El coche fúnebre dobló a la derecha, hacia Main Street, y la fila de dolientes se protegió, adoptaron posturas más firmes y colocaron a los niños en el centro del grupo. Ahora conversaban en voz más alta, como si estuvieran tratando de dar la impresión de que habían aumentado sus efectivos. Para una procesión católica, ése era un momento de tensión: el pastor Jack Glass daba discursos por toda la ciudad sobre la puta de Roma, y en Irlanda se producían enfrentamientos feroces. Una diputada republicana recibió un disparo en la puerta de su domicilio, delante de su hijo, y los presos de la Maze iniciaban su segunda huelga de hambre para exigir que se los reconociera como presos políticos. Se estaba organizando una manifestación escocesa a favor de estos hombres, y todo el mundo sabía que habría alborotos. Siempre que los ánimos se calentaban en los seis condados, Glasgow estaba al borde de la violencia. Dado que era la ciudad extranjera más próxima a Belfast, tan sólo a unos ciento setenta kilómetros al otro lado del mar de Irlanda, Glasgow era el lugar de exilio tradicional para los unionistas que habían perdido su puesto, pero con los que nadie podía acabar por ser demasiado beligerante. Bebían en los pubs de Dennistoun y organizaban rifas por la causa. Los bribones republicanos salían mejor parados y eran exilados a Estados Unidos.
El séquito descendió por un lado de Main Street, y los vehículos al otro lado disminuían la velocidad como muestra de respeto. Un par de conductores aceleraron, y cruzaron de un lado a otro de los carriles. Otro pasó sacando la cabeza por la ventanilla y gritó algo insultante y ofensivo sobre el Papa. Los peatones protestantes observaban en silencio desde la acera; algunos se saludaban mientras caminaban, otros parecían incómodos o burlones porque no entendían aquella tradición.
El coche fúnebre se detuvo frente a la moderna capilla amarilla de Saint Columbkill, y el ataúd de Annie fue transportado con cuidado a través de un patio de muros bajos; luego, por unas escaleras y a través de unas enormes puertas de madera amarillenta. La confiaban al abrigo de la capilla para pasar la noche, para protegerla de que el diablo le robara el alma antes de la celebración de la misa de funeral y de recibir sepultura por la mañana. Paddy reparó en la presencia de un grupo de cuatro chicas con las que había ido a la escuela primaria; estaban de pie en las escaleras, con las manos recogidas delante piadosamente, y con la mirada baja en señal de respeto. Sus dos hermanos, Marty y Gerald, aguardaban tras ellas; más allá, había una anciana vecina que estaba en el grupo de labores de su abuela Meehan.
– Dios mío, esto es como la maldita secuencia de un sueño -dijo, en voz baja-. Todas las personas a las que he conocido en mi vida están aquí congregadas.
Sean asintió:
– Sí, es agradable. -Suspiró y se puso más firme-. Vayamos donde vayamos en esta vida, éste siempre será nuestro lugar. -Le apretó la mano-. Ésta es nuestra gente.
Ella supo que tenía razón, no había escapatoria. Aunque viajara a dos mil kilómetros y no volviera nunca más, aquél seguiría siendo su sitio. Sean le tiró de la mano con delicadeza y la guió escaleras arriba hasta el oficio de difuntos.
Capítulo 5
I
Era la tarde del 4 de diciembre; de eso Paddy Meehan estaba seguro; en cambio, no sabía en qué lugar del mundo se encontraba: no le habían dicho adonde volaban, pero había visto la fecha en un periódico alemán doblado bajo el brazo de un hombre que subía la escalerilla delante de ellos para embarcar. Rolf se había dado cuenta de lo que estaba haciendo, y cambió de lado para bloquearle la vista, pero lo hizo graciosamente, mientras le sonreía.
El avión iba lleno. Cuarenta chicos de todas las edades, vestidos con uniforme rojo y beis, jugaban de un asiento al otro a un juego de preguntas y respuestas en ruso. Rolf se detuvo junto a una hilera de tres asientos y comparó los números varias veces con los billetes antes de apartarse para dejarlos pasar. Meehan se deshizo de su rígido sobretodo gris y se apresuró a sentarse en el asiento de ventanilla, pero el joven lugarteniente lo apartó y se le coló, sin dejar de reírse mientras se apoderaba del asiento. Hasta la tapicería era de lujo. Meehan y el lugarteniente colocaron las manos en el dorsal del asiento de enfrente y se pusieron a juguetear, clavando las uñas en la gruesa textura azul y naranja, riéndose por su deliciosa densidad. El hecho de estar en un avión los llenaba de emoción. Rolf sonreía ante sus juegos mientras doblaba su abrigo con delicadeza y lo colocaba en el compartimiento superior. Se sentó en el asiento del pasillo y se arregló un poco el pelo, la chaqueta y, por último, el bigotito.
El ruido ensordecedor de los motores aumentó hasta componer un nervioso aullido; entonces, se dirigieron a la pista y, finalmente, despegaron, lo que provocó gritos y ovaciones entre los niños.
Una vez en el aire, y cuando el avión ya había corregido su preocupante inclinación hacia arriba, Rolf sacó la petaca y tres vasitos de plástico de su maletín. La petaca estaba muy abollada y usada, con una curva ovalada de plata desconchada que salía de debajo. Sirvió una buena dosis de vodka en cada vaso y se los ofreció en orden, el primero al lugarteniente, el segundo a Meehan, el tercero para él mismo. Meehan ofreció cigarrillos, como contribución a la celebración, y todos se encendieron uno, al tiempo que abrían las tapas de los pequeños ceniceros de los brazos, y dejaron que el aroma dulzón de cien hilillos de humo invadiera la cabina.
– Salud -dijo Meehan jovial, mientras levantaba el vaso para brindar.
Rolf y el lugarteniente levantaron sus vasos en respuesta y repitieron «Salud» inocentemente, como si no lo entendieran. Los tres hombres sonrieron y bebieron a la vez.
– Bueno, compañeros, y ahora, ¿adonde nos dirigimos?
Rolf lo miró con el ceño fruncido.
– Lo llevamos a Scotland Yard, amigo.
El joven lugarteniente se rió, golpeándose el muslo con fuerza. Seguía emocionado por volar.
– Vamos a Rusia, ¿no? – Dijo Meehan-. Los chicos hablan todos en ruso, así que supongo que me lleváis a Rusia.
Rolf levantó una ceja y se acomodó de nuevo en su asiento, estirando un brazo, como solía hacer, para separarse las nalgas. Era una costumbre que resultaba curiosa en un hombre tan elegante como él. Meehan se preguntaba si tenía hemorroides.
– Sí -dijo Rolf-, tal vez vayamos a Rusia, pero después de pasar por Scotland Yard.
– Usted, springe aus dem fenster -dijo Meehan, señalando la ventana con la punta naranja del cigarrillo.
Rolf asintió educadamente, reconociendo la broma sin tomarse la molestia de reírse. Meehan todavía se peleaba con su acento alemán, a pesar de haberlo estudiado intensamente durante los últimos nueve meses. No tenía nada más con que llenar el tiempo que transcurría entre las comidas y los interrogatorios.
– Springe aus dem fenster -se repitió en voz baja para sus adentros, a modo de práctica.
Pensó en los Gorbals y en el Tapp Inn, donde conocía a todos y cada uno de los granujas que entraban por su puerta, o que podían hacerlo. Se preguntó qué pensarían de él si lo vieran sentado en un avión de Alemania Oriental, conversando en la jerga de camino a Rusia. No le habían desvelado el motivo de su traslado; por lo poco que sabía, podía hasta estar de camino a recibir un tiro en la cabeza, pero, a pesar de todo, no podía evitar sonreír.
Se bebieron el vodka y Meehan se durmió rápidamente; la cabeza se le quedó colgando del cuello torcido, y la baba se le caía sobre el traje de sarga azul que le habían dado.