Por encima de la mesa, estaban esparcidos los restos de una celebración abortada: emparedados triangulares que se doblaban formando una sonrisa sarcástica, un jarrón de naranjada y una botella sin abrir de Liebfraumilch [7]. Como centro de mesa, había un pequeño pastel blanco. Las bolitas plateadas de decoración del lado de Marty habían sido arrancadas y habían dejado unos agujeros como disparos en el glaseado. Paddy tenía la trenca apoyada en un brazo y permanecía de pie junto a la puerta de la cocina, como si fuera un visitante que no tiene previsto quedarse mucho rato. Se vio a sí misma con los ojos de su familia: había llegado a las diez y media, sin el anillo de prometida, con los zapatos llenos de barro y los ojos hinchados por las lágrimas.
Con, su padre, estaba tan tenso que tuvo que girar el cuerpo entero para mirarla mientras se tiraba del bigote por ambas puntas como un farsante.
– Es tarde, lo sé.
Su padre no pudo soportarlo. Ya era bastante que un hijo lo hubiera desafiado, pero que no se arrepintiera y que encima fuera su hija pequeña era demasiado.
– ¿Cómo te atreves? -gritó con los blancos de los ojos cada vez más enrojecidos-. A mí no me hables… ¡Ni me hables!
Trisha apretó las manos de Con con las suyas.
– ¿Dónde has estado todo el día?
– En casa de una amiga.
– ¿Qué amiga? Hemos llamado a todo el mundo.
– No la conocéis.
Los chicos se miraron nerviosamente entre ellos. Mary Ann dio un suspiro profundo y tembloroso, y se mordió la mano. La familia conocía a todo el mundo; ellos eran todo el mundo. Su madre reprimió un sollozo:
– Patricia, ¿qué ha pasado con tus leotardos?
Paddy se miró las piernas desnudas. En una de sus gordas rodillas tenía una enorme costra escarlata. Imaginó lo que su madre había pensado: que una banda de hombres la había atacado y la había sometido a algún tipo de extraño ritual sexual protestante. Y tenía algo de razón.
Se enfureció:
– No quería venir a casa. No puedo soportar este ambiente.
– Ah, ¿y quién ha provocado que el ambiente sea como es? -le gritó Con, de pie e inclinado sobre la mesa-. ¡Tú! ¡Tú lo has jodido todo!
Trisha le tiró de la manga para que se volviera a sentar.
– Basta, Con, cálmate.
– Mira -gritó Paddy-, he estado en la manifestación por los huelguistas de hambre. Me he caído y me he hecho daño en la rodilla, y tuve que quitarme los leotardos para limpiarme el corte.
Se cambió de mano el pesado abrigo y levantó la rodilla para que la vieran. Bajo aquella luz tan brillante tenía un aspecto muy espectacular. El corte tenía los bordes de color marrón, pero por dentro seguía húmedo y amarillento. Todos lo miraron, pero nadie dijo nada. Marty miró a Paddy con cara de desconfianza, como si pensara que se lo había hecho aposta para obtener su piedad.
Su madre se levantó.
– Hoy han detenido a ciento cincuenta personas en la ciudad. Hemos estado llamando a todas las comisarías.
– A mí no me han detenido, sólo me dieron un empujón.
– Bueno, de todos modos, gracias a Dios -dijo el padre en voz alta.
– Estoy muy cansada -dijo Paddy-. Muy cansada. -No sabía qué más decir, así que salió de la cocina.
Gerald respondió instintivamente:
– Pues buenas noches, y tápate.
Paddy oyó a su madre reconvenirla en voz baja mientras ella colgaba el abrigo y subía las escaleras. Se tumbó todavía vestida y miró al techo, mientras pensaba en los dientes destrozados de Heather y en los pelos pegados a la apestosa toalla. Paddy se había buscado la ruina y había matado a una chica. Había hecho cosas terribles, terribles…
III
La cama temblaba. Abrió los ojos pegajosos y vio a Trisha sentada a su lado, llorando, tapándose la boca con la mano, preocupada, asustada y pequeña.
Paddy jamás había visto a su madre tan indefensa. Se acercaron la una a la otra, las manos buscándose las caras, con las cabezas pegadas, mientras Trisha abrazaba a su bebé y la arrullaba entre una letanía de susurros y suspiros.
– Estoy tan preocupada por ti -le dijo cuando finalmente hubo recuperado el aliento.
Paddy trató de no llorar.
– No debes preocuparte.
– Pero el domingo pasado no viniste a misa y, luego, ayer… Estoy asustada por ti.
– No te preocupes, mamá.
Trisha sonrió ansiosamente y acarició el pelo de Paddy, a la vez que se lo apartaba de la cara.
– ¿Vendrás a misa por mí?
– Mamá…
– Hazlo, por favor; hazlo por mí.
Paddy había tenido la esperanza de que la semana anterior hubiera servido de precedente. No tenía previsto ir a misa. No creía en ello y nunca lo había hecho. Toda la parroquia la odiaba. Había tenido relaciones sexuales con un hombre con el que no estaba casada. Había dicho una mentira que había matado a una mujer. Lo último que quería hacer ahora era una hora de pausa para analizar su conciencia.
– Por favor.
De modo que Paddy fue a misa por su madre, quien a su vez fue por su padre, quien a su vez fue para dar un buen ejemplo a sus hijos.
IV
Los parroquianos saludaron a sus amigos en el patio de la capilla. Los Meehan se sentían observados por el resto de la congregación desde que doblaron la esquina y cruzaron el murete que daba entrada al patio. Gerald y Marty fingían que no les importaba. Cada treinta segundos, Mary Ann emitía pequeños ladridos histéricos, risitas soltadas demasiado rápido como para tener tiempo de respirar. Paddy miraba al frente, sin mirar a nadie. Sintió una mano en el brazo. Era su padre, que la cogía del codo, mostrando una imagen unida para que la gente los viera.
Los Meehan no se demoraron en la escalera de entrada, sino que entraron directamente y se sentaron en un banco a dos tercios de la capilla, donde se sentaban siempre, cerca de las familias más ostensiblemente religiosas, pero no con ellas.
El padre Bowen empezó el sermón, acompañado por el griterío de los niños pequeños que se sentaban al fondo, cuyos padres estaban dispuestos a salir pitando si los bebés hacían demasiado ruido. Paddy no se atrevía a mirar hacia los bancos donde se sentaban los Ogilvy, pero adivinó por la forma de las sombras del rabillo derecho de su ojo que Sean se sentaba con su madre y con dos hermanos mayores, sus esposas y un surtido de sobrinos y sobrinas bulliciosos.
Se levantó y se sentó cuando tocaba, siempre con la mente girando obsesivamente alrededor de Heather Allen. Alguien la había matado pensando que era Paddy, pero no podía imaginar tampoco por qué alguien podía querer matarla. Tenía algo que ver con Townhead, con el tipo del furgón de víveres, e incluso también con Thomas Dempsie.
Cinco niñas del colegio Trinity hicieron la procesión de ofrenda, y unos chicos de la misma clase leyeron en voz alta unas forzadas plegarias de promesa. La comunión se desarrolló como una operación militar: los diáconos colocados a un lado de los bancos dirigían el tráfico de los comulgantes, a los que sólo se les permitía formar colas de cuatro o cinco en el pasillo. Los que no tenían el alma lo bastante limpia como para recibir la Eucaristía tenían que quedarse atrás, a solas en su banco. Paddy permaneció sola en su banco, con la sensación de ser observada por la gente de atrás e imaginándose que Ina Harris la escupía desde el pasillo central.