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– Sí, escuche, he estado esperando el furgón de los helados y no para allí. -Volvió a señalar carretera arriba.

Él se quedó mudo y ella se dio cuenta de que apenas la recordaba.

– La otra noche le estuve preguntando sobre los chicos del pequeño Brian, no sé si se acuerda. -El sacudió un poco la cabeza-. Le dije que no tenían motivos para pasar por la casa de los Wilcox, y usted me dijo que el heladero paraba allí y que habían ido a comprar chucherías, ¿se acuerda?

– Yo recuerdo que me compraste un paquete de Refreshers.

Paddy sacudió la cabeza.

– Lo siento, usted debe de hablar con cien personas al día. He estado vigilando, y resulta que el furgón no para nunca allí, pero yo quería preguntarle si antes lo hacía, ¿sabe? Porque, tal vez el tipo de los helados… ¿Hughie, me dijo que se llamaba?

Paddy lo miró, y él esperó un momento antes de asentir con la cabeza.

– Eso, ¿Hughie solía parar allí antes? ¿Cambió de lugar porque habían matado al pequeñajo y se sentía mal, o algo así?

Del pelo de Paddy cayó una gota gruesa que le resbaló por la cara y le bajó por la barbilla. Naismith ponía cara de alucinado, como si la estuviera viendo por primera vez en su vida.

– Buen Dios de Govan, estás absolutamente empapada. Toma. -Encendió la luz de la cabina y buscó algo por el suelo.

El interior de la cabina era una obra de arte: habían pegado las portadas de 45 discos alrededor del parabrisas: Jerry Lee Lewis, Frankie Vaughan, Gene Vincent y los Blue Caps, fotos coloreadas de chicos jóvenes, con los dientes exageradamente blanqueados y los labios de un tono rosa anticuado. Las fotos estaban pegadas con una tira de aironfix, amarillenta y seca después de pasar años al sol. A la derecha del parabrisas, justo donde el conductor tenía más tendencia a mirar, había un dibujo en tonos pastel de un Jesucristo rubio con túnica azul y que sonreía bondadosamente al corro de niños que levantaban los ojos hacia él.

– Esto es un palacete -dijo Paddy gozando de la butaca grande de piel que se adaptaba a su cuerpo, y lo observó buscar algo debajo de su asiento.

Él se incorporó y sonrió.

– Sí, lo es. -Le ofreció una toalla marrón y que olía a rancio, cosida por una costura para formar un bolsillo.

Paddy se secó el pelo cortésmente, evitando usarla para la boca y la nariz, y señaló la imagen de tema religioso.

– No lo tenía por un iluminado.

Él asintió, con la mirada al frente, contemplando cómo la lluvia caía sobre el cristal. Sus ojos miraron calle abajo en busca de clientes en cada portal.

– Renacido -dijo en voz baja-. Antes había llevado una vida sin ningún sentido, y tal vez lo vuelva a hacer, pero, a través de la gracia de Dios, he conocido la paz.

A ella, aquello le sonó como un puñado de paparruchas protestantes, pero el tipo parecía ser sincero, incluso sonaba un poco melancólico. Los renacidos solían mostrarse un poco más entusiasmados con su experiencia. Se imaginó que le caía una lágrima antes de seguir hablando.

– Hughie puede haber cambiado de hábitos. En realidad, no lo sé. -Levantó una mano, y se pasó la uña del dedo meñique por en medio de los dos dientes de delante-. No lo sé, de veras.

Paddy sonrió y miró la toalla que tenía en el regazo.

– Me lo preguntaba porque, verá, si el furgón paró más abajo cuando desapareció el pequeño, entonces los muchachos probablemente habrían ido por detrás y ni siquiera habrían pasado por delante de la casa de los Wilcox.

Jugueteó con algo, un pelo largo y dorado, y se lo enrolló por un dedo, tan grueso que era casi tosco, y que conservaba su suave ondulación aunque uno tirara de él. Gozaba con aquella textura que le resultaba familiar hasta que, de pronto, se dio cuenta de lo que era. Lo habría reconocido en cualquier lugar. Era un cabello de Heather Allen.

Con la mirada todavía al frente, Naismith levantó las manos por encima de la cabeza, lentamente, para no sobresaltarla. Encontró el interruptor sin mirarlo y apagó la luz de la cabina. Bajó el brazo suavemente y sus dedos se posaron sobre el volante. Permanecieron juntos e inmóviles. La luz anaranjada de las farolas se filtraba por entre la lluvia hasta el parabrisas. Las facciones de él parecían estar fundiéndose.

– Así que tal vez ha cambiado de ruta -dijo a media voz.

Ella tenía la cara helada.

– Puede ser.

Él se volvió a mirarla y Paddy vio que estaba triste. Se miraron a los ojos durante un instante fugaz: Paddy le suplicaba con la mirada que no la tocara; Naismith, a pesar de sentirse dolido, estaba decidido a hacer lo que sentía como un deber.

– Te vas a morir si vas andando a casa con este mal tiempo -le dijo con frialdad-. Deja que te acompañe a algún sitio.

Encendió el motor antes de dejarla contestar, soltó el freno de mano y embragó. El furgón avanzó un poco hacia el negro futuro pero los dedos alertados de Paddy empezaron a palpar por la puerta que tenía detrás y tiraron de la palanca hacia abajo. Se echó contra la puerta con todo su peso y cayó de la cabina, a un agujero húmedo. Al caer, mientras volvía la cabeza para ver adonde iba a aterrizar, sintió que los dedos calientes de Naismith le rozaban la oreja.

Se topó con el suelo medio metro antes de lo esperado y chocó con fuerza con el lado de la pierna; se la torció y la toalla marrón le cayó a la carretera. Estaba sin aliento, tumbada sobre tres dedos de lluvia, y notaba un aturdimiento en la rodilla que no presagiaba nada bueno. En ese momento, por detrás, oyó el crujido de un freno de mano y la puerta del conductor que se abría de golpe. Gracias a una subida de adrenalina se levantó de golpe, pero la rodilla no fue capaz de ponerse recta y cayó al suelo. Se volvió a levantar a cuatro patas, se impulsó hacia delante con las manos apoyadas en el suelo mojado, a través del fango blando y en el bordillo lleno de hierbajos, hacia la carretera, en dirección a la parada solitaria de autobuses, sin acordarse de comprobar si pasaban coches.

Nunca antes en toda su vida había corrido tan rápido, jamás había estado tan absolutamente dentro de su cuerpo.

Los pies le chapoteaban dentro de las botas mojadas, y los dedos la impulsaban hacia delante sobre el suelo mojado, en dirección al centro. Cuando volvió a pensar en la rodilla, notó que le ardía y que un dolor muy agudo le subía hasta la cadera. Cuando se sintió cansada y los pulmones empezaron a punzarle, sintió la lluvia contra su oreja. Imaginó que eran los dedos de Naismith y siguió corriendo en dirección al único sonido humano que le llegaba: los coros de los manifestantes en George Square.

Salió disparada más allá de la entrada lateral de Queen Street y corrió calle abajo, luego dobló la esquina y se encontró detrás de una hilera de policías que formaban un cordón frente a los manifestantes de la plaza. Llevaban las capas de lana empapadas y brillaban como cascarones de cucarachas. Los manifestantes acababan de llegar a la plaza y eran una mezcla de militantes republicanos enfurecidos y defensores asustados de los derechos civiles que fluía por en medio de las vallas metálicas como el ganado en un mercado, enmarcados por una barrera negra de policías cogidos por los brazos. Al fondo de la plaza, advirtió la presencia de la policía montada, que cortaba el paso de una vía de salida, con sus gabardinas extendidas sobre los cuerpos de los caballos. Corrió hacia el cordón de policía y tocó la espalda de uno de ellos.

– Por favor, ayúdeme.

Él se volvió a mirarla, mientras se despegaba de su compañero, y la cogió del codo. Tenía los ojos un poco demasiado abiertos; parecía asustado y emocionado en la misma proporción.

– He sido atacada.

Se inclinó hacia ella y le gritó a la cara:

– ¡Ponte delante de la barrera!

Paddy estaba frente a él y avanzando hacia la dirección que él le había indicado cuando el policía, de manera bastante gratuita, la zarandeó y la hizo caer hacia el lado de la rodilla herida. El policía sonreía. Paddy retrocedió hacia la muchedumbre asustada, bordeó las barreras metálicas y se alejó de la primera fila. Hizo bien en marcharse. Cuando llegó a la esquina de la plaza y miró hacia atrás, aquello ya se había convertido en una batalla campal. Una parte de la marcha se había salido de madre, y ahora todos huían de algo. Los cascos de los caballos repicaban contra el asfalto, y Paddy vio oleadas de personas, aterradas y que se sujetaban los unos con los otros, arrastrando a compañeros por las chaquetas y abrigos, tapándose la cabeza para protegerse. Los policías aparecieron por la esquina con las porras levantadas, persiguiendo a la gente que huía, pegando y arrastrándolos de vuelta al escenario del pánico.