Ella retrocedió, cojeando calle arriba, en dirección a la redacción. Desde allí, al menos, podría llamar a casa, decirle a su madre que la habían atacado y pedirle que fuera a buscarla. También podría llamar a la policía y pedirle a alguno de los viejos que le hiciera compañía hasta que alguien fuera a ayudarla.
En ese momento, la lluvia se había convertido en llovizna y ella giraba hacia la oficina, adonde llegó por la parte trasera del aparcamiento, que estaba totalmente a oscuras. Delante de ella, vio que la cantina estaba a oscuras y que las luces de la redacción estaban sólo encendidas por un lado. Las farolas más potentes eran las de fuera del Press Bar. Un tipo con cazadora deportiva y pantalones informales salió del local y se detuvo a mirar al cielo amenazador. Podía tratarse de cualquiera de los tipos feos y ridículos que conocía, pero jamás se había alegrado tanto de ver a alguien. El tipo arrugó la nariz ante la visión del cielo, comprobó atentamente el cambio que llevaba en el bolsillo y dio media vuelta para tomar una copa más, hasta que la fría lluvia se hubiera disipado un poco más.
Paddy lo persiguió cojeando y sonrió al salir al margen de tierra que rodeaba la zona de aparcamiento. La rodilla le quemaba, ahora ya no sólo la piel, sino también el hueso. Se detuvo. De pronto, sintió frío y advirtió, de manera inconsciente, algo oscuro, una forma en un espacio que raramente estaba ocupado. El furgón de los víveres estaba aparcado en el rincón a oscuras del fondo del aparcamiento, con todas sus luces apagadas.
Retrocedió hacia la sombra y miró en aquella dirección. El tipo estaba reclinado en la cabina, con el rostro en la sombra, los brazos cruzados, y vigilando la parte de delante del edificio. Sabía dónde trabajaba.
II
Paddy vio el Volkswagen blanco aparcado fuera, y supo que Terry estaba en casa. La inminencia de ver una cara amiga la hizo romper a llorar en el momento en que pasaba volando por la tercera planta. Cuando Terry le abrió la puerta, su dignidad se hizo añicos tal y como estaba, con las manos colgando a los lados, sollozando de espanto.
Terry le dio un chándal limpio para cambiarse y una toalla para que se secara el pelo. Le quitó las botas y los leotardos, le lavó la rodilla herida con una manopla caliente y le preparó una taza de té negro. Tuvo que ser té porque sus compañeros de piso habían empezado a guardar el café en sus dormitorios, y a él se le había olvidado robar un poco de la oficina. Le puso papel de periódico dentro de las botas para tratar de quitarles un poco de la humedad de la lluvia, se sentó muy cerca de ella al lado de la cama y, después, encendió las dos fases de la estufa eléctrica para que entrara en calor. Le dio un poco de pan tostado para que se lo comiera de la mesilla. El pan le quitó parte del apetito, pero, por algún motivo accidental, sabía ligeramente a pescado.
En vez de enfrentarse a una comisaría del centro en aquella noche tan llena de incidencias, decidieron llamar y contarles lo de Naismith, pero la cabina del vestíbulo no funcionaba y la cabina que había seis plantas más abajo estaba también averiada. Decidieron ir a ver a Tracy Dempsie y preguntarle si el furgón de víveres había estado merodeando por algún lugar cercano a su casa en el momento de la desaparición de Thomas, pero tampoco lo hicieron. Decidieron redactar un artículo largo sobre Thomas Dempsie, pero se quedaron sentados en la cama de Terry, tomando té negro, con el muslo húmedo de Paddy apoyado en el de él.
Terry encendió el pequeño televisor portátil en blanco y negro, y se pusieron a ver las noticias. Un presentador de rostro enrojecido presentó los titulares, y la manifestación apareció solamente en quinto lugar. Habían arrestado a ciento cincuenta manifestantes en Glasgow después de que se produjeran altercados durante una manifestación a favor del IRA; la policía sospechaba que habían intervenido grupos organizados. No se citó para nada a los huelguistas de hambre, ni a la policía montada que había acorralado a la muchedumbre. Incluso las noticias locales mencionaron el tema de pasada y mostraron imágenes de un tipo muy borracho acurrucado en un portal mientras un par de policías a caballo pasaban tranquilamente por delante de la cámara, con los agentes sonriendo a la gente a la que habían ido a servir.
– En los tiempos que corren, la verdad es un bien muy escaso -dijo Terry con la rodilla apoyada con fuerza en el muslo de Paddy.
– Es la justicia lo que escasea -dijo Paddy-. La verdad es relativa.
Estaban sentados, fingiendo mirar una cicatriz que él tenía en la mano, cuando Terry propuso que se tumbaran.
Paddy había imaginado lo que iba a decir y se puso nerviosa; le interrumpió para señalar una pila de revistas de automoción y dijo algo sarcástico sobre ellas. Tuvo que esperar otros diez minutos de conversación banal hasta que Terry se lo volviera a sugerir.
Se tumbaron de lado, cara a cara, porque la cama era demasiado estrecha como para permitir otra postura. Paddy se recogió las manos delante del pecho en actitud defensiva, y Terry apoyó la cabeza en un brazo y dejó el otro descansando encima de su cuerpo.
– Hola, María Magdalena -le dijo a media voz.
Ella se encogió ante aquella aproximación tan barata y levantó una mano, saludando como si hubiera alguien a siete metros de la cama.
– ¡Hola! -gritó-. Hola, ¿cómo estás?
Vio un destello de fastidio en el rostro de él, y Terry se incorporó un poco, le cogió la mano levantada por la muñeca y se la bajó hacia la cama. De pronto Paddy se vio a sí misma, tumbada sobre la cama mugrienta de un desconocido y sin su anillo de pedida. Se abalanzó un poco hacia delante y besó a Terry en los labios, no sin reservas y provocativa como lo hubiera hecho con Sean, sino tentativa, como si quisiera catar su sabor. Él le apretó más fuerte la muñeca mientras le devolvía el beso, presionando fuerte con la boca, con poca gracia, raspándose el labio con el borde afilado de los dientes. Le soltó el brazo, y la mano vaciló por encima de ella hasta que se posó en la cadera, demasiado abajo como para que fuera un gesto inocente. El calor de su mano se propagó por todo el cuerpo de Paddy, y le inundó el pecho, el cuello y las tripas. Volvió a besarlo y a acariciarlo al mismo tiempo, con la mano debajo de su camiseta, sintiendo su piel, su pelo y el olor que emanaba a su alrededor.
Mientras él le quitaba el jersey del chándal por encima de la cabeza, Paddy pensó en Sean, sentado en el peldaño de la cocina de su madre, mirando al árbol solitario y azotado por el viento. Vio cómo la mano de Sean se posaba delicadamente en la suya. La piel de sus nudillos era perfectamente suave.
Los dedos húmedos de Terry recorrieron la piel descubierta de su estómago. Sus michelines parecían multiplicarse bajo la mano. Él le preguntó lo que le gustaba y ella le dijo que todo le parecía bien, perfecto, justo allí, sí, pero ella no sentía nada más que el hecho estricto de sus movimientos, la manta que le picaba, los dedos como ganchos dentro de ella. Terry se puso encima de ella, dejando un rastro de saliva que se enfriaba por su cuello, y ella suspiraba porque suponía que debía hacerlo, aceleraba la respiración cuando él lo hacía, fingía y sabía que fingía, pero, al mismo tiempo, se preguntaba si él se daba cuenta. La manta cayó al suelo y sintió frío en las piernas y los pies. Dejó pasar el momento sin pensar en nada hasta que acabó. Terry se puso tenso, cubierto de pronto por una fina capa de sudor que al instante se enfrió. Ella no quería tocarlo.