– Resulta que su viejo trabajó en el caso.
– ¿En el caso Thomas Dempsie?
McGovern asintió con inocencia.
– Por eso conoce a Pete McIltchie. Su padre lo conocía de entonces.
Patterson se sonrojó un poco y asintió mirando a la mesa, apretó los labios y levantó las cejas.
– Naismith estaba entre rejas la noche en que el pequeño fue asesinado.
– ¿Lo habían arrestado?
– Era un matón. Era el cabecilla de una banda callejera que hizo mucho daño. Cuando el chico murió, se quedó destrozado. Al poco tiempo, empezó a interesarse por la religión y pasó por una profunda conversión.
– ¿Tiene un historial de violencia?
– Era un matón de barrio a finales de los sesenta y a principios de los setenta, pero ahora es un viejo agradable, no le haría daño a nadie.
– Pues a mí me intentó agredir.
Patterson sacudió la cabeza.
– Mira, sabemos que Naismith no ha matado a nadie.
– ¿Y Alfred Dempsie sí?
Era sólo una insinuación por implicación, pero, cuando vio la reacción, deseó no haber hablado abiertamente mal del padre de Patterson. El tipo apretó sus ojillos maliciosos, y el rubor de su rostro se intensificó.
– Tú no sabes nada de esto -dijo.
– Sé lo bastante.
McGovern los observaba con una sonrisa leve, sin saber muy bien qué estaba ocurriendo. Patterson deslizó las manos fuera de la mesa, pegó un golpe encima de ella y chasqueó la lengua.
– ¿Así que crees que Heather Allen estuvo en el furgón, pero te llevaste la prueba y la perdiste por la calle, y ahora estás convencida de que tiene algo que ver con el caso Thomas Dempsie? ¿Y qué vas a hacer con todo esto?
La miró con atención. Pensó que iba a escribir un artículo en el que pusiera en evidencia a su padre por haber enredado a Alfred Dempsie. A lo largo de los años, debía de haber repasado los detalles del caso cientos de veces y debía de tener claro que su padre le había tendido una trampa a Dempsie. Paddy podía ver la vergüenza brillar en sus ojos. Se sentía halagada y complacida de que no supiera que era una simple chica de los recados y que no tenía la suficiente credibilidad para hacerlo.
– Todavía no sé lo que voy a hacer.
De pronto, Patterson se levantó. Abrió la puerta de un manotazo, la dejó rebotar contra la pared mientras le arrancaba el abrigo del respaldo de la silla y se lo lanzaba a los brazos.
– Mire -dijo ella en un último intento-, lo del pelo y lo de que intentó atacarme me lo pude haber imaginado, lo sé, pero ayer, cuando volví al trabajo, me estaba esperando frente a la oficina. ¿Cómo podía saber dónde trabajo?
Patterson la sacó al pasillo, tirándole del brazo.
– Por desgracia, no podemos arrestar a nadie por el mero hecho de aparcar frente a tu trabajo. Lo ocurrido entre Naismith y tú fue sólo un malentendido. A lo mejor, te dejaste algo en su cabina y quiere devolvértelo, o algo así.
– Claro, seguramente esa es la razón por la que tiene pelos de Heather Allen en el furgón, ¿no?
Dejando atrás a McGovern, Patterson llevó a Paddy por la puerta a la sala de espera, actuando como si lo hubiera ofendido. Todavía aferrado a su brazo, tiró de ella de un extremo al otro de la sala y depositó su brazo en las tiernas manos de Terry.
– No se preocupe -le dijo a Terry-, al tipo en cuestión lo conocemos. Tendremos unas palabritas con él; le diremos que se largue y que no se acerque más ni a ella ni al periódico.
– ¡Oiga! ¡Hable conmigo, no con él!
Patterson se volvió con cara de asco.
– No deberías subir a los furgones de tipos a los que no conoces. Los viejos como Naismith tienen tendencia a interpretar mal las cosas y luego no podrías culpar a nadie más que a ti misma si lo hiciera.
Se volvió y se alejó; golpeó las puertas de la sala de espera con tanta fuerza que rebotaron sonoramente contra las paredes del pasillo. El sargento levantó una ceja divertido. Terry la miró.
– Supongo que no ha ido demasiado bien.
– Supones bien.
Una vez fuera de la comisaría subieron al coche y se quedaron mirando un rato por el parabrisas; Paddy, atónita, y Terry, paciente.
– El tío ese de la cara roja -dijo ella finalmente-, parece ser que su padre investigó el caso Thomas Dempsie. No hay ni la más remota posibilidad de que la policía vuelva a abrir el caso.
– ¿Y si hablamos con Farquarson?
– Terry -dijo volviéndose hacia él-, escúchame bien. No somos nadie. McGuigan y Farquarson no publicarán un artículo denunciando a la policía de Strathclyde porque nosotros lo decimos.
– No lo publicarán, ¿verdad?
– No publicarán una historia llena de especulaciones. Necesitamos pruebas irrefutables. Y, mientras tanto, nadie tiene el menor interés en registrar el furgón de Naismith. Esos muchachos van a cargar con la culpa.
– No podemos permitirlo.
– Lo sé. -Miró por la ventanilla, y siguió el rastro de un paquete de patatas fritas que volaba por la carretera-. Lo sé.
III
La planta editorial estaba siempre tranquila, pero la ausencia de puertas que se abrían o de movimiento por los pasillos daba al aire una pesadez especial. Paddy se mantuvo cerca de la pared, lejos de las ventanas, mientras se acercaba a la última puerta antes de llegar o las escaleras traseras. Sus dedos tocaban ya el pomo de la puerta cuando se le ocurrió que hasta los lavabos podían estar cerrados durante el fin de semana.
El pomo cedió, sintió un pequeño clic y la puerta del lavabo de chicas se abrió. Echó una última ojeada al pasillo y entró. No sabía si lo olía realmente o lo recordaba, pero la esencia del perfume Anaïs Anaïs de Heather se le metió en la garganta y tuvo que cerrar los ojos con fuerza y respirar profundamente antes de poder seguir avanzando.
Las limpiadoras habían pasado: habían lavado las picas, habían retirado las toallas usadas de la papelera de rejilla, y habían vuelto a colocar las papeleras de las compresas en la esquina del cubículo del fondo, cuya esquina todavía estaba hundida por el peso de Heather. Paddy se agachó y pasó el dedo por el agujero. Naismith iba a salir libre, mientras que Callum Ogilvy y el otro chico podían acabar encerrados durante años porque las limpiadoras habían pasado. Se volvió para irse y se vio reflejada en el espejo de cuerpo entero que había junto a la puerta. La barbilla le bajaba directamente sobre el pecho. Estaba engordando. Se volvió, se alejó del espejo, y su mirada aterrizó en el suelo; detrás del inodoro, un brillo perdido la hizo quedarse helada. Sonrió. Esa limpiadora era una vaga de remate. Había fregado el suelo sin barrerlo antes, y había dejado la mugre pegada a la pared, debajo de la cisterna, convencida de que nadie miraría allí abajo entre turno y turno.
Paddy se agachó un poco y sonrió. Pudo ver los mechones, apagados con motas de polvo pegados, pero ahí estaban: un pequeño revoltijo dorado de pelos de Heather Allen.
IV
Terry se sentó en su cama con la cabeza inclinada sobre el listín de teléfonos, recorrió la lista de nombres con el dedo mientras Paddy se apoyaba en la pared y lo observaba. Las sábanas estaban arrugadas por el centro desde la noche anterior. No quería sentarse a su lado, no quería acercarse a la cama ni tocar las sábanas. Con la luz del techo encendida, pudo ver que, en el centro, donde Terry dormía, se había formado una mancha ovalada y gris. Apenas podía creer que la noche antes había yacido ahí, y que su piel desnuda había tocado unas sábanas tan sucias, que sus manos se habían movido lentamente encima de él, mientras fingía placer. Buscó en su alma la vergüenza atroz que le habían advertido que debería sentir, pero no fue capaz de encontrarla. Cruzó los brazos, se abrazó y trató de no sonreír.
– Hay unos cuantos en Baillieston -dijo él-, tres en Cumbernauld.