en sus propias habilidades al volante, decidió dejar el coche y tomar el tren. Sarah, que así se llamaba su hermana, la esperaba a las ocho en punto, de modo que cogió el tren de las siete y veinticinco, que tenía la llegada prevista a las ocho menos cinco. De la estación a la casa, tenía cinco minutos andando.
Paddy mordió la galleta de un rollito de higo y tomó un sorbito de té. Cuando tuviera una casa propia, quería que fuera como aquélla. Ya no tenía ganas de usar tazones o comerse las galletas del paquete.
Relajada en su compañía, la señora Simnel le señaló los metales de decoración y le preguntó a Paddy si le importaba que siguiera con su trabajo. Paddy le respondió que no e, incluso, se ofreció a ayudarla, pero no había otro par de guantes para ella, así que se tuvo que limitar a quedarse sentada mordisqueando galletas y mirando a la mujer aplicarse Brasso al metal y conjurarse la negrura de la nada.
La señora Simnel no había sido nunca testigo de nada y se sintió un poco incómoda al ir a contarlo. Se sorprendió de lo educados que fueron los policías. Se había esperado que fueran un poco más toscos, al menos los de los rangos más bajos. Mientras hacía ese comentario clasista, sus ojos se posaron en el jersey barato de escote cuadrado que llevaba Paddy. Parpadeó, como excusándose por la ofensa, y cambió el tono: le ofrecieron una taza de té antes de ir a reconocer a los chicos y se lo sirvieron en una taza como Dios manda, con su galleta, su rosquilla y todo. ¿No era exquisito? Una rosquilla glaseada de color rosa. No era algo que te esperaras de hombretones como aquéllos.
Ella era el testigo perfecto, recordaba los detalles, los colores y las horas a la perfección, como si hubiera estado ensayando toda su vida para aquel momento preciso.
– Esos chicos que hicieron esto -dijo con tristeza-, esos chicos tienen solamente diez años. Se me pone la piel de gallina solo de pensarlo.
– Sí, vienen de un ambiente familiar lleno de carencias -dijo Paddy con la esperanza de suavizar su actitud hacia ellos.
– Lo sé. Me dijeron que el del pelo oscuro no había ido nunca al dentista, ni una sola vez en toda su vida. -Dejó el trapo un momento-. Debe de doler mucho, tener esos dientes. Y la dieta que tendría que dárseles para… yo no pude ni acabarme la galleta.
Aquello hizo reaccionar a Paddy como una ducha de agua fría:
– ¿No pudo acabarse la rosquilla?
– No -dijo la señora Simnel-. La dejé en el platito. Quiero decir, deben de doler unos dientes tan estropeados. Aunque los padres no puedan llevar al niño al dentista, ¿por qué no hacen algo los colegios?
Paddy se inventó que su padre la recogería en la parada de autobús de Clarkston Road. La señora Simnel la despidió y le deseó buena suerte con el trabajo y los exámenes. Mientras Paddy andaba hasta el final de la calle, oyó a la mujer cerrar los postigos firmemente detrás de ella. Tenía que apresurarse a llegar a casa o se perdería a Sean si la llamaba para su cita de San Valentín del día siguiente, pero no sabía en qué dirección iban los autobuses desde allí y estaba un poco impresionada por todo lo que la señora Simnel le había contado.
Pasó por delante de la terminal de autobuses y por debajo de un puente del ferrocarril, siguiendo la carretera por encima del complejo de Prospecthill. Era un terreno frondoso, uno de los dos montículos cercanos que daban a la amplia llanura del valle. Se detuvo en la parte superior de la colina, con las manos en los bolsillos, a mirar las luces de la ciudad en una noche de viernes. Trazó su camino por las calles lejanas, con el rótulo de neón rojo del edificio del Daily Record como punto de partida.
A esa misma hora, una semana antes, Heather Allen estaba viva y había aparcado el coche en Union Street, cerca de allí. Paddy había bajado andando por Queen Street la misma noche; podía distinguir su arco de cristal iluminado. Había tomado el tren hasta Steps y había permanecido junto a las vías. A esa misma hora, hacía una semana, la señora Simnel fue a la policía para contarles que había visto a los niños en el tren. Le dieron té con galletas antes de que entrara a reconocerlos en una rueda, y, de manera serena, le comentaron a ella lo estropeados que tenía los dientes Callum Ogilvy y que nunca lo habían llevado al dentista. Debió de reconocer a Callum al instante: la prepararon con el mismo cuidado con el que habían preparado a Abraham Ross. Los policías estaban decididos a poner a los chicos solos en el tren, y Paddy no entendía por qué.
Capítulo 27
I
Sean no llamó, y tampoco había tarjeta de felicitación. Paddy miró con tanta atención el felpudo sin nada encima que pudo distinguir los pequeños restos de barro y suciedad entre sus cerdas marrones. Se le empezaron a pegar los pies en el protector plástico del suelo. Maldijo su estúpida tarjeta empalagosa, que se volvía más grande y más cursi conforme más la recordaba. Avergonzada de haber tenido esperanzas y temiendo que la hubiese visto alguien, volvió a subir corriendo a su habitación.
II
La ciudad estaba tranquila. Las calles se iban vaciando bajo un cielo gris, los vendedores se marchaban a casa antes de que empezara la marcha de los huelguistas de hambre o antes de que volviera a llover. Miró al fondo de la carretera, enfrentada a la lluvia fría, resistiendo la necesidad de subirse la capucha porque eso la hacía parecer demasiado joven y poco sofisticada. Pensar en Sean le provocaba dolor en la garganta. No podía soportar que la hubiera abandonado para siempre. Tenía miedo de estar sin él.