– De todos modos, por la mañana sabremos algo. Te veo entonces. -Se apartó y cerró la puerta de golpe.
Le veía la cara mientras el coche giraba por la rotonda. Parecía asustado, pero, al pasar por su lado, le mostró los dientes con una sonrisa. Ella le despidió con la mano y se quedó mirando el óxido de la parte de atrás del coche hasta que se perdió de vista.
Capítulo 31
Seguían tratándola como si fuera un saco andante de penoso contagio. Marty ni le hablaba, ni la miraba cuando se quedaban a solas, y Con apretaba los labios con fuerza cuando se cruzaba con ella por las escaleras, tratándola como si fuera una desconocida de la que hubiera oído hablar pestes. Los había visto hacer lo mismo con Marty, y ella había participado con ganas en el mismo juego, pero no estaba dispuesta a dejar que la hundieran.
Se sentó sola sobre la cama, mirando el anillo de pedida de su dedo. Lo notaba apretado y parecía que le cortara la piel, pero se lo dejó puesto. De lo contrario, podía ser que Sean no la ayudara. Podía escuchar a Marty oír la radio en la habitación de al lado. El zumbido monótono de John Peel se intercalaba con estallidos de música de sintonía y horribles coros punk.
Cuando oyó el timbre en el piso de abajo se sobresaltó. Oyó a su madre saludar a Sean en el recibidor con un grito fuerte y alegre, seguido de cientos de preguntas tontas sobre la semana, y le hablaba como si llevara dos años en alta mar. Las voces se fueron acercando al tiempo que oía sus pasos amortiguados por la moqueta de las escaleras.
Estaban a punto de llegar frente a su puerta cuando, de pronto, Paddy se quitó el anillo del dedo. Cogió el pequeño estuche de terciopelo de la cómoda y trató de meter el aro otra vez en la ranura de espuma, pero las manos le temblaban demasiado. Dejó el anillo dentro del estuche y cerró la tapa justo antes de que se abriera la puerta del dormitorio.
Sean la miró. Iba vestido con ropa formal, su nueva cazadora lustrosa sobre una camiseta naranja Airtex almidonada, de un tono inquietantemente parecido al de las sábanas de Terry Hewitt. Trisha estaba detrás de él.
– Sean ha venido a verte -dijo con una voz frenéticamente alegre.
– Hola.
Paddy se levantó.
– Vamos.
– Bueno, es un poco pronto -dijo Sean, inclinándose como si quisiera entrar a la habitación para besuquearse con ella.
– Pero los autobuses…
Paddy miró distraídamente a su madre, deseando que se fuera. No tenía ningunas ganas de hablar con él allí, no mientras su madre merodeaba por el descansillo, o estaba abajo rogando a Jesucristo que aquello tuviera un final católico, y sonreía esperanzada cada vez que bajaban a buscar una taza de té.
– Vamos -dijo ella.
Abajo en la entrada, Trisha los ayudó a ponerse los abrigos. Le dio unos golpecitos al brazo a Paddy, como si le diera un mensaje materno sobre el compromiso y la forma de conservar a un hombre: no lo dejes escapar, tal vez, o dile que sí a todo.
Fuera, con el aire fresco, Paddy se volvió a mirar a la ventana moteada y vio la silueta de su madre muy quieta, con la cabeza inclinada como si rezara. Tuvo ganas de hundir la puerta de una patada.
– ¿A qué cine quieres ir? -preguntó Sean mientras se subía el cuello de la chaqueta.
– ¿Podemos subir por la colina?
Sean subió una ceja con expresión picara. Nunca hubo ninguna prueba, pero se rumoreaba que en la colina ocurrían escenas cargadas de sexo, tan sólo porque era un lugar oscuro y escondido. Paddy no se rio, ni reaccionó como él había esperado.
– Tengo que hablar contigo -le dijo muy seria.
Las facciones de Sean se tensaron. Por vez primera desde que la echó de un portazo, Paddy tenía la sensación de que el que estaba a punto de caer era él, no ella.
– Muy bien -dijo-. Vayamos por la colina.
Anduvieron en silencio hasta el final de la calle, hasta el camino fangoso que llevaba hasta la cima. Era un largo pasillo rodeado de arbustos a ambos lados. Sean sacó su paquete de cigarrillos para hacer algo, y Paddy le dio un golpecito en la espalda.
– Me das uno, ¿no?
Eso le sorprendió: jamás la había visto fumar. Le tendió el paquete, y ella cogió uno, se lo puso entre los labios e inclinó la cabeza para encenderlo con la cerilla que él protegía con las manos. Fumar no le gustaba del todo; le daba la sensación de que le ensuciaba los dientes y le subía la presión, pero le gustaba la idea de ser una fumadora de ojos apretados y expresión sabihonda.
– No vamos a ir al cine, ¿verdad?
Paddy sacó el humo, mirando al fondo del oscuro sendero.
– ¿Es porque va de boxeo? No tenemos que ir a ver ésa; si quieres, podemos ir a ver una película romántica.
– No, no, la de boxeo me gustó.
– ¿Ya la has visto?
– Sí. -Él puso cara de desconfianza-. Fui sola. He tenido una semana solitaria.
Se rascó la nariz y vio que él le miraba el dedo sin anillo.
– Vamos -lo empujó hacia delante, siguiéndolo por el camino de tierra hasta que ya no había más arbustos.
Siguieron por la empinada cuesta hasta que las luces de la estrella de Eastfield desaparecieron tras los matorrales y los árboles que habían dejado atrás. Paddy encontró una superficie de piedra y se sentó en ella; cruzó las piernas y se recogió la punta del abrigo para dejarle espacio a Sean. Menos elegante, él se agachó a su lado, rígido por el ajetreo del día.
– ¿Desde cuándo fumas?
Paddy se encogió de hombros, mirando fijamente al valle que se extendía a sus pies. Hizo ademán de hablar y se detuvo para dar una calada antes de empezar. Se metió la mano en su bolsillo y notó el estuche del anillo de pedida. Se lo ofreció, temiendo mirarle a los ojos y ver en ellos el dolor.
– Tengo que devolverte esto, Sean. No voy a casarme.
Él se rió ante lo abrupto de su afirmación, con la esperanza momentánea de que ella se uniría a su carcajada y todo quedaría en una broma; pero ella no lo hizo. Ella miró al frente, entrecerrando los ojos hacia la carretera que había más abajo, y guardó las manos dentro de las mangas.
– No es por ti; tú eres fantástico. Si quisiera casarme con alguien, sería contigo, pero no quiero. Soy demasiado joven.
– Sólo estamos prometidos -suplicó él.
– Sean, no quiero casarme.
– Ahora piensas así…
– Puede que nunca quiera casarme.
Él se detuvo, consciente por primera vez de la envergadura del cambio experimentado por Paddy.
– ¿Te has hecho lesbiana, o algo así?
Paddy miró al hombre con el que podría pasar el resto de su vida. Él no quería ser desagradable. Era un chico guapo y de corazón noble y buena persona, pero, Dios lo perdonara, con pocas luces.
– Quiero tener una vida profesional propia, y no creo que pueda casarme y tenerla, así que elijo mi vida profesional.
Él le lanzó una mirada de advertencia.
– ¿Por qué tienes que intentar ser un hombre? ¿Qué tiene de malo ser sólo una mujer?
– Eso es una estupidez, Sean.
– Pues es suficiente para el resto de mujeres de la familia.
– Cállate.
– Tu madre se va a…
– ¡No lo hagas! ¡No metas a mi familia en esto, Sean! Esto es entre tú y yo y todo lo que hemos significado el uno para el otro. -Las lágrimas empezaron a inundarle los ojos a pesar de ella, llenándole la nariz y quitándole el aliento-. No puedo hablar contigo sin que un millar de parientes nos invadan el terreno. Deja tranquilos a mi madre, a mi padre, al Papa y a todos nuestros futuros hijos; tenemos que hablar de ti y de mí, sólo de ti y de mí.
– Sólo los menciono porque vamos a casarnos, Paddy. Sólo lo hago porque yo te tomo en serio.