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Terry se metió muy adentro en la habitación, de modo que Paddy tuvo que seguirle, abrió un cajón y sacó una camiseta limpia, doblada de una manera que parecía recién comprada. Dejó que su chaqueta de cuero se deslizara por sus hombros hasta caer al suelo, se quitó la camisa blanca de trabajo de dentro de los pantalones y se desabrochó los tres botones de arriba. Puso la mano en el cuarto botón y titubeó.

– Dios santo -dijo ella-, tengo dos hermanos. He visto muchas veces a hombres sin camisa.

Terry levantó una ceja.

– Pero yo tengo unos pezones especialmente bellos, Patricia, y tú eres solamente de carne y hueso.

Paddy se rió y evitó mirarle mientras él se quitaba la camisa por la cabeza, sin desabrocharla. Él avanzó hacia su campo de visión y, con una expresión repentina de escándalo en el rostro, le gritó:

– ¡No me mires!

Tenía los brazos demasiado delgados, el pecho cubierto de suaves núcleos de pelo negro y rizado, en una bonita forma de T cuya cola desaparecía dentro de la cintura de los pantalones. Los pezones eran de un tono rosado oscuro, con pelo que radiaba desde el centro como si fueran pestañas y que le daba al pecho una imagen de cara sorprendida. Paddy sonrió y lo miró mientras se ponía una camiseta limpia. Entonces, deseó que Sean los pudiera ver.

– ¿No les importó a tus padres que te marcharas de casa?

– Ah -dijo Terry mientras recogía la cazadora del suelo-, es que murieron en un accidente de coche.

– Lo siento.

– No -sacudió la cabeza-, soy tonto; no tenía que habértelo dicho.

– ¿Por qué no?

Avergonzado, apretó los ojos con fuerza y se encogió de hombros.

– En realidad, la gente no quiere saber estas cosas. Los hace sentir incómodos.

– A mí me hace sentir más incómoda el olor a hombre encerrado que hay aquí.

Él esbozó una sonrisa y desvió la mirada.

– Siento lo de tus padres. Debió de ser una buena putada.

Él asintió, mirando al suelo:

– Esto es exactamente lo que fue; lo que es: una putada. ¿Cómo es que ya no llevas tu anillo de pedida?

Mientras cerraban la habitación y bajaban lentamente las escaleras, Paddy le contó el vacío que su familia le estaba haciendo, que Sean le había cerrado la puerta en las narices, y sus juegos nocturnos con Mary Ann. Cuando llegaron al coche, Terry ya sabía más de lo que ocurría en su casa que la propia madre de Paddy.

Le abrió la puerta del copiloto.

– ¿No te ha vuelto a llamar?

– Ni una sola vez. -Se metió en el coche y esperó a que Terry se sentara al volante-. Ni siquiera se pone al teléfono cuando yo llamo; nada de nada.

– Parece un cagón sin sangre en las venas -dijo mientras ponía el motor en marcha-. Pero eso lo digo yo, ¿no?

Por primera vez en su vida, Paddy se sintió como una mujer adulta.

III

Barnhill era un paisaje brutal. El insulso grupito de casas se aferraba con fuerza a la colina ventosa, defendiéndose de las bandadas de cuervos que se abatían sobre ellas. Estaba recogido por todos sus lados por bloques de apartamentos de más de treinta plantas que se proyectaban hacia el cielo gris e inmenso. Los pisos estaban construidos con amianto; por ser víctimas de la humedad, nadie los quería aparte de las palomas cagonas. Hacia el sur, entre Barnhill y la ciudad, estaban las obras de la ingeniería Saint Rollos, de crecimiento descontrolado, que habían abastecido de vagones de tren a medio imperio. Las dos instituciones entraron de la mano en la crisis, y la tierra que la rodeaba fue cayendo lentamente en el abandono, se llenó de residuos químicos y restos de basuras, y se quedó contaminada e inservible.

El propio Barnhill era poco más que un circuito de cinco o seis calles largas de casas idénticas, una hilera baja de comercios con un torreón en una esquina, una oficina de correos y un colegio. La reciente recesión era evidente. Las bolsas que paseaban las mujeres eran todas de tiendas de rebajas y, los hombres, con sus rostros blancos arrugados contra la fuerte lluvia, se reunían delante de los locales de apuestas y los pubs, demasiado arruinados para entrar en ellos.

– Menudo lugar de mierda -dijo Paddy

– No está tan mal -dijo Terry, probablemente porque nunca tendría que considerar vivir allí.

Giró el coche para meterse en el lóbrego Red Road. La carretera se metía por entre dos paredes cubiertas de hollín y, de pronto, se encontraron en la esquina de la casa. Paddy se deslizó por su asiento, imaginando que Sean y todos los Ogilvy estarían formando grupos en la acera, como lo estuvieron el día del funeral del padre de Callum, vestidos con sombríos negros y grises y despidiéndose de la madre de Callum Ogilvy con promesas vacías de volver a verla pronto.

La casa Ogilvy estaba en una ladera empinada. Unos peldaños de cemento desmenuzado subían hasta ella, y el pasto del inclinado jardín de delante llegaba hasta las rodillas. Paddy no estaba segura de si reconocería qué casa era, pero alguien había tenido la amabilidad de escribir con aerosol «FUERA LA INMUNDICIA» en la pared del fondo del jardín.

La ventana del salón estaba tapiada con listones de madera. La casa podía estar abandonada, pero la puerta principal estaba entreabierta y había trozos de juguetes de plástico desparramados por el jardín, y una cosa rosa y acolchada con parches tirada sobre un almohadón de césped verde y mullido, empapada por la lluvia. Cuando avanzaban muy lentamente, frente a la casa, Paddy vio una piernecita con volantes marrones apoyada de espaldas y asomando por la puerta, que se balanceaba sobre un pie como si una criatura tímida hubiera vuelto a entrar en la casa para preguntar algo.

Paddy volvió a hundirse en su asiento, observando aquella triste casa mientras pasaban. De manera repentina, la presión de su familia y el rechazo de Sean le parecieron justificados. Si las mujeres no cumplían, eso es lo que ocurría. Acabaría en una casa hecha polvo de protección oficial con cientos de niños hambrientos y sin familia que la ayudara en tiempos de necesidad. Le llevó un doloroso instante recordar que no había hecho nada malo.

Se volvió y miró a Terry, ansiosa por pensar en otra cosa. Él miraba hacia el frente, sin advertir su mirada, untando de saliva perezosamente los labios con la lengua. Aquel sonido le dio a Paddy una sensación de calidez en el estómago.

– ¿Por qué sonríes? -preguntó Terry.

– Por nada.

Bajaban por una corta conexión entre dos carreteras largas cuando vieron la casa del otro muchacho acusado del asesinato del pequeño Brian. Era la planta baja de una casita de cuatro plantas y, debajo de la ventana, había un rastro de hollín que había manchado los ladrillos cuando alguien intentó prender un fuego. La masilla fresca de la ventana todavía no había recibido su mano de pintura en el lugar en el que habían cambiado el marco, y la luz reflejaba todavía el brillo del aceite de linaza. Incluso antes de los actos vandálicos, Paddy podía ver que no era una casa de gente rica. Las cortinas estaban descoloridas y polvorientas, el césped del jardín frontal estaba descuidado y, en la senda que llevaba a la puerta principal, había tantos charcos que no podía haberla usado ningún coche en mucho tiempo.

Terry aceleró el motor.

– Vamos a Townhead y veamos cómo es el trazado.

Mientras pasaban por la ancha carretera de dos carriles que cruzaba Sighthill empezó a llover. Los bloques de apartamentos en aquella zona eran paredes monolíticas de hogares, plantadas como centinelas en lo alto de una colina. El único otro rasgo distintivo del lugar era un cementerio grande, no Victoriano y lujoso, sino un cementerio de pobres con pequeñas lápidas ordenadas en nítidas filas. El viento hacía caer la lluvia de lado sobre los rostros de los peatones, y empapaba las piernas de la gente que se cobijaba en las paradas de autobuses. Les llevó ocho minutos de coche cubrir la distancia entre las casas de los acusados del asesinato del pequeño Brian y la casa de los Wilcox. Cuando llegaron a Townhead, había dejado de llover y las calles se habían quedado oscuras y brillantes.