Al final del servicio, cuando todos se marchaban en paz a amar y servir al Señor, Paddy se encontró a Sean que la esperaba al final de su hilera. Hizo una genuflexión con ella y juntos se incorporaron al grupo de feligreses que salían en silencio de la iglesia y estrechaban la mano del padre Bowen al cruzar la puerta. Paddy volvió la vista para ver cómo la congregación fluía lentamente hacia fuera y vio el alivio rosado reflejado en el rostro de su padre porque Sean Ogilvy volvía a estar a su lado. Bajaron las escaleras hasta el jardín de la entrada.
– Bueno. -Sean dio una patadita a una losa de cemento con la punta del zapato-. ¿Quieres venir al cine esta noche? Al final no fuimos a ver aquella película.
– Yo no lo hice.
Sean miró a la gente que tenía al lado.
– No quiero que hablemos de eso aquí.
– Pues yo sí.
– Paddy, tú te lo buscaste.
– Cállate, Sean. -Se dio la vuelta para que su madre y su padre no le pudieran ver la cara-. Escúchame; a tu primo le están tendiendo una trampa. Alguien llevó a los dos muchachos hasta allí para que mataran al pequeño, y a nadie le importa un carajo excepto a mí. A nadie le importa una mierda, pero si fueran de una familia mejor todos querrían saber lo que ha fallado. -Él la miró enojado y ella agachó la cabeza-. Me refería a la familia inmediata.
El silencio de Sean duró tanto tiempo que ella se vio obligada a volver a levantar la cabeza.
– ¿Dónde has dejado el anillo? -le preguntó él.
– Me lo quité. Como no tenía noticias tuyas, no sabía si seguía estando prometida.
– Estamos prometidos hasta que yo te diga lo contrario.
Ella estuvo a punto de reírse en su cara.
– Vete a la mierda.
– Hiciste una promesa -le dijo él-, para lo bueno y para lo malo.
– No, no es cierto. Todavía no he hecho esas promesas, ¿te acuerdas?
– No voy a discutirlo aquí -dijo él con firmeza.
Paddy reacomodó el peso de su cuerpo encima de la otra pierna y se rozó con la suave tela de su ropa interior para recordar lo sucedido la noche anterior. Sonrió mirando a Sean. Al otro lado del jardín, su padre sonreía y conversaba con su madre.
– De acuerdo, Sean, ¿quieres ir al cine conmigo? Pues vayamos al cine.
– ¿Esta noche? -dijo él en tono acusador.
– Esta noche.
– Te recogeré a las siete. -Se alejó y, al pasar por su lado, le dio un golpecito con el hombro y le dijo-: Y ponte el anillo.
V
Mientras acompañaba a Paddy de la capilla hasta la estación, Mary Ann esperó a estar detrás del Castle Bar antes de preguntarle si le había visto los pantalones a Stephen Tolpy por detrás. Paddy no se los había visto y Mary Ann no explicó por qué aquellos pantalones eran tan divertidos que la hacían partirse de risa. Paddy le miró la cara enrojecida, las aletas de la nariz temblorosas y se echó también a reír sin saber por qué. Las dos muchachas se estuvieron riendo hasta que llegaron a las escaleras del andén, mientras ambas se preguntaban cómo algo podía ser tan divertido y volvían a reírse de que, en realidad, lo fuera.
El andén era una franja de cemento sin cubrir, colocado encima de un terreno de maleza. Hacia el norte, más allá de unos edificios bajos, había una vista de la ciudad que alcanzaba hasta la catedral y los bloques Drygate. Detrás de las cumbres y agujas de la ciudad se divisaban las limpias colinas nevadas de más allá. El viento soplaba veloz por la llanura, procedente de la ciudad, y los que aguardaban su tren tenían que volverse de espaldas y desviar la vista. Juntas, las dos hermanas se enfrentaron al viento y cerraron los ojos con fuerza, para que así el polvo y la arenilla se quedaran atrapados en las pestañas, y recorrieron todo el andén, cogidas del brazo y riéndose todavía.
Mary Ann apretó el brazo de Paddy.
– Me alegro de que todo esté arreglado.
– Yo no lo hice, ¿sabes?
Ella le dio otro apretón, esta vez más fuerte.
– Me da igual si lo hiciste o no. A veces tengo ganas de que alguien haga algo y sólo… -Pero se detuvo.
El tren llegó y Mary Ann esperó a que volviera a salir de la estación, y entonces se puso a saludar a Paddy con la mano y a reírse, fingiendo que se despedían para mucho tiempo. Paddy le siguió la broma hasta que Mary Ann se le perdió de vista. Sabía que el enfrentamiento no acabaría nunca. Ya no volvería a formar parte del núcleo familiar.
VI
Mientras viajaba en el tren tembloroso camino del centro, Paddy se acordó de Meehan y de su familia y de la distancia insalvable que había entre ellos.
Después de pasar siete años protestando en la cárcel, de publicarse dos libros sobre su caso y después de emitirse un documental por televisión, a Meehan le ofrecieron los papeles para salir en libertad provisional.
– Fírmelos -le dijo el agente-. Escriba su nombre aquí y estará libre a finales de esta semana.
– ¿Tengo que decir que soy culpable?
– Ya sabe que sí.
Meehan había pasado siete años en confinamiento solitario, con un permiso para salir al patio una vez cada quince días. Querían una excusa para soltarle, pero tenía que ser en sus términos. Meehan se la jugó y dijo que no. Lo querían fuera de allí. El libro de Ludovic Kennedy sobre los defectos de su juicio le había dado tanta notoriedad que mantenerlo encerrado significaba desacreditar el sistema judicial.
Al cabo de cinco días, se encontraba en el salón de casa de su esposa, Betty, con un whisky en la mano y su perdón real en la otra, brindando con su familia de extraños. Vestían de colores tan vivos que le dolía la vista mirarlos. Su hija era flaca y de tez grisácea, debilitada por el tratamiento que le administraron por su depresión nerviosa. Su hijo mayor tenía la mandíbula apretada hasta cuando bebía, con una franja de músculo que le cruzaba el rostro. Y estaba también su estúpido primo mayor, Alee, y su fea esposa, ninguno de los cuales había apreciado nunca a Meehan. Les importaba un comino si era culpable o inocente; el único motivo por el que estaban allí era que había salido por la televisión.
Meehan sabía que tenía mal aspecto. Tenía la piel seca y gris de las personas que han pasado mucho tiempo en la cárcel, y con los años había perdido casi veinte kilos de peso. Ahora parecía un viejo flaco. De todos ellos, la única que tenía buen aspecto era Betty. Se había teñido el pelo de rubio y eso le suavizaba las facciones; llevaba un traje pantalón blanco de algodón y sandalias rojas, y se había bronceado con una lámpara de rayos uva: lo delataba una línea blanca muy fina en el puente de la nariz, la marca de los protectores oculares. Antes de que lo encarcelaran, Betty vestía sin gracia; solía tener miedo de los colores vivos. Ahora la miraba por encima de su vaso y veía una chispa alegre en su mirada. Alguien se la había puesto y sabía que no era él. Ni siquiera tenía el valor de sentirse celoso. Dependió de ella durante toda su vida adulta, e incluso la despreciaba por ello, pero ahora que se alejaba de él no le inspiraba más que admiración. Le deseaba lo mejor, sinceramente. Tenía la sensación de que ella también había sido excarcelada.
Aquél era el salón de Betty, no el suyo. Esa sala pequeña y cuadrada, con una ventana que daba al río, le correspondía a ella. Ella le había dejado claro que era bienvenido y que dormiría en el sofá. Él se alquilaría algún sitio tan pronto como pudiera y la dejaría en paz.
El primo Alee y su esposa se marcharon, y los hijos salieron de compras durante media hora para dejarlos solos. Betty y Meehan se quedaron en silencio, sentados uno al lado del otro en el sofá, tomando té y galletas lentamente.
Capítulo 30