– Nos vemos luego, Terry.
Cerró la puerta de golpe justo cuando él respondía y no llegó a saber qué le había dicho. Se alejó carretera abajo, cortando por parcelas de césped, y se encaminó hacia el centro del complejo de viviendas.
Capítulo 28
I
Paddy aguardó casi cuarenta minutos en la bocacalle oscura del callejón junto a la casa de los Wilcox. Era un pedazo baldío de tierra que había entre las dos casas y al que los pasos surcados le habían dado la forma de un camino estrecho. A veces, a Paddy le parecía que el conjunto de la ciudad periférica no era más que una serie de interludios entre terreno baldío abandonado y escenarios de los bombardeos de la guerra. El césped que había a ambos lados del sendero brillaba por las gotitas como diamantes oscuros que temblaban en sus puntas afiladas. El extremo más lejano del camino florecía en forma de calle bien iluminada y, al otro lado de la carretera, Paddy pudo ver la verja de pequeñas estacas que rodeaba el parque de los columpios, ahora vacío y con sombras oscuras que se proyectaban debajo de los asientos de los columpios y de los toboganes. El fragor distante de los manifestantes furiosos avanzaba colina arriba.
Se fumó un cigarrillo para pasar el tiempo y recordó a la pobre Heather sentada en la papelera, aburrida en los lavabos de la sección editorial. Pensó que daría cualquier cosa para volver a aquella situación. Dejó caer el cigarrillo y lo pisó, machacando el papel y extendiendo las hebras de tabaco por el césped.
Un movimiento al fondo del callejón le llamó la atención. La silueta oscura de una mujer, cogida de la mano de una niña pequeña, miraba hacia allí y vacilaba ante el perfil oscuro de Paddy, ambiguo y amenazante.
– Espero el furgón de comestibles -gritó Paddy para tranquilizarla.
Pese a todo, la mujer esperó y apretó con más fuerza el puño encogido de la pequeña. Paddy retrocedió hacia la zona de luz de delante de la casa de los Wilcox y la mujer avanzó hacia ella mientras le susurraba algo a la niña.
– Lo siento -le dijo Paddy, cuando estuvo más cerca-, no pretendía asustarla.
De cerca, la mujer era bastante joven, pero su impermeable gris y su pañuelo en la cabeza le daban un aspecto más envejecido. Le dedicó a Paddy una mirada asqueada y apartó a la niña al otro lado del camino para alejarla. En cierto sentido, actuaba correctamente: Paddy no tenía por qué estar merodeando por los callejones oscuros, asustando a mujeres y niños que se ocupaban de lo suyo.
– ¿Sabe si el furgón de ese señor Naismith tiene que llegar pronto?
La mujer no la miró, pero susurró que sí, que llegaría en diez minutos, y añadió que tal vez no fuera Naismith, porque a veces conducía su hijo.
Paddy se tomó esas dos informaciones no solicitadas como muestra de perdón y observó la espalda en retirada de la mujer avanzando calle abajo. Debía de tener, como mucho, un par de años más que ella, pero ya era madre y su rostro reflejaba enfado y amargura.
Pudo imaginarse a Sean en casa, sentado en el salón de su madre, en la banqueta de plástico negro pegada a la mesilla del teléfono, con el auricular pegado al oído mientras escuchaba el tono del teléfono en la mesilla del salón de su mamá. Trisha le diría que Paddy no estaba y, entonces, él se quedaría preocupado. Aunque, tal vez, no se había ni molestado en ponerse en contacto con ella, tal vez había decidido ignorarla otro mes más, superando a su propia familia. Paddy sentía que ya no era capaz de predecir sus movimientos, y eso hacía que le gustara menos pero le daba más ganas de verlo. Miró hacia arriba y se encontró una mancha negra de terciopelo que avanzaba por el cielo.
El chaparrón llegó sin avisar, tan fuerte y repentino que, a pesar de que corrió los cien metros que había hasta un bloque de apartamentos cercano, el agua que bajaba pronto le cubrió las suelas de los zapatos y empezó a colarse por las costuras. Esperó en el portal, sin dejar de sujetarse la capucha con las dos manos, mientras miraba cómo el cielo dejaba caer frías franjas plateadas, ajeno al ruido ambiental que desprendían la autopista y las consignas de la manifestación de protesta. La superficie de la carretera era como una sábana negra arrugada. La lluvia se acumulaba al pie de la pendiente, y burbujeaba alrededor de las alcantarillas. Paddy tenía los pies mojados, los leotardos negros empapados chupaban el agua como papel secante y la repartían homogéneamente alrededor de sus tobillos.
Enseguida reparó en la luz de los faros. A rastras, junto a los dos haces de luz, el furgón de Naismith avanzaba por la carretera, acelerando dócilmente al llegar al pie de la colina para superar un charco profundo y luego detenerse en la subida. Se abrió la puerta trasera, y Naismith en persona asomó la cabeza y se mojó toda la cara antes de volver a esconderse. De una casa cercana, una mujer se acercó corriendo a toda velocidad con la cabeza agachada y aguantándose el cuello del abrigo bien cerrado. Paddy aguardó un rato en el portal hasta que supuso que la clienta había terminado y estaba a punto de bajarse del furgón, porque no quería esperar bajo la lluvia.
Con la cabeza agachada y sosteniendo la capucha bien cerrada hasta cubrirle la boca, cruzó la calle corriendo. El agua fría se le colaba entre los dedos de los pies. Tendría los pies mojados el resto del día y, cuando llegara a casa, tendría que meter papel higiénico dentro de las botas y dejarlas secar junto a la chimenea.
Naismith debió de ir muy rápido: cuando ella llegó, la puerta trasera del furgón ya estaba cerrada y el capó ya vibraba con el ronroneo del motor. Paddy corrió a la ventanilla del conductor y le dio unos golpecitos; temía haber esperado en vano y haberse arruinado las botas de agua a cambio de nada.
Desde el interior de la cabina, Naismith le sonrió; tenía el tupé un poco torcido por culpa de la lluvia. Bajó un poco la ventanilla, haciendo fuerza con el codo, y gritó:
– ¿Más Refreshers?
Paddy sonrió bajo la lluvia mientras se soltaba la capucha para que se le deslizara un poco hacia atrás, la lluvia le caía por la cara.
– ¡He visto el furgón de los helados! -gritó.
Él parecía desconcertado.
– El furgón -volvió a gritar Paddy a la vez que señalaba el callejón-. No para allí. Quería preguntarle sobre eso.
Ella miró con el ceño fruncido.
– No para allí -repitió Paddy.
El hombre sacudió la cabeza y señaló la puerta del copiloto, y con la boca hacia la ventanilla le dijo:
– No te oigo. Sube un momento.
Paddy asintió y corrió frente al furgón, donde la luz blanca de los faros permitía contemplar los detalles y la textura del río oscuro que bajaba por la colina. Abrió la puerta lateral, puso un pie encima del peldaño con bordillo de cromo y se encaramó a la cabina.
Dentro se estaba calentito y olía todavía a los panecillos de la mañana. Los asientos eran de una piel gruesa y de color crema.
– Oh, no, mi abrigo está empapado. -Se apartó los faldones de debajo-. No quiero mojarle los asientos.
– La piel buena no se fastidia mucho con la humedad. Son las baratijas las que se estropean.
Se inclinó hacia la puerta y su codo se acercó demasiado a sus pechos como para que ella se sintiera relajada; entonces, cerró la puerta de un golpe.
Se dio cuenta de que ella se había puesto rígida para apartarse un poco de él y retiró el brazo rápidamente, enojado por haberla asustado.
– No voy a… no quería hacer nada malo -dijo avergonzado de pronto-. Sólo cerraba la puerta.
– Oh, sí -dijo Paddy, que lamentaba haber desconfiado sin motivo. El hombre parecía tan alicaído y avergonzado que ella tuvo la sensación de que tenía que dejarse tocar los pechos sólo para que viera que no le parecía sospechoso de intentar robarle un toqueteo.
– Bueno. -Intentó sonreír, pero parecía triste y nervioso-. En definitiva, ¿en qué puedo ayudarte?