– Tenemos una información bastante importante sobre el asesinato de Heather Allen. Creemos que debemos contársela a alguien de inmediato -dijo Terry animado por la expectativa de que alguien importante le iba a escuchar.
El sargento de guardia puso una expresión desconfiada.
– ¿Heather Allen, ha dicho?
A Paddy le quedó claro que no sabía a quién se referían.
– Sí, Heather Allen -dijo Terry-. La chica que fue hallada en el río el fin de semana pasado, con la cabeza aplastada. Sabemos algo sobre el caso y tenemos que contárselo a alguien.
El sargento asintió. Su silla soltó un chirrido furioso mientras él les señalaba la pared del fondo.
– Vayan y esperen allí. Alguien les atenderá enseguida.
Cruzaron la sala hasta el primer grupo de sillas y se sentaron al tiempo que veían desaparecer al sargento por una puerta a su derecha.
Al cabo de dos minutos volvió a aparecer, con las cejas unidas por la sorpresa, y les hizo un gesto con un dedo para que se acercaran a él.
– Ahora mismo salen -dijo.
Esperaron diez minutos y, en ese tiempo, se fumaron un cigarrillo a medias. Terry estaba apagándolo en el suelo cuando detrás de la mesa del sargento se abrió una puerta. Patterson y McGovern aparecieron andando a trompicones, con expresión juguetona y traviesa, como si acabaran de pasarse un buen rato riendo. Al parecer, todos los caminos del caso Heather Allen pasaban por Patterson. Paddy se desanimó, y él tampoco se alegró de verla. Él se atrincheró y extendió una mano para evitar que McGovern se tomara la molestia de bajar de la tribuna; entonces le gritó:
– Ah, sí; ¿qué quieres?
Paddy se levantó. No quería ir hasta donde estaba él, quería que él se acercara.
– Me manda Pete McIltchie -dijo ella, tratando de dejarle claro que ella tampoco tenía ningunas ganas de verlo-. Necesito decirle a alguien algo sobre Heather.
Él no se le acercó pero se quedó muy tieso, mientras tocaba una marca que había en el pupitre de delante de él.
– ¿McIltchie?
– Me dijo que viniera a verlo.
– ¿Es información nueva?
– Sí. -Y pese a esta última revelación, él permaneció a diez metros, forzándola a hablarle por encima de las cabezas de Terry y del sargento. Ella decidió limitarse a gritar-. Alguien en Townhead me recogió en su vehículo, y encontré un pelo de Heather en una toalla. El tipo intentó atacarme.
Patterson le hizo un gesto hacia la mesa del despacho y, luego, volvió a mirar a McGovern. Si llegan a estar solos, si McGovern y el sargento y Terry no llegan a estar, Paddy estaba convencida de que la hubiera mandado a la mierda.
– Está bien -murmuró él-. Ven a una sala de interrogatorios.
McGovern siguió a Patterson desde detrás de la mesa, ambos bajaron para estar al nivel de Paddy, y le señalaron unas puertas laterales. Patterson la cogió con firmeza del brazo, como si ella necesitara que la convencieran. Terry trató de seguirlos pero McGovern le puso una mano firme en el pecho.
– No tardaremos.
Terry miró a Paddy con ganas de protegerla.
– Me gustaría estar con ella.
Patterson apretó los labios.
– No -dijo con firmeza.
A McGovern le brillaron los ojos de manera triunfante, complacido ante aquella pequeña victoria, y Paddy lo interpretó como un mal augurio.
Tras las puertas, el ancho pasillo estaba revestido con los mismos paneles de chapa de madera oscura que la sala de espera. El suelo turquesa estaba manchado con una veta amarillenta en el centro. Paddy percibió un olor de té y tostadas. El turno de domingo parecía ser un momento apacible, pero eso no se traducía en un sentimiento bondadoso hacia ella. Mientras caminaban pasillo abajo, frente a ella, los dos corpulentos policías casi se tocaban por los hombros. Ninguno de ellos quería mirarla.
Quince metros pasillo abajo, Patterson tocó diligentemente a una puerta, hizo una pausa y la abrió; luego echó un vistazo para comprobar que estaba vacía. Le hizo un gesto a Paddy con el dedo.
– Entra.
Paddy se metió en la sala, no muy convencida de que no fueran a encerrarla allí y marcharse. Oyó una voz por el pasillo que llamaba a Patterson, una voz baja que le pedía algo.
– Acaba de llegarme un contacto, señor. -La voz de Patterson parecía más alta que cuando hablaba con ella-. Se trata del asesinato de Heather Allen.
El hombre de pelo blanco que había competido con McGuigan para captar la atención de la redacción miró dentro de la sala. Iba vestido de fin de semana, pantalones azul marino y cazadora gris, pero tan rígido y formal como si fuera en uniforme.
– Hola -dijo ella.
El tipo le miró el abrigo acolchado, puso cara de desconfianza y luego se dirigió a Patterson.
– No tardéis mucho. Tengo trabajo para darte.
Patterson asintió, gozando con la desconfianza que le dedicaban a Paddy. La siguió al interior de la sala y se sentó a la mesa sin ofrecerle asiento a ella. Paddy se sentó igualmente. McGovern se sentó delante de ella y se encendió un cigarrillo.
– Dime -dijo reprimiendo una sonrisa-, ¿Por qué te presentas como Paddy Meehan?
Patterson, a su lado, esbozó una sonrisita.
– Porque es mi nombre.
– No, no es cierto -dijo McGovern-. Te llamas Patricia Meehan. Tú elegiste llamarte Paddy Meehan.
Siempre supo que su nombre levantaría comentarios, que la delataba como papista y la hacía distinta en el trabajo, pero no había anticipado que la policía lo considerara un motivo de reproche. Los dos hombres la miraron, estaban disfrutando por hacerla sentir tan incómoda.
– Siempre me han llamado así. ¿Por eso no les caigo bien? ¿Porque me llamo Paddy Meehan?
Fue una equivocación. Se había quedado con el culo al aire. Ahora le podían dedicar todo tipo de insultos: no nos gustas porque eres gorda, no nos gustas porque eres fea. Pero McGovern y Patterson ni siquiera se molestaron en aprovecharlo. Se rieron burlonamente de su error.
– He venido a contarles algo importante -dijo ella a media voz.
Patterson asintió con la cabeza.
– Dispara.
No sabía por dónde empezar, así que respetó el orden cronológico. Les habló de las paradas del furgón de víveres y del heladero, y de la toalla apestosa en el suelo del furgón y el pelo de Heather, y el hombre que había intentado cogerla de la oreja y que, posteriormente, la había esperado delante del trabajo. Se escuchaba hablar a sí misma y se daba cuenta de que todo parecía carente de sentido y circunstancial. McGovern le preguntó si la toalla seguía en el furgón y ella tuvo que admitir que la había cogido y que, luego, la había perdido por la calle. El recogió sus cigarrillos de encima de la mesa, metió el mechero dentro del paquete y se los puso en el bolsillo, preparado para marcharse. Ella se puso a hablar más rápido, dejando de lado el dato de que había dado el nombre de Heather a varias personas. Hasta que nombró a Henry Naismith no vio un destello de algo parecido al interés. Patterson la miró.
– ¿Naismith?
– Es el tipo que conduce el furgón de víveres. Fue el primer marido de Tarcy Dempsie. Podría haber matado a Thomas y luego al pequeño Brian.
– Él no mató al pequeño Brian; lo hizo tu primo.
– No es mi primo.
– Naismith no mató a Thomas Dempsie -dijo Patterson muy seguro.
– ¿Cómo puede estar tan seguro?
– Tenía una coartada. Estaba en una celda cuando el chico fue asesinado.
Cruzó la mirada con la de Paddy y cierto rubor asomó por sus mejillas. Conocía los detalles del caso tan bien como conocía los del caso Paddy Meehan.
– ¿Y cómo puede saberlo? -dijo ella a media voz.
McGovern salió en defensa de su compañero, añadiendo otro dato sin meditarlo demasiado: