Un Volkswagen escarabajo blanco hecho polvo se desvió del escaso tráfico y se detuvo frente a la parada de autobuses. Los guardabarros tenían suciedad pegada y el capó delantero estaba oxidado y repintado con un tratamiento blancuzco. Terry apoyó un codo en el asiento del copiloto y le sonrió. Ella abrió la puerta y se metió dentro.
– Por un momento pensé que no iba a encontrarte.
Ella se esforzaba por cerrar la puerta chirriante tras ella.
– ¿Por qué?
– Por la lluvia -dijo señalando el cielo gris.
Él también estaba nervioso y, a Paddy, eso le gustaba.
Miró al cielo a través del parabrisas.
– ¿La lluvia viene de ahí? -le preguntó; y, aunque intentó bromear, sonó sarcástica.
Terry volvió a poner en marcha el coche. El motor era viejo y gastado, una de las ruedas hacía un ruido fuerte y extraño, y las marchas crujían como una boca llena de gravilla, pero Paddy seguía maravillada ante el hecho de que alguien de su edad tuviera el dinero para comprarse un coche.
– Es el coche más enrollado en el que me he subido en mi vida -dijo en un intento de complacerlo para compensar, así, el comentario anterior.
Dejaron de mirarse y sonrieron tras sus respectivas ventanas. Paddy deseó que la vieran en su cita del despecho, que alguien se lo contara a Sean para que se sintiera tan enojado, asustado y celoso como ella se sentía en aquel momento. Había considerado y descartado la posibilidad de que Sean estuviera viendo a otra, porque no era su estilo: era demasiado estricto con él mismo.
Terry disminuyó la velocidad al ver un semáforo en rojo en George Square, y vieron unas barreras metálicas que acordonaban el espacio central, que eran parte de la preparación del mitin que se celebraría después de la manifestación. No eran las barreras habituales que mantienen a los manifestantes en el espacio central y protegidos del tráfico; eran pasillos para meter a la gente dentro, para mantenerlos en la carretera y fuera de las aceras. Los vándalos furiosos ya habían conseguido pintar con aerosol sus consignas en los edificios cercanos. En un banco que tenían delante habían escrito «ARRIBA LOS DEL IRA» en la ventana; otra mano había escrito «QUE SE MUERAN» en rojo. Las consignas rivales daban a la plaza un aspecto más de campo de batalla entre bandas que de sede de un mitin político.
Terry resopló con cautela:
– Va a ser una locura. Están trayendo a hombres de la UDA [6] en autocares.
Lo decía como si conociera la zona. Paddy le sonrió.
– ¿Eres de Larkhall, Terry?
Él la miró.
– No.
– ¿Pues de dónde eres?
Terry vaciló.
– De Newton Mearns.
– Qué bien -dijo ella, tratando de no sonar otra vez malvada porque no era su intención.
Newton Mearns era imponente: se trataba de una zona próspera de clase media al sur de la ciudad, con casas bonitas con parcelas grandes y muchos jardines bien cuidados; hasta las calles estaban llenas de vegetación. Paddy y Sean habían estado por allí una vez, un día que buscaban un pub muy agradable del que unos compañeros de trabajo le habían hablado a Sean. No pudieron encontrarlo y, al cabo de veinte minutos, volvieron a la parada de autobús del otro lado de la carretera. Paddy se tapó con la capucha mientras Sean se fumaba un cigarrillo y tiraba piedrecitas a las vacas.
Se sintieron aliviados cuando llegó el autobús para llevarlos de vuelta a la ciudad. Nunca volvieron a ir.
Terry la volvió a mirar.
– No todo Newton Mearns es pijo -le dijo como si le hubiera leído el pensamiento-. Hay algunas partes bastante duras, ¿sabes?
– ¿Ah, sí? Y tú eres de una parte dura, ¿no?
Él no respondió. Las cosas no estaban saliendo muy bien; ella trataba de bromear, pero parecía todo el rato una falsa sabelotodo.
– Me gustaría pasar un momento por casa. -La miró-. ¿Te parece bien?
– Mearns está muy lejos de aquí.
– No, yo tengo mi propio sitio. Es justo aquí, en la esquina.
Paddy se quedó tan impresionada que se tapó la boca para evitar soltar otro comentario sarcástico. Tenía coche y su propio apartamento. Sus padres debían de ser millonarios.
El viejo coche traqueteó por las calles hasta Sauchiehall Street, un antro de estudiantes borrachos, cines y restaurantes de curry y quedó estacionado delante de un quiosco. Terry sacó las llaves del contacto con un gesto elegante y se volvió a mirarla.
– ¿Quieres subir? -Al ver la reticencia en su rostro, añadió-: Será sólo un minuto. Es que llevo toda la mañana trabajando y quiero cambiarme de camisa.
Ella trató de no decir lo primero que le vino a la cabeza, que era mandarlo al demonio: las chicas de Eastfield debían mostrarse recelosas ante la invitación para entrar en la casa de un amigo si los padres no estaban; pero Terry no parecía avergonzado de pedirle que subiera. Tal vez, en Newton Mearns, las chicas entraban y salían de las casas de los chicos todo el tiempo y sencillamente eran buenos amigos. Probablemente jugaban juntos al tenis y pasaban tiempo en el invernadero, tomando fruta fresca. Su aliento le rozó dos pelos en la frente.
– Está bien -dijo Paddy-. Vamos a ver tu escondite.
Era un recinto sombrío con un balcón de madera desgastado y un suelo asqueroso de cemento. En los rincones de la pared había suciedad acumulada. Las puertas de los apartamentos eran cada vez más cutres de un rellano a otro y al llegar al tercero, o estaban desconchados y llenos de golpes, o bien eran puertas de pino sin barnizar que sustituían a las que habían sido derribadas durante alguna bronca de borrachos. Una claraboya inundaba de luz de día la asquerosa escalera, de modo que cada rincón lleno de suciedad resultaba más visible/ y cada mancha marrón de la pared/ tan real que uno casi podía saborearla. Se mantuvo cerca de Terry, que brincaba por las escaleras delante de ella.
– ¿Por qué necesitas un coche -preguntó Paddy- si vives tan cerca del trabajo?
– Es que sólo lo utilizo para impresionar a las mujeres.
Sorprendida y halagada porque la había tratado de mujer y por sentirse objeto de los esfuerzos por impresionar de alguien, se rio y le dio un golpe en el muslo.
Seis pisos más arriba, en el último descansillo de la escalera, había dos puertas grandes una frente a la otra, con un embrollo de piezas de bicicleta y una butaca de pana por el medio. Terry se sacó un amasijo de llaves del bolsillo y lo apuntó a una puerta de contrachapado que se habría abierto sola con un soplo de viento.
El recibidor no tenía luz. Había más bicicletas aparcadas tras la puerta y todas las superficies disponibles estaban cubiertas de posters de grupos de rock: Pink Floyd, Status Quo, Thin Lizzy.
– Dios -dijo Paddy a media voz-, bienvenidos a los ochenta.
Terry la guió hasta una puerta trasera, abrió el candado que había y utilizó una llave larga para abrir la cerradura que había debajo del pomo. Cuando la puerta de su habitación se abrió, ella se quedó impresionada por un olor cautivador, una mezcla de sebo de almizcle y limón: olor concentrado de hombretones sucios.
Si Terry era millonario, hacía un buen trabajo escondiéndolo. Su dormitorio era una estancia larga y estrecha. Tenía una sola ventana al fondo que daba directamente a las ventanas superiores del edificio pequeño y feo de enfrente. Entre su cama deshecha y el lavabo, una maleta de cartón hacía de mesa. Terry guardaba en ella unas cuantas latas de indias estofadas y fiambre, junto a un paquete de pan blanco envuelto en papel encerado y un tarro de margarina barata. Las sábanas eran de color naranja, las mantas de un beis mugriento. No tenía sitio para colgar ropa, de modo que había colocado las camisas planchadas en sus colgadores sobre los marcos de las fotos por toda la sala. Una planta araña larguilucha que había en la estantería parecía descender lentamente con sus brotes jóvenes al suelo, como si éstos quisieran escaparse.